Los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de
Berceo, ¿Laus o Exemplum?
Javier Roberto González[1]
Nota del Editor
El autor,
especialista en Literatura Española Medieval de la Universidad Católica
Argentina, ha cedido el siguiente texto de su nuevo libro, actualmente en
preparación, como anticipo exclusivo para nuestra revista.
Resumen: El breve relato medieval conocido como milagro
ha sido considerado, a menudo, por la crítica, como perteneciente al genus
deliberativum de la retórica clásica, y, específicamente, como un tipo de exemplum
o de ficción didáctica. Este artículo se propone demostrar que el milagro
medieval, particularmente en la colección de los Milagros de Nuestra Señora
de Gonzalo de Berceo, pertenece al genus demonstrativum más que al deliberativum,
y que debe entenderse como una laus o texto laudatorio más que como un exemplum
o texto didáctico, dada la clase de acto de habla básico que subyace a la
superestructura del milagro, cuya fuerza ilocutiva lo define como un enunciado
asertivo-laudatorio.
Palabras clave: Berceo, milagro, laus, exemplum,
retórica, acto de habla.
Abstract: Medieval short narrative known as miracle has been often considered by criticism as
belonging to classical rhetorical genus deliberativum, specifically, as
a type of exemplum or didactical fiction. This article is devoted to
prove that medieval miracle, particularly in Gonzalo de Berceo’s collection Milagros
de Nuestra Señora, belongs to genus demonstrativum rather than deliberativum,
and it must be considered as a laus or praising text rather than an exemplum
or didactical text, given the kind of the basic speech act underlying
miracle’s superstructure, whose illocutionary force defines it as an
assertive-praising statement.
Keywords: Berceo, miracle, laus,
exemplum, rhetoric, speech act.
Introducción
Sin llegar al extremo de la polémica, existe una
discrepancia sostenida en la crítica
berceana acerca del encuadre genérico de los Milagros de Nuestra Señora;
en lo esencial, las opciones defendidas postulan o bien que el relato
miraculístico en general, y los concretos milagros marianos de nuestro autor en
particular, pertenecen a la especie narrativa del exemplum medieval, y
de su mano al genus deliberativum de los manuales de retórica, o bien
que el milagro literario constituye una especie narrativa per se,
relacionada con la laus y con el genus demonstrativum o
epidíctico. En lo que respecta al encuadre general del milagro, en uno u otro
de estos dos genera, baste señalar las voces autorizadas de Uda Ebel ―defensora
de la condición laudatoria del relato milagroso (1965, pp. 59-84)― y Paul
Zumthor ―proclive a entenderlo como una subclase del exemplum (1972, pp.
393-394)―; los hispanomedievalistas han encuadrado en estas dos perspectivas el
análisis de los Milagros de Berceo, y se han manifestado ya en favor de
su carácter ejemplar ―Juan Manuel Rozas López[2], José Romera Castillo[3], Juan Manuel Cacho Blecua[4]―, ya en favor de su adscripción a la laus
―Jesús Montoya Martínez[5], Marta
Ana Diz[6], Fernando
Baños Vallejo[7]. El debate entre exemplum y laus se
enmarca en los cauces de la retórica clásica, de larga vigencia en los siglos
medios, que define la existencia de tres tipos o géneros de discurso, el genus
iudiciale, el genus deliberativum y el genus demonstrativum,
identificados, respectivamente, con el discurso forense que versa sobre el
pasado y argumenta ante el juez para demostrar lo justo o injusto de un hecho,
con el discurso político que versa sobre el futuro y argumenta ante la asamblea
para demostrar lo útil o inútil de una propuesta, y con el discurso que,
simplemente, elogia o vitupera una realidad o persona para proclamar o
ratificar, más que demostrar, su valor o disvalor; si los discursos iudiciale
y deliberativum, por tratar sobre una realidad aún no probada o res
dubia, se dirigen mediante argumentaciones y pruebas varias a oyentes
activos ―el juez, la asamblea política― y con poder de decisión, el demonstrativum
trata sobre una realidad evidente o aceptada, una res certa, y se dirige
por tanto a un oyente pasivo que más que juzgar o arbitrar se limita a
contemplar y asentir (Lausberg, 1966, Vol. I, pp. 106-110; Quintiliano, Inst. Or., I, vii, 1; III, iv, 8, 15-16; III, vii,
1, 3, 6; III, viii, 1-3, 22, 25,
33, 36; IX, iv, 130). Estas
especificaciones, propias de la realidad sociopolítica y cultural de Grecia y
Roma, sufrieron en la Edad Media adaptaciones derivadas de la sustitución de la
asamblea y del foro clásicos por otros marcos de enunciación, como las cortes
nobiliarias, los consejos comunales, los tribunales eclesiásticos y la
congregación de los fieles, pero los tres géneros siguieron enseñándose y
practicándose, a la zaga del manual de retórica latina de mayor difusión en los
siglos medios, la erróneamente atribuida a Cicerón Rhetorica ad Herennium[8], y cabe
inclusive remitir a ellos también las frecuentes ocurrencias literarias de la
alabanza o laus ―correspondiente al discurso demostrativo o epidíctico―
y del relato moralizante o didáctico, el exemplum, destinado a aportar
una prueba externa o por analogía en el seno de un discurso deliberativo. A
partir de estas premisas y este marco teórico, el propósito de nuestro trabajo
ha de ser: 1) postular y defender la condición básicamente laudatoria de los
milagros marianos de Berceo; 2) definir pragmáticamente el enunciado
miraculístico entendido como laus, a partir de la reducción de su
superestructura al acto de habla básico en que consiste y del cual deriva por
expansión, tanto en lo que respecta a cada milagro en sí como microtexto cuanto
en lo que respecta a la suma e integración de todos los milagros de la
colección en cuanto macrotexto radicado funcionalmente en el prólogo-marco; 3)
analizar los componentes textuales del milagro en relación con los rasgos
propios del genus demonstrativum conforme a lo estipulado por la
retórica; 4) aun reconociendo y sosteniendo el carácter fundamentalmente
laudatorio del milagro, explorar los alcances de las restringidas cuotas de
ejemplaridad y didactismo que pueda ocasionalmente contener, y demostrar que
dichas cuotas no bastan para definir al texto como genéricamente mixto, dado
que el componente ejemplar aparece pragmáticamente subordinado al laudatorio;
5) esbozar apenas ―en liminar consideración de un aspecto del problema que bien
merece indagaciones más detalladas que esperamos acometer en el futuro― la
posibilidad de un argumento accesorio de índole extratextual contextual a favor
de la adscripción básica del milagro a la laus, en relación con el
temple fundamentalmente laudatorio y orante de la espiritualidad benedictina de
la que participa Berceo, en contraposición al temple didáctico y predicador de
la naciente, pero aún incipiente, espiritualidad dominica, en la que encuadra
más naturalmente el recurso al exemplum; 6) a la luz de las conclusiones
y los datos aportados por los análisis previos, establecer y sintetizar una
serie de elementos definitorios y contrastivos de las especies textuales de la laus
y el exemplum canónico de la literatura didáctica; 7) oponer finalmente
ambas especies, ya suficientemente definidas y probadas sus diferencias
textuales, también en lo que respecta a sus contrastantes efectos extratextuales
y a sus divergentes potencialidades y modos de generar acción a partir de su
lectura o recepción.
La Pragmática del Milagro
Tzvetan Todorov ha sentado que
todo género discursivo puede reducirse al acto de habla básico del cual procede
como desarrollo (1996, pp. 47-64); dicha reducción, que permite definir el
enunciado resultante en sus valores ilocutivos ―que refieren la intención del
emisor― y perlocutivos ―que refieren los efectos logrados sobre el receptor―[9], según enseña la filosofía analítica del lenguaje, surgirá en nuestro
caso a partir del previo establecimiento de la superestructura discursiva del
milagro en cuanto clase de texto, lo cual nos permitirá al cabo dilucidar si
esta especie textual responde más a la pragmática del exemplum o a la de
la laus. Admítase, al menos preliminarmente, que todo milagro berceano
consta de dos partes básicas: 1) la narración, más o menos extensa, de
un hecho sobrenatural ejecutado por la Virgen, 2) una conclusión a cargo
de la voz del narrador que destaca, explícita o implícitamente, tanto las causas
del hecho milagroso ―vale decir, la condición poderosa y piadosa o
misericordiosa de María―[10], cuanto las consecuencias exigidas por ese hecho ―la necesaria
alabanza de María, que el poeta ejecuta en su mismo acto poético y a la
que, indirectamente, induce al lector[11]. La superestructura[12] del texto miraculístico cabría entonces en el siguiente esquema: 1) María obró tal milagro (narración), 2) lo
cual revela su poder y su piedad (conclusión que destaca la causa del
milagro), 3) e impone alabarla y servirla (conclusión que destaca las
consecuencias del milagro). Pero este es el ordo textus, no el ordo
rationis, cuya disposición rejerarquizaría los tres elementos del esquema
superestructural conforme a las relaciones de dependencia semántica y
pragmática que existen entre ellos, de la siguiente manera: 1) María es
poderosa y piadosa, y por ello alabable y servible, 2) según ilustra la
realización de tal milagro. El principal contenido del texto miraculístico,
su verdad radical y remarcable, no es la verdad fáctica del relato, el
hecho milagroso que se narra en la primera parte, sino la verdad entitativa
que se afirma después del relato, esto es, la condición poderosa y piadosa de
María; aunque discursivamente más extensa y verbalmente más copiosa, y aunque
formalmente presentada en primer término, la verdad del milagro en cuanto
hecho se subordina a la verdad del ser poderoso y piadoso de María,
conforme a la divisa clásica del operari sequitur esse, y dicha subordinación,
tanto discursiva cuanto real, define al relato del milagro mariano como una ilustración
narrativa[13] de la condición poderosa y piadosa de la Virgen. En
cuanto a la segunda parte de la aserción, que María es alabable y servible, ya
no se subordina a la primera, sino se identifica con ella; en efecto, no se
alaba y se sirve a María porque se haya dicho antes que María es poderosa y
piadosa, sino que decir que María es poderosa y piadosa es ya y en sí
alabarla y servirla. La mera proclamación sincera y reverente de la verdad
del poder y la piedad de la Virgen constituye en sí misma un acto de alabanza y
de servicio a ella.
Así definida la superestructura del milagro
berceano, síguense que: 1) el acto de habla principal subyacente a dicha
superestructura es de naturaleza asertivo-laudatoria, dado que aquello
que se afirma ―el poder y la piedad de María― constituye en sí una alabanza; 2)
el objeto de dicho acto de habla, de dicha aserción laudatoria, es María.
A su vez, esta doble consecuencia contribuye a dilucidar otras dos cuestiones,
relacionadas estrechamente entre sí, que podrían ofrecer cierto margen de
polémica, a saber: 1) si el protagonista de los milagros es el personaje
pecador o necesitado, vale decir, el beneficiario de la intervención milagrosa
de María, o si es María misma; 2) si el destinatario de los milagros es
el espejo empírico y extratextual del
beneficiario pecador o necesitado, vale decir, el conjunto de los fieles, o si
es María misma. Quienes defienden la condición ejemplar y moralizante del
relato miraculístico, necesariamente postulan, de manera expresa o tácita, que
el destinatario del texto es el colectivo de los fieles cristianos que integran
la audiencia posible del poeta Berceo, y que los protagonistas son los
diferentes actantes humanos, generalmente pecadores, que en los diferentes
milagros encarnan distintas posibilidades de vicios y una casi única virtud, la
devoción mariana. Mediante la norma negativa sentada por la conducta moralmente
mala de los protagonistas de los relatos de la colección, que merece
reprobación y riesgo de muerte o de condena eterna, y cuyos efectos
catastróficos solo se revierten o evitan merced a la intervención milagrosa de
la Virgen, el autor adoctrina y amonesta a los destinatarios fieles a obrar el
bien y evitar el mal, para así ahorrarse similares prisas. Juan Manuel Rozas
López es quien más explícitamente sienta este esquema funcional (cfr. nota 1).
Por el contrario, si entendemos que tanto la destinataria del enunciado cuanto su personaje principal es María, que el
milagro lo enuncia el poeta no tanto para que lo escuche el colectivo de los
fieles, sino para que la misma Virgen lo reciba a modo de plegaria y homenaje,
y si entendemos que es esta, y no los personajes pecadores, quien ostenta el protagonismo
de cada uno de los relatos de la colección, quien mueve la acción con sus
intervenciones salvíficas y precipita así los desenlaces felices[14], quien ocupa por su dignidad, omnipresencia, operatividad y poder el
centro absoluto del mundo terreno y celeste representado, entonces se impone
como evidente la opción por el encomio y la laus como pauta genérica del
texto[15]. Nuestra propuesta superestructural para el milagro contribuye
fuertemente a decidirnos por la segunda opción, pues María surge con claridad a
partir de ella tanto como el referente u objeto de la aserción principal,
cuanto como la destinataria del elogio en que consiste dicha aserción[16], amén de aparecer asimismo como el actante principal
del relato milagroso ―la ilustración narrativa― que se subordina a la aserción
principal a modo de cláusula secundaria. Pero el protagonismo y la condición de
destinataria de María no se limitan al plano microtextual de cada milagro
aislado, sino que cabe afirmarlos también de la totalidad de la obra en cuanto
macrotexto configurado por el prólogo más los veinticinco relatos milagrosos;
es precisamente en el prólogo donde reside y se hace posible la postulación del
conjunto de los milagros como macrotexto, pues él define el marco
pragmático-enunciativo de la obra toda y le confiere a esta su innegable
condición unitaria y orgánica. En el prólogo, en efecto, María aparece como el
componente y actante central del relato alegórico que da sostén al discurso;
ella es ese prado sublime en el que se refugian tanto el poeta y
peregrino Berceo cuanto tot rromeo cansado (19b, p. 93), y en cuyo seno
suceden asimismo las demás maravillas alegóricas, a saber, el
verdor-virginidad, las aguas-evangelios, los frutales-milagros, las
sombras-oraciones, las aves-cantores de María, las flores-nombres de María[17]. Como ha
señalado buena parte de la crítica, el prado-María lejos está de ser un simple
escenario o espacio para la acción; es él mismo el principio y motor de toda
acción, esto es, el actante principal y medular tanto del relato alegórico de
la pieza prologal cuanto de todos y cada uno de los veinticinco milagros
introducidos y unificados por ella, pues María se define por su iniciativa y
capacidad actuante: acoge al peregrino cansado, refugia y auxilia al pecador o
al necesitado, intercede ante su Hijo por la salvación de todos sus devotos
mediante oraciones y milagros, y mueve asimismo a quienes le cantan y sirven a
cantarle y servirla (Campo, 1944, pp. 22, 50-51; Ackerman, 1983, pp. 26, 28-29;
Gerli, 1985, pp. 11-13; Gimeno Casalduero, 1988, p. 7; Diz, 1995, p. 184;
Augspach, 2004, pp. 65-66, 69; Prat Ferrer, 2007, pp. 83-109). Podría
cabalmente sentarse que todo lo que los veinticinco milagros narran se predica,
principalmente, de María como actante primero y medular, y que los hechos que
ella pone en acción en cada milagro no son más que el desarrollo y la
especificación de la gran macro-acción que el prólogo define como
propiamente mariana: salvar mediante su intercesión, obtener la gracia de
Dios para el pecador o el necesitado. María es el único personaje que se hace
presente en todos los relatos, la que los unifica a partir de esta macro-acción
genérica, que en cada caso se concreta como una modalidad diferente de
intervención providencial y salvífica, la que gobierna las tensiones
argumentales de cada historia, poniéndolas en marcha, deteniéndolas,
resolviéndolas, marcando sus ritmos de aceleración o relajación; María es el
centro indiscutido del mundo terreno y celestial que se representa en los
veinticinco relatos, el eje en torno del cual giran todos los demás personajes,
tanto los que la acatan cuanto los que se le oponen, la verdadera cabeza del
cosmos ficcional en que consisten los Milagros de Berceo. María es, en
suma y sin dudas, la protagonista del macrorrelato y de todos los
microrrelatos. Pero también es su clarísima destinataria, en cuanto objeto del
elogio en que consisten según la superestructura más arriba definida. Lo que de
María se afirma, su poder y su piedad, se
afirma en su loor, y también a este respecto el marco macro-narrativo aportado
por el prólogo resulta de relevancia suma. Dentro de la alegoría en que
consiste el texto prologal, Berceo se detiene más que en ningún otro elemento
en las aves que, en las copas de los árboles, cantan coralmente, y describe sus
cantos con un grado de detalle y tecnicismo musical que ha sido reiteradamente
señalado; según la declaración alegórica, esas aves son todos los profetas del
AT, apóstoles del NT, confesores, mártires y santos padres que cantaron en
honor de la Virgen, «quantos que escrivieron los sos fechos reales» (26d, p.
96). Pero más aún, explícitamente se dice que esos cantos son de alabanza, de laudes:
«Ellos avién con Ella amor e atenencia, / en laudar los sos fechos metién
toda femençia» (27ab, p. 96); «Por todas las eglesias, esto es cada día, /
cantan laudes ant’Ella toda la clereçía» (30ab, p. 97); y manifiesta
luego el poeta que su propósito es trepar también él a esos árboles para
sumarse al coro de alabanza de María y escribir algunos milagros en su honor:
«quiero d’estos fructales tan plenos de dulçores / fer unos poccos viessos,
amigos e sennores. // Quiero en estos árbores un rratiello sobir / e de los sos
miráculos algunos escrivir» (44cd-45ab, p. 103). Los milagros que integran la
colección, por tanto, son considerados por su emisor como otros tantos elogios
de la Virgen que se suman a los de las aves alegóricas, como nuevas laudes
marianas, idea que se anaforiza incluso en el milagro quinto, «El pobre
limosnero», en cuya conclusión se dice: «ca estos son los árbores do devemos
folgar, / en cuia sombra suelen las aves organar» (141cd, p. 134), retomando en
apretada síntesis tres de las imágenes alegóricas del prólogo, a saber, las de
los árboles-milagros, las sombras-oraciones, y las aves-cantores en honor de
María; no pueden quedar, por tanto, dudas acerca de las reales intenciones del
emisor del enunciado, que definen la fuerza ilocutiva de este en torno de la
idea básica del encomio, de la alabanza, y señalan por añadidura a la Virgen
María como la recta destinataria del enunciado. Se trata, por cierto (cfr. nota
15), de la destinataria, de aquella para quien, finalmente, se emite el
enunciado, y no necesariamente del alocutario a quien se lo dirige
expresamente mediante marcas deícticas o apelaciones; no caben dudas de que
Berceo se dirige expresamente al público de los fieles, interpelándolo
inclusive muy a menudo, pero detrás de este alocutario formal y textualizado
como tal, se yergue inequívocamente la Virgen como última destinataria: se
dirige el discurso a los hombres, para que lo escuche y reciba ella como
homenaje[18]. Si el conjunto de milagros en su unidad y cada uno de ellos en su
singularidad realizan este homenaje de alabanza que el poeta Berceo dedica a María,
las conclusiones de los relatos miraculísticos, como ya señalamos, suelen
reproducir a escala intradiegética esta misma loa, ya en forma indirecta o
transitiva, como llamados al público para que se sumen al poeta en su acto de
encomio y servicio a la Virgen, ya en forma de directas plegarias del autor
dirigidas a María, que muta así, por momentos, de destinataria en plena
alocutaria del elogio (cfr. nota 10; y Prat Ferrer, 2007, p. 95). Importa
retener estas soluciones conclusivas de los milagros, mayoritariamente
laudatorias bajo soluciones indirectas o directas, porque constituyen otro
fuerte indicio del carácter encomiástico de todo el discurso, que solo en una
oportunidad, en el milagro de Teófilo, abandona el acostumbrado cierre orante o
elogioso para condescender a una exhortación de tipo moralizante o didáctico[19]. Más que cualquier tipo de exhortación al lector, lo que prevalece es
la invocación a María, y la función discursiva dominante del relato milagroso
antes revela la laudabilidad de la Virgen como agente del milagro narrado que
la ejemplaridad positiva o negativa de los demás actantes
terrenos de la historia.
La Retórica del
Milagro
Va de suyo que milagro y exemplum, tan
insistentemente identificados por algunos teóricos como una única especie ―o
bien como una especie el primero perteneciente al género del segundo― comparten la condición de ser breves textos
narrativos cuya función básica no parece ser sola ni primariamente narrar,
informar sobre una serie de hechos causalmente encadenados y configurantes de
una acción humana, sino, tal como queda ya dicho en la definición de nuestra
superestructura, probar o demostrar algo no del todo conocido o
aceptado, o bien ilustrar o reforzar una idea ya poseída y admitida, pero que
no se identifica sin más con los meros hechos de la acción narrada. Es, por
tanto, la naturaleza de ese algo o de esa idea que el relato demuestra,
prueba, ilustra o enfatiza, y no el relato mismo, lo central que define las
funcionalidades divergentes del exemplum y el milagro, y acaba, en
consecuencia, estableciendo para ambas especies límites retóricos muy precisos
que impiden absolutamente asimilarlas como una única categoría textual. De
dichos límites y diferencias hemos de ocuparnos ahora.
Más allá de sus definiciones al
uso, alguna de las cuales nos permitiremos aducir más abajo, el exemplum
se caracteriza por su declarado propósito de enseñar moral, vale decir,
por un talante netamente didáctico que persigue como fin exhortar o inducir a
una determinada conducta práctica conforme al sistema de valores vigente. Lo
que relata el exemplum, de este modo, demuestra por vía especular, a
partir de la conducta buena o mala, acertada o desacertada, de los distintos
personajes de la historia, y a partir del desenlace halagüeño o desastrado que
dichas conductas han acarreado, que no solamente se debe por imperativo
ético o religioso, sino también conviene por mero interés práctico
emular las conductas buenas, para acceder al mismo desenlace halagüeño que
estas han garantizado para los personajes de la ficción, y evitar las malas,
para escapar del desenlace desastrado que las reconoce como causas. Frente a
este esquema, el relato milagroso no se propone recomendar ninguna moral
práctica ni demostrar especularmente la conveniencia o inconveniencia del
ejercicio virtuoso o vicioso, sino persigue la alabanza de María como poderosa
y piadosa mediante la detallada relación de una serie de hechos producidos por
ella ―los milagros― en los que se ponen en evidencia incontestable su poder y
su piedad. Si en ambos casos la narración se define en función de un propósito
extranarrativo, ese propósito es en el exemplum rectamente probatorio
de una idea desconocida o no del todo admitida aún por el receptor ―la licitud
y conveniencia de obrar acciones concretas conforme al modelo ético virtuoso
que ofrecen algunos personajes, y la ilicitud e inconveniencia de obrar
acciones concretas conforme al modelo ético pecaminoso que ofrecen otros
personajes―, en tanto el propósito del milagro es más bien ratificatorio o
enfatizador de una idea ya habida, reconocida y aceptada por el público
fiel de la Europa occidental y cristiana del siglo xiii, la condición poderosa y piadosa de María y, en
consecuencia, la inmensa laudabilidad de esta. De tal manera, la divergente
naturaleza de la idea en cuya función opera el relato en cada caso contribuye a
deslindar los fines también divergentes del exemplum, que se propone enseñar,
y del milagro, que se propone alabar; pero hay con todo, en los dos
casos, una compartida cuota de especularidad, puesto que en ambos se ofrece al
lector un modelo de conducta, bien que a niveles diegéticos distintos y con
diversos grados de explicitación: en el exemplum las conductas ofrecidas
como espejo positivo o negativo son las de los personajes de la historia,
buenos o malos, y se las ofrece explícitamente, en tanto en el milagro la
conducta modélica, que es ofrecida implícitamente, corresponde a la del propio
poeta en cuanto ejecutor de la laus mariana en que consiste su discurso,
y se la propone, indirectamente, como imitable para los receptores a quienes se
invita a sumarse coralmente a ese acto de alabanza.
De lo antedicho se sigue y
demuestra el distinto encuadre de exemplum y laus o milagro. Por
su fin probatorio de la licitud o ilicitud y de la utilidad o inutilidad de una
determinada conducta que se exhorta y enseña, el exemplum se encuadra en
el genus deliberativum, que en el contexto de la oratoria clásica engloba
aquellos discursos propios de la asamblea política que se proponen demostrar la
conveniencia o inconveniencia de adoptar para el futuro determinada medida cuya
índole se presenta como incierta o dudosa[20]. Trascendido el contexto original de las asambleas grecorromanas,
este género se cultivó en la Edad Media con propósitos de edificación moral,
muy unido a la predicación religiosa y con el objeto de exhortar determinadas
acciones virtuosas y desaconsejar el pecado; para ello, la inclusión de un exemplum
narrativo como prueba viva y plástica de la conveniencia e inconveniencia de,
respectivamente, lo exhortado y lo desaconsejado, resultaba siempre eficaz. El
relato ejemplar inserto en el seno de un discurso deliberativo o didáctico se
define como una clase especial de similitudo (Quintiliano, Inst.Or.
V, xi, 5-6, Vol. III, pp. 163-164;
cfr. Lausberg, 1966, Vol. I, § 422, p. 355), consistente en una rei gestae
aut ut gestae utilis ad persuadendum id quod intenderis commemoratio
(Quintiliano, Inst.Or. V, xi,
6, Vol. III, p. 164), en la rememoración de un hecho histórico o tenido por
tal, útil para persuadir sobre el asunto de que se trata. Según el hecho se
presente como verídico o no, el exemplum será histórico o poético; este
último —la llamada fabula— puede tener menor eficacia en cuanto a su
credibilidad, pero mayor en cuanto a su patetismo e impacto gracias a las
virtudes de su ornatus (Lausberg, 1966, Vol. I, §§ 411-413, pp. 350-351; cfr. Rhet. ad Her., I, viii, 13, pp. 16-17; Quintiliano, Inst.
Or. V, xi, 17-19, Vol. III, pp. 167-168). En
todo caso, el relato ejemplar contribuye a probar la conveniencia o
inconveniencia de una acción o una conducta moral que se aconsejan o
desaconsejan mediante el recurso a las conductas o acciones de los personajes,
presentadas como emulables en cuanto buenas o evitables en cuanto malas; es,
por tanto, una prueba de naturaleza inductiva, pues queda a cargo del receptor
la inferencia de lo conveniente o inconveniente de adoptar determinada conducta
a partir de las consecuencias positivas o negativas sufridas por el personaje
del relato como efecto de su conducta buena o mala (Lausberg, 1966, Vol. I, §§
419-420, pp. 352-354; cfr. Quintiliano, Inst Or. V, xi, 3-30, Vol. III, pp. 163-172;
Cicerón, De inv. I, xxxi,
51-53, pp. 68-72). Sobre la base de estos elementos, distintos autores han
definido el exemplum en cuanto especie literaria como una cabal prueba,
esto es, en función de su subordinación semántica y pragmática a la verdad de
orden práctico o moral que se intenta enseñar[21].
Frente
al exemplum y su inscripción en el genus deliberativum, la laus
se encuadra en el demonstrativum, discurso cuyo propósito no es ya
argumentar ante la asamblea para demostrar lo útil o inútil de una propuesta,
sino simplemente elogiar o vituperar una realidad o persona para proclamar o
ratificar, más que demostrar, su valor o disvalor, razón por la cual no versa
ya, como sí hacen los discursos iudiciale y deliberativum, sobre
una realidad aún no probada o res dubia, sino sobre una realidad evidente
o aceptada, una res certa, acerca de la cual el oyente o destinatario
asume un desempeño pasivo que, más que juzgar o arbitrar, se limita a
contemplar, a asentir y a gozar. La laus ínsita en el discurso
demostrativo o epidíctico no se endereza, por tanto, a probar la utilidad o la
licitud de una conducta exhortada, sino a encarecer o reforzar como honesta y
valiosa, o bien como torpe y disvaliosa, una realidad evidente o cierta
que se ostenta como digna de elogio o vituperio (Quintiliano, Inst. Or. III, iv, 15-16, Vol. II, p. 154; III, vii, 1, 6, Vol. II, pp. 188-190; Rhet.
ad Her. I, ii, 2, p. 5; Lausberg, 1966, Vol. I, §
61, pp. 109-110; §§ 239-240, pp. 213-214). Frente al exemplum, el locus
narrativus que se aduce en la laus no se presenta ya como emulandus
vel vitandus, pues no hay en rigor ninguna acción exhortada por imitación
positiva o negativa de lo narrado, ni cabe la posibilidad de que lo que se
relata sea un hecho ficticio, dado que forzosamente debe referir un hecho real
o tenido por real que involucre a las personas o a los objetos elogiados o
vituperados ―huelga decir que de la condición real del milagro nadie duda en el
contexto de la civilización cristiana medieval. Porque no prueba nada, porque
no apela a un público con poder de decisión sobre la opinión y la acción a
quien se deba convencer o persuadir[22], porque se limita a encarecer o
reforzar una idea tenida ya por indiscutida y cierta que no se defiende ni
denuncia, sino solo se elogia o vitupera (Quintiliano, Inst Or. III, iv, 8, Vol. II, p. 152; III, vii, 3, Vol. II, p. 189; Lausberg, 1966,
Vol. I, § 59, p.
106; § 249, p. 221), el miraculum en cuanto especie narrativa orientada
pragmáticamente a la laus se distingue radicalmente del exemplum
y del carácter probatorio del relato ejemplar, y se conceptualiza antes bien
como uno de los concretos tipos de elogio que la retórica ha distinguido en sus
taxonomías laudatorias; a nuestro juicio, el milagro mariano corresponde al
tipo de encomio encuadrable en el laudantur vel vituperantur homines ―María es humana, no divina― ex
tempore quod est insecutum ―se la elogia por hechos posteriores a su vida
terrena― ex paradisi gloria et ex miraculis eius intercessione perpetratis
―hechos que consisten en milagros operados desde el cielo por su intercesión
ante Dios― (Quintiliano, III, vii,
10-25, Vol. II, pp. 191-195; Lausberg, 1966, Vol. I, § 245, pp. 217-219).
Considerados este encuadre y este fin laudatorios, cabe entender cada miraculum
narrado con el objeto de ratificar o reforzar el elogio como un caso de amplificatio
y, por tanto, como un fenómeno propio del ornatus. No se trata entonces
de probar o demostrar la licitud o conveniencia de una conducta, no se trata de
proponer conducta alguna como emulable o evitable ―a diferencia de otros santos
de las hagiografías, la protagonista de los milagros, María, no resulta en
absoluto imitable a causa de su excelsitud incomparable―, no se trata de
convencer o persuadir acerca de ninguna res dubia, toda vez que se está
en el marco de una certeza firme; se trata, simplemente, de aumentar la
fuerza de una idea indudable y ya aceptada ―el poder, la misericordia y la
laudabilidad de la Virgen― mediante la acumulación en cierto modo reiterativa y
ratificatoria tanto de res ―los hechos que dan cuenta de esos poderes,
misericordia y laudabilidad: los milagros― como de verba ―la
organización discursiva de esos hechos milagrosos mediante técnicas narrativas
de diversas facturas. Non probatio, sed augmentum, en términos de la
retórica clásica; en términos de la más moderna teoría de la argumentación,
acaso podría hablarse de ilustración (cfr. nota 12), tal como la definen
―precisamente para distinguirla de la prueba ejemplar― Perelman y
Olbrechts-Tyteca, haciendo hincapié en su carácter no fundamentador, sino
meramente reforzativo de una regla ya conocida y admitida[23]. Pero llámesela augmentum o
ilustración, la amplificatio en que consisten los relatos miraculísticos
en relación con el principio general del poder, la piedad y la laudabilidad de
María ―tal como queda sentado ab initio en el prólogo― se especifica
como esa peculiar clase de énfasis que la retórica tradicional ha denominado ratiocinatio,
y que consiste en la mención detallada de las circunstancias que acompañan al
objeto postulado como elogiable[24]. En nuestro caso, la condición
poderosa, piadosa o misericordiosa y laudable de María se encarece mediante la
relación prolija y acumulativa de diversas circunstancias ―los milagros obrados
por su intercesión― en las que los mentados poder, piedad y laudabilidad se
ponen de manifiesto; se trata en todos los casos tanto de una ratiocinatio
ex insecuentibus ―se deducen el poder y la misericordia de la Virgen a
partir de las consecuencias fácticas de dichas virtudes, los milagros―
cuanto de una ratiocinatio ex iis quae antecesserunt ―se deduce la
laudabilidad de la Virgen a partir de las causas fácticas de dicha
laudabilidad, los milagros― (Quintiliano, Inst. Or. VIII, iv, 17-18, Vol. V, pp. 90-91; Lausberg,
1966, Vol. I, § 405, p. 343); los mismos milagros pueden considerarse así
doblemente en su condición circunstancial, ya como efectos del poder y la
piedad marianas, ya como causas de su laudabilidad. Bien podría recurrirse a la
misma imagen que el propio Berceo construye en el prólogo al alegorizar sobre
las aves cantoras, precisamente esas aves que alaban a la Virgen con sus
trinos: así como las aves cantan la misma melodía a distintas alturas formando
una unidad musical-laudatoria, y en ello consiste su organar[25], cada uno de los veinticinco
milagros reitera la misma y única línea melódica ―la condición poderosa,
misericordiosa y elogiable de María, el tema de la obra― en distintas
tonalidades, según vayan variando las circunstancias de cada historia relatada.
La melodía única es María con su poder, su piedad y su laudabilidad; las
diversas tonalidades que confluyen en dicha melodía son los veinticinco hechos
milagrosos narrados (Diz, 1995, pp. 234-237).
Nuestra
propuesta de considerar el conjunto de los milagros como una serie de ratiocinationes
enfático-reiterativas que amplifican por acumulación la sola y única idea
general del poder, la piedad y la
laudabilidad de la Virgen implica dos consecuencias de importancia, a saber: 1)
que el prólogo de los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo, espacio
textual donde se expone alegóricamente la idea general que los milagros vendrán
luego a amplificar e ilustrar, no puede reducirse en absoluto a la categoría
ancilar de mero paratexto introductorio, sino antes bien todo lo
contrario, constituye la manifestación principal del macrotexto en que consiste
la obra, pues en él radica el acto de habla asertivo-laudatorio que define la
fuerza ilocutiva de aquella y al que remiten las veinticinco narraciones
miraculísticas con su amplificación e ilustración; de este modo, la
subordinación pragmática es de los milagros al prólogo en cuanto
amplificaciones ilustrativas concretas respecto de la idea general, y no del
prólogo a los milagros en cuanto paratexto respecto del texto; si hubiera que
extremar la expresión en rigor de estricta justicia, diríase incluso que el
verdadero texto central y capital en que consiste la obra es el prólogo, y la
suma de los milagros que le siguen no es más que una enorme y en última
instancia prescindible amplificación ilustrativa; 2) que el relato
miraculístico acaba definiéndose como algo muy distinto del relato ejemplar,
dado que en tanto este aporta mediante su sucesión y acumulación la sumatoria
de distintas y variadas ideas ―cada relato de un ejemplario suele referirse a
virtudes o a vicios diversos―, aquel aporta en su conjunto solamente la
reiteración enfática de una misma y única idea, la incomparable excelencia de
María. Pero de las radicales diferencias entre miraculum-laus y exemplum,
y de la acotada y ocasional cuota de ejemplaridad que pueda aflorar pese a
tales diferencias en el seno de lo milagroso-laudatorio, trataremos a
continuación.
Laus y Exemplum
Queda dicho que el acto de
habla asertivo-laudatorio en que consiste primariamente cada milagro ―y el
entero conjunto de ellos unificados en y por el prólogo― se
define a partir de la fuerza ilocutiva del discurso, esto es, refleja la
intencionalidad del emisor respecto de su enunciado. Pero además de la fuerza
ilocutiva, existe en cada acto de habla otra dimensión que escapa a las
intenciones del emisor, y que se infiere a partir de los reales y concretos
efectos que ha logrado producir en los receptores. Es precisamente en estos efectos
perlocutivos del enunciado-milagro, posibles y eventuales, donde puede
radicar cierta cuota, siempre limitada y aleatoria, de ejemplaridad didáctica,
porque más allá de los propósitos e intenciones del emisor, que definen la
fuerza ilocutiva de su enunciado como de naturaleza indudablemente
asertivo-laudatoria, lo cierto es que la alabanza en que consiste el discurso
puede resultar en algún caso ―por así decirlo― «contagiosa», «estimulante» para
algún individual receptor, vale decir, puede ser tenida por reproducible,
reiterable, imitable, en definitiva, de donde el texto miraculístico, sin
abrogar su condición básicamente encomiástica, deviene secundaria y
ocasionalmente ejemplar. No basta esta eventual y restringida cuota de
ejemplaridad, con todo, para reconvertir en exemplum al milagro, que
sigue siendo laus y plenamente laus, sin probabilidad alguna de
confusión o asimilación a este respecto[26], porque el efecto perlocutivo didáctico-ejemplar no pasará nunca de
ser una posibilidad o eventualidad no necesarias, una consecuencia aleatoria de
tal o cual lectura individual que puede ―no debe forzosamente― entender
como exhortativo un enunciado de suyo asertivo y percibir en él una cierta
interpelación para imitar la única y reiterada virtud emulable en cada uno de
los veinticinco relatos, a saber, la devoción mariana según la practican
los personajes de los milagros y según la practica —sobre todo— el poeta y
enunciador del prólogo. Este último dato es de suma importancia, porque la
reiteración de una única virtud omnipresente y enfatizada contrasta a todas
luces con la variedad de virtudes y vicios, generalmente de orden práctico, que
campean en los ejemplarios canónicos, en los espejos de príncipes, sermonarios
o fabularios, propuestos como emulables o evitables; se trata apenas de una
entre las varias diferencias que oponen exemplum y miraculum como
especies perfectamente distintas, que detallaremos a continuación, mas no sin
antes subrayar una vez más la esencial condición laudatoria del segundo frente
a la didáctica del primero a pesar incluso de la ocasional infiltración en el
milagro de efectos ejemplarizantes: el milagro será siempre laus por su
fuerza ilocutiva, necesariamente lo será en su reiteración enfática e
ilustrativa del elogio básico mediante la relación de res certae que
atestiguan su licitud; solo eventual y aleatoriamente podrá mostrar, en
alguna singular lectura, los efectos perlocutivos de una única conducta
virtuosa entendida como exhortada, enseñada y emulable a modo de exemplum,
la devoción.
Así pues, el milagro mariano
consiste básica y primariamente en una laus, en una alabanza, en cuanto
a la índole de su fuerza ilocutiva, y
consiste eventual y secundariamente en un exemplum, en una enseñanza
moral o exhortación de conducta, en cuanto a la índole de sus posibles efectos
perlocutivos, si estos llegaren a consistir en una concreta imitación por parte
de algunos receptores de la alabanza que define al texto como acto de habla.
Pero es precisamente aquí donde reside la principal nota diferencial del
milagro frente a las formas plenas y canónicas del exemplum medieval,
los relatos moralizantes abiertamente didácticos que integran los sermonarios,
los espejos de príncipes y las diversas colecciones de cuentos, apólogos y
fábulas que conocemos, pues en todos estos la dimensión ejemplar y didáctica
reside en su fuerza ilocutiva misma y define la intención primera del emisor.
Existen, por cierto, otras diferencias entre el milagro y el relato moralizante
ejemplar que los postula como especies radicalmente separadas, aunque
eventualmente emparentadas; en sintética enumeración, diríamos que esas otras
diferencias son las siguientes: 1) en las colecciones de exempla cada
cuento presenta un protagonista distinto que encarna una concreta y diferente
posibilidad de virtud emulable o de vicio evitable, mientras en las colecciones
de milagros marianos todos los relatos tienen por protagonista a la misma y
única potente figura, la Virgen María, que por su excelencia impar no resulta
en absoluto emulable; así, en tanto el comportamiento de los múltiples
protagonistas de los relatos ejemplares se postula como imitable, la
conducta de la única protagonista de los relatos miraculísticos se presenta
como admirable y, por ello, loable (Montoya Martínez, 1981, pp.
11-12, 52-53); 2) por haber múltiples protagonistas que encarnan diversos vicios
y virtudes, los exempla proponen al público fiel una vasta gama de
conductas, actitudes y acciones para imitar o rehuir, hasta configurar una
ética completa para las más variadas situaciones de la vida, en tanto la única
virtud eventualmente emulable en los milagros es la devoción mariana, que puede
llegar a suscitarse en los receptores a partir del acto básico de devoción en
que consiste el milagro en sí entendido como laus de María a cargo del
poeta, y a partir quizás, en una segunda y más débil instancia, de las conductas
devotas de algunos personajes[27]; 3) las
múltiples y variadas virtudes propuestas a la emulación ―y los opuestos vicios
propuestos al rechazo― del público receptor de los exempla apuntan sobre
todo a una moral práctica que enseña a obrar en lo concreto, en la vida
cotidiana de relación, y muy a menudo ―tal el caso de los espejos de príncipes―
en el campo específico de las necesidades y los deberes guerreros, políticos y
nobiliarios, siempre en calculada espera de algún beneficio como resultado; por
el contrario, la única virtud implícitamente exhortada en los milagros, la
devoción, corresponde al terreno de la más principista y general moral
religiosa, pues consiste en un acto de justicia que se postula como bueno y
obligado más allá de los concretos beneficios que de hecho suele acarrear como
resultado[28]; 4) el
discurso deliberativo ejemplar, mediante el relato probatorio que, básicamente,
lo vertebra, apunta no solo a convencer acerca de la licitud o ilicitud
de una determinada conducta, sino también y sobre todo a persuadir
acerca de la conveniencia o inconveniencia de asumir dicha conducta en lo
concreto, vale decir, mueve en primera instancia al entendimiento a aceptar una
determinada verdad para, en segunda y principal instancia, mover también a la
voluntad a obrar en consecuencia; contrariamente, el discurso epidíctico o
demostrativo no endereza el relato ―no ya probatorio, sino ilustrativo, como
hemos visto― en que consiste el milagro a convencer ni a persuadir, sino a
fundar la licitud y justicia de la alabanza de la Virgen y, en todo caso, y
subsidiariamente en cuanto a sus posibles efectos perlocutivos, a reforzar la
convicción previa y plena que el público receptor ya tiene desde siempre acerca
de dichas licitud y justicia, pues no se trata el milagro de una obra
apologética ni catequística, sino devocional, y no cuenta con un horizonte de
receptores hostiles o siquiera indiferentes, ajenos a la fe cristiana, a
quienes deba convencer sobre los contenidos de dicha fe ni mover a obrar
conforme a ellos, sino con un público fiel al que basta en todo caso con
recordarle lo que ya sabe y con incitarlo a lo sumo a plegarse a esa alabanza
que, en cuanto obra devocional, ya está acabadamente cumplida en el acto de
habla del poeta.
A las señaladas diferencias entre miraculum y
exemplum ―que no todos admiten, puesto que teorizadores tan notables
como Paul Zumthor y Wolfram Krömer consideran el milagro como una especie del exemplum[29] o bien
como formas muy cercanas y asimilables[30]―,
diferencias que se anclan en la más estricta
textualidad de cada tipo de discurso, cabría añadir otras de índole
extratextual o contextual. No es este el lugar, por escaso y acotado, para
desarrollar la hipótesis que nos limitaremos apenas a mencionar, pero hasta
donde alcanza nuestra percepción del fenómeno del miraculum como especie
literaria, la cuestión debería abordarse en relación con los dos tipos de
espiritualidad, netamente diferenciados, correspondientes a la etapa monástica
y benedictina y a la etapa escolástica y mendicante de la cultura cristiana
medieval. Suele trazarse el límite entre ambas modalidades de vivir la
religión, la espiritualidad y la cultura en el paso del siglo xii al xiii;
según esto, Berceo correspondería a la etapa escolástica y mendicante, pero ya
sabemos que los cambios no se difunden de modo inmediato ni homogéneo por todos
sitios, y que nuestro autor estuvo ligado durante toda su vida a los
monasterios benedictinos de San Millán de la Cogolla y Santo Domingo de Silos.
Su temple religioso y cultural cae de lleno, nos parece, dentro de la modalidad
monástica y de la tradición benedictina. Ahora bien, si fuere menester encerrar
en una sencilla fórmula ―simplificadora, naturalmente, como toda fórmula― la
radical diferencia entre la textualidad monástico-benedictina y la
escolástico-mendicante, podría decirse que para la primera todo discurso es
primariamente oración, en tanto para la segunda es predicación.
La religiosidad monástica prefiere el silencio, pero si habla, es para hablar
antes a Dios ―o a sus santos en el cielo― que al prójimo humano y terreno; se
trata de una espiritualidad que mira más a lo alto que a lo lejos, que se
admira ante una realidad divina tenida por indubitable, por res certa, y
consecuentemente la alaba y celebra, convirtiendo todo discurso en laus[31]. El escolástico-mendicante ―sobre todo el dominico― no se propone
tanto orar cuanto predicar, no habla tanto a Dios y a los santos cuanto a los
hombres que necesitan ser convertidos y adoctrinados; hay en él una misión y un
carisma misioneros y apologéticos que no miran tanto a lo alto cuanto a lo muy
lejos que puede y debe llegar su mensaje de salvación para alcanzar a la mayor
cantidad de pecadores redimibles[32], y para ejecutar esta tarea no se recurre ya a la lectio
orante, celebratoria y laudatoria conforme a una retórica divina, sino a la quaestio
dialéctica y racional que mediante prolijos argumentos o eficaces ejemplos
probatorios intenta convencer al intelecto y mover a la voluntad del prójimo
para que este entienda, crea y obre conforme a la doctrina, doctrina no vista
ya como indudable res certa, sino como materia ―herejes, cismáticos e infieles
a la vista― de controversia, discusión y enseñanza metódica. Si el monje
benedictino ora y alaba a Dios cuando habla y escribe, el escolástico dominico
predica y adoctrina al prójimo cada vez que alza su voz o su pluma para enseñar
en la universidad, redactar un sermón o componer un tratado pro
fide; si para el temple monástico todo se dice en definitiva para Dios, y
por tanto todo constituye a la postre una alabanza, una laus[33], para el
temple escolástico todo se dice ad maiorem Dei gloriam, pero para los
hombres, y por tanto todo constituye una enseñanza, una predicación, y, si se
trata de una predicación por la narración de casos emulables o evitables, un exemplum[34]. Gonzalo de Berceo, aun viviendo y escribiendo en ese siglo xiii que ya ha asistido al nacimiento y
a la afirmación de la nueva modalidad mendicante y escolástica, pertenece
todavía por temperamento, circunstancias biográficas, formación y tradición a
la anterior modalidad benedictina y monástica, y a la luz de estas
circunstancias contextuales la definitiva conceptualización de su textualidad
como más laudatoria que ejemplar se nos antoja avalada y ratificada (Leclercq,
1964, pp. 11-18, 187-229, 276-321; 2000a, pp. 431-441; 2000b, pp. 131-148;
Pennington, 2000, pp. 223-235; Tugwell, 2002, pp. 33-47). También se explica
desde las divergentes espiritualidades monástica y escolástica el hecho de que
algunas de las historias narradas en los milagros marianos de Berceo, años más
tarde, se encuentren bajo otros ropajes y otros propósitos en el seno de
sermonarios o ejemplarios didácticos, algunos de ellos españoles como el Espéculo
de los legos y el Libro de los enxemplos por a. b. c. (Montoya
Martínez, 1981, pp. 59-74, 113; Cacho Blecua, 1986, p. 66, n. 49); esta
circunstancia, que bien podría esgrimirse en favor de la tesis de la
pertenencia del milagro al género del exemplum, en absoluto prueba ni
abona la condición ejemplar de los milagros marianos de Berceo, porque es
precisamente la diferente contextualización que aportan los respectivos marcos
narrativo-discursivos el elemento que permite ratificar como laudatoria la
funcionalidad del milagro berceano aun si admitimos la funcionalidad ejemplar
de ese mismo milagro cuando aparece colectado en un sermonario o en un espejo.
Ya hemos señalado que la fuerza ilocutiva, que permite definir el acto de habla
básico del cual procede por expansión el entero discurso de los milagros
berceanos como asertivo-laudatorio, radica en el prólogo alegórico, y que es
esta condición asertivo-laudatoria que el prólogo hace explícita, mediante las
imágenes de las aves cantoras que alaban a la Virgen y del poeta-romero que
declara su voluntad de sumarse a dicho coro, la que se transfiere a cada uno de
los microrrelatos en que consisten los veinticinco milagros y les confiere
idéntico carácter encomiástico. Así, una misma historia milagrosa de María
puede estar recogida en Berceo y en un ejemplario, con mínimas variantes
fácticas o ninguna, y retenerse en el primer caso como laus y en el
segundo como exemplum, en el primero como amplificación o ilustración
narrativa y en el segundo como prueba narrativa, a partir de la clave
interpretativa y de definición genérica que brinden los marcos o los
macrodiscursos de cada obra[35]. No hace esto sino enfatizar aún más la enorme importancia pragmática
que en los Milagros de Nuestra Señora ostenta el prólogo, que pese a
este nombre o al más frecuente todavía de introducción con los que se lo
suele identificar, no consiste en absoluto en un mero pretexto o, por
decirlo con el tecnicismo al uso, paratexto, esto es, un constructo
verbal auxiliar y subordinado a ese texto en que consiste de por sí el
discurso[36]; se trata en nuestro caso, antes bien, de la verdadera y cabal
radicación del texto, de la sede de la determinación macrotextual en que
consiste el discurso, toda vez que es en el prólogo donde se manifiesta la
fuerza ilocutiva del acto de habla básico de donde aquel surge y donde, en
consecuencia, se define acabadamente su configuración pragmática, genérica y
semántica. ¿Podemos entonces atrevernos aquí, en estricta fidelidad a lo que
acabamos de señalar, a sugerir se descarten definitivamente las habituales
denominaciones «paratextuales» y «subordinativas» de prólogo e introducción,
y se adopten otras que hagan mayor justicia a la condición capital de las
primeras cuarenta y seis cuadernas de los Milagros de Nuestra Señora,
como macrotexto o macrorrelato, o acaso, en sintonía con la
función en definitiva enmarcante y definitoria de la índole misma del discurso
que asumen dichas estrofas, narración de marco o secuencia
dominante-envolvente? Quedaría de esta manera perfectamente establecida,
sin riesgo de equívoco, la relación real que se establece entre la sección
inicial de la obra y cada uno de los veinticinco milagros que la siguen, que
operan respecto de ella como microtextos o microrrelatos, como narraciones
enmarcadas o secuencias secundarias-incrustadas[37], y como tales definen su funcionalidad pragmática y genérica a partir
de dicha subordinación: no es el prólogo el que subordina su sentido y razón a
los milagros, sino estos los que se subordinan a aquel, y no debe estorbarnos
para el establecimiento de esta subordinación inversa el dato meramente
cuantitativo de que la secuencia dominante o envolvente conste de solo 46
estrofas, y la suma de las secuencias secundarias o incrustadas ascienda en
cambio a 864; no es en la extensión de un texto, sino en su intención
e intensión, donde radican su fuerza y su sentido.
Del Texto a la
Acción
Dedicaremos nuestras conclusiones a señalar una última
y capital diferencia entre relato miraculístico y relato ejemplar, a cuya luz
pueden cobrar renovado sentido todas las previamente apuntadas; se trata de una
diferencia que ha quedado acaso sugerida o implícita en nuestros análisis de
las dos modalidades textuales, y que se refiere no tanto al texto en sí, sino
al extratexto que lo sigue o rodea, o mejor, a la cuota de energía
extratextual, de acción posible en el mundo real futuro, que ambos tipos de
texto posibilitan y generan a partir de sus respectivas y divergentes
recepciones. Se trata de una energía que es intensa y esencial en el exemplum,
y moderada y eventual en el milagro. En efecto, en el relato ejemplar, que es
parte o estrategia de un discurso deliberativo y didáctico, el cabal sentido
del texto radica fuera y después de este, en el mundo posible al cual
alude y tiende en cuanto realizable o actualizable mediante la puesta en obra
de las normas o pautas de conducta exhortadas por la historia emulable o
evitable que se narra; se trata de un sentido que, en última instancia, apenas se
incoa en el texto y en las determinaciones estructurales y sígnicas
internas de este, y se consuma y completa en la acción que el
texto exhorta, enseña, desata, instaura en el mundo de la historia real a
través de la conducta posible de sus receptores. Un texto ejemplar-didáctico fracasa
latamente en su sentido, en su razón misma de ser, si no es capaz de generar
acciones concretas ulteriores y exteriores a sí; esta afirmación, que ceñimos
nosotros al texto ejemplar didáctico, la concibe cierta hermenéutica filosófica
para todo tipo de texto, toda vez que ningún texto presenta su sentido
completo, sino en las diversas posibles acciones que dan cuenta de cómo lo han
leído, entendido y aplicado en la vida real sus distintos receptores. Es la
gran sugerencia ―que nunca llega a hacerse explícita en él, extrañamente― con
que Paul Ricoeur corona su entera textología, cuando señala que «es más allá
de la lectura, en la acción efectiva, ilustrada por las obras recibidas, donde
la configuración del texto se cambia en refiguración» (1996, p. 866), siendo
que la lectura «aparece, alternativamente, como una interrupción en el
curso de la acción y como un relanzamiento
hacia la acción» (p. 900)[38]. Es, asimismo, el principio sobre el cual Francis
Jacques construye su teoría de la «referencia suspensiva», según la cual la
realidad referida por la ficción no es el mundo real pasado ―referencia propia
del relato histórico― sino un mundo posible y virtual «en suspenso» o
«diferido» que puede ser actualizado e instaurado en la historia real futura
mediante la acción efectiva que en dicha historia real desata la lectura de la
ficción[39]. En el exemplum,
en efecto, y más que en cualquier otro tipo de texto, el sentido solo se
obtiene en plenitud si se trasciende el texto en una acción exterior y
posterior a él, ejecutada por el receptor del discurso conforme a las
instrucciones, las enseñanzas o las inspiraciones recibidas del texto, y
definida como una reconfiguración de las virtualidades de la historia narrada
en la vida real: como el personaje del relato actuó, así actúa también ―imitándolo
positiva o negativamente― el lector en su vida, y al hacerlo imprime en ella la
trama misma del relato leído, apropiándosela de una manera no solo cognoscitiva
o perceptiva, sino existencial; si este proceso ocurre, el objetivo del exemplum
se habrá cumplido y su significado habrá advenido a una completa patencia.
Muy por el contrario, en el miraculum
entendido como laus y encuadrado en el género epidíctico o demostrativo,
el sentido del texto radica en forma completa y perfecta dentro del
mismo texto, pues la fuerza ilocutiva básica asertivo-laudatoria que lo define
como acto de habla se realiza acabadamente en y por el propio
discurso. Aunque pueda contemplarse en el miraculum la eventualidad de
un efecto perlocutivo de emulación de la alabanza y el acto devocional en que
consiste por parte de algún receptor, este efecto no resulta necesario para que
el texto advenga a su sentido pleno, y si ocurre, no añade nada sustancialmente
nuevo o distinto respecto de aquello que ya es el texto de por sí, sino se
limita a reduplicar, reiterar o reforzar ―diríase― ritualmente o coralmente
la misma y única alabanza o acto devocional en que el texto del milagro
consiste. Vale decir entonces que, a diferencia del exemplum, cuyo
sentido se consuma en una acción exterior y posterior al texto y desatada por
este, en el milagro el texto mismo es de suyo una acción, sin que las
eventuales o aleatorias prolongaciones de esta acción en acciones devocionales
similares a cargo de los lectores puedan considerarse exteriores ni distintas
respecto de ella; el miraculum se nos presenta de este modo como un
enunciado performativo, como un tipo de acto verbal en el que coinciden
el decir y el hacer (Austin, 1990, pp. 41-52, 73-74, 112-113): decir que María
es loable, es loarla; narrar a la Virgen en su poder y piedad, equivale
a rendirle culto de devoción y alabanza; proclamar la justicia de ese culto, es
sin más ejecutarlo ritualmente. La radical diferencia respecto del exemplum
no puede ser más clara, porque en este la proclamación verbal de una virtud o
una norma de conducta no equivale en absoluto a ponerla en práctica, exhortar a
obrar el bien y a evitar el mal no es lo mismo que obrarlo y evitarlo
efectivamente, enseñar moral, en definitiva, no necesariamente constituye un acto moral efectivo.
Podemos, por tanto, concluir
que el exemplum es solo un decir, un texto, una pura locución
que de suyo define nada más que un orden discursivo, necesitado, para
advenir acabadamente a su sentido, de completarse y coronarse con un hacer
en el mundo extratextual, con una acción que defina un orden
operativo y entitativo; por hallarse subordinado el texto ejemplar a esta
acción extratextual, su valor no puede decirse más que instrumental.
Contrariamente, el miraculum es un decir-hacer integrado y pleno,
un texto-mundo, una locución-acción que define un condigno orden discursivo-operativo-entitativo;
por ser insubordinable y encontrarse insubordinado a nada exterior a o distinto
de sí mismo, su valor es decididamente final en el plano de la
contingencia humana y terrena, y solo admite secundariedad o relativización
respecto del objeto celestial que proclama, celebra y alaba, la Virgen María, y
a su través el propio Dios. La condición performativa, locutivo-activa y
discursivo-operativo-entitativa del relato miraculístico y laudatorio aproxima
notablemente esta especie textual a otro discurso en el que de manera eminente
el decir y el hacer se identifican, y el orden verbal constituye de por sí un
orden factual: la plegaria. En la plegaria perfecta ―y Berceo consigna alguna
muestra en su obra[40]― la palabra del orante no se distingue de la palabra del orado, la
voz humana que se eleva y pregunta o implora es, asimismo, la voz divina que
responde y concede, y por ser precisamente voz divina en íntimo diálogo con la
humana, esa palabra no se distingue en su orden discursivo del orden mismo del
mundo por ella instaurado y gobernado. Es esta máxima identificación
de orante y orado, de voz y obra humanas y voz y obra celestiales, la meta a la
que aspira el poeta-romero en el prólogo, cuando afirma que si logra cantar
como desea sus laudes a María lo tendrá como un milagro más de esta: «Terrelo
por miráculo que lo faz la Gloriosa / si guiarme quisiere a mí en esta cosa»
(46ab, p. 104). El círculo se cierra admirablemente: el texto miraculístico
juega su sentido y razón entre los polos de sus dos locutores, el terrenal, que
emite los verba, y el celestial, que emite las res por aquellos
referidas, pero incluso los verba se revelan al cabo, y en definitiva,
como obra de María, que las inspira a la manera de otro milagro, porque en el
discurso laudatorio ―que, por serlo, es también orante― verba y res
no se distinguen sino se identifican en la plenitud de la
textualidad-mundanidad, la locución-acción, el decir-hacer.
Referencias
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[1] Doctor en Letras por la Universidad
Católica Argentina (UCA), en la cual se desempeña como Profesor Titular
Ordinario y Director del Departamento de Letras. Investigador Independiente del
CONICET.
Correo
electrónico: jrgonzalez@conicet.gov.ar
Fecha de recepción: 23-09-2011. Fecha
de aceptación: 25-10-2011.
Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 192-225.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.
[2] «El significado del milagro
será la experiencia que el oyente o lector saque con miras a su comportamiento,
pues son obra de tesis y no de arte por el arte. Berceo repite en la
Introducción y en cada final de milagro su moraleja […]. Si a quien tenemos que
mirar es a la Virgen, los milagros son dogma; pero si miramos a los hombres,
los milagros son moral. Los Milagros son ejemplos medievales» (Rozas
López, 1976, pp. 17-18); «Así, el protagonista es siempre un hombre al que le
suceden una serie de cosas que le sirven al lector de enseñanza.
Literariamente, pues, los milagros están fuertemente emparentados con los exempla
medievales y la literatura hagiográfica moralizante. Son una variante del
género cuento. Y en la literatura francesa aparecen mezclados con ejemplos y
hasta con fabliaux» (p. 18).
[3] «Gonzalo de Berceo en los Milagros de Nuestra Señora está utilizando un género hagiográfico y didáctico: el exemplum hagiográfico y moralizante. […] Berceo, en la obra que analizamos, busca un terreno adecuado, el del exemplum, para conseguir una mayor persuasión del ¿lector?, del ¿oyente?, al que se dirige» (Romera Castillo, 1981, p. 155); «Lo cierto es que los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo se pueden considerar como una especie ―la colección de milagros marianos―, integrada dentro de la tipología de los exempla dentro del género narrativo moralizante […]. Cada milagro sería […] una personificación de un tipo moral; en este caso negativa: los lectores y oyentes no deben hacer las fechorías que, en general, se plasman en los ejemplos de Berceo, sino corregirse de ellas y tener devoción siempre a la Virgen Nuestra Señora» (p. 157). Adviértase la falla evidente de estos asertos, ya que de la lectura de los milagros no se desprende en absoluto que no deban cometerse las fechorías relatadas sino, por el contrario, que sí se debe ejercer la devoción a María; lo que queda en claro es que puede el lector o auditor con total impunidad y libertad cometer cuanta fechoría se le ocurra con tal de que sea, al mismo tiempo, devoto de María, pues de ella obtendrá su perdón y salvación. Esta simple y fácil observación hace caer irremisiblemente la tesis del milagro como relato ejemplar por norma negativa.
[4] Cacho Blecua admite la posibilidad de una mixtura de lo
laudatorio y lo ejemplar en el milagro, pero se inclina por conceder mayor peso
relativo a lo segundo: «Según J. Montoya, frente a la leyenda, la estructura
del milagro está en función de la laudatio y no de la imitatio.
Sin embargo, a mi juicio, ambos aspectos no son excluyentes. Con la presencia
de unos testigos se amplía la tendencia del texto hacia la alabanza […]. Estos
personajes elogian las cualidades de quien ha realizado un milagro, pero
también pueden deducir otras consecuencias adicionales […]. Se propone también
una mayor devoción, imitación de las relaciones entre los protagonistas y
María. […] La imitación de los personajes, salvo en el caso de los
protagonistas enteramente positivos, no radica en sus actos sino en su
“religiosidad”» (1986, p. 60); «Las técnicas retóricas, la utilización del
narrador, las glosas morales, pero, especialmente, las conclusiones didácticas
sobre las que se proyecta el relato impiden
cualquier equiparación [entre el milagro y el cuento folklórico]. Por el
contrario, sus características más singulares, brevedad, didactismo,
posibilidad de interpretación alegórica, autenticidad, inserción en un conjunto
más amplio, enseñanza placentera, los sitúan en el panorama del exemplum»
(p. 65); «Desde el horizonte de expectativas de un recolector de exempla,
los milagros pueden incorporarse sin ninguna variación que los diferencie. […]
Como hemos ido analizando, el milagro tiene unos rasgos idénticos a los de los exempla
y algunas características que nos permiten distinguirlos como subgrupo dentro
de esta gran corriente» (p. 66).
[5] «En consecuencia el milagro
literario puede denominarse género literario autónomo, en tanto en cuanto,
como dice Jauss, está constituido por un conjunto de características y de
procedimientos en orden a una función, así como también en cuanto que tiene
ese origen conocido y tradición literaria que ha ido consolidándolos
desde las Acta Martyrum hasta Adgar, Gautier de Coinci, Berceo y Alfonso
X. Unidades literarias que,
insertas en colecciones, ofrecen una tectónica muy particular que
facilita la lectura de los mismos, sobre todo, si se tiene en cuenta las
características del público al que iban dirigidos» (Montoya Martínez, 1981, pp.
49-50). «De ahí que, como escolar y miembro de la clerecía del momento, al
proponerse alabar a María en sus acciones maravillosas, [Berceo] recurra al
discurso demostrativo o epidíctico, cuyo objetivo era o bien el elogio o bien
el vituperio de un personaje» (2000-2001, p. 24); «El “milagro literario” hay
que considerarlo, por tanto, como un discurso demostrativo o epidíctico,
escrito en “rima” ―en cuaderna vía, más concretamente― cuya narración ―breve y
clara― es verosímil, siempre que se enmarque dentro de la fe o certidumbres del
hombre medieval […]. Una narración que entra dentro del género épico al ser un
hecho memorable, que se acentúa con la excepcionalidad para obtener la laus
del personaje intercesor, María, dentro del discurso epidíctico» (p. 37).
[6] Como Cacho Blecua, también Diz
admite una mixtura de laudabilidad y ejemplaridad en el milagro, pero en tanto
aquel hacía caer el peso mayor del lado del exemplum, esta lo hace caer
del lado de la laus: «Porque los dos efectos postulados, el del
didactismo y el del encomio, son casi indistinguibles: ¿qué es imitar la
religiosidad de los devotos de María ―efecto del didactismo― si no admirarla y
cantar sus alabanzas ―actividad epideíctica―?» (1995, p. 26); «El texto
didáctico propone una lectura no literal, confía siempre en que el lector hará
las transposiciones adecuadas de lo que el ejemplo le propone […]. Berceo, en
cambio, propone una lectura literal de sus milagros. Los relatos exigen un modo
de leer representativo y no alegórico; esto es, piden que la interpretación se
detenga, de algún modo, en el nivel literal de los milagros de María, sin que
estos se conviertan en signo obligado de otra cosa. En forma indirecta pero
eficaz, la alegoría que les sirve de prólogo es señal hermenéutica que
prescribe la lectura literal de los milagros» (p. 27); «Desde luego, la
orientación moralizante y el deseo de instruir deleitando están presentes en la
concepción misma de la literatura en la Edad Media. Pero sobre esa base común,
creo […] que el elogio es, en los Milagros, la función dominante a la
cual se subordina la enseñanza. La alegoría del prado, encomio que prologa y
abarca a los milagros, les imprime además, inequívocamente, su sello
epideíctico» (pp. 29-30).
[7] Fernando Baños Vallejo opone
el milagro mariano, fundado en una intención laudatoria, al milagro del relato
hagiográfico, que incluye mayores cuotas de ejemplaridad y didactismo: «[…] las
vidas de santos ofrecen un modelo de comportamiento cuya bondad se manifiesta
en los prodigios; las colecciones de milagros exaltan repetidamente la
capacidad de María, en este caso, como intercesora, así que caen más en el
campo del dogma que en el de la ejemplaridad moral, y cuanto más pecador sea el
beneficiario del milagro y más extrema la situación de la que es salvado, mayor
será la admiración del público y la consiguiente alabanza. Imitatio
frente a laudatio, […] así que la auténtica diferencia funcional es que
mientras las colecciones de milagros están orientadas a ese fin encomiástico
que estimula la devoción, las vidas de santos poseen una doble finalidad, esa
misma de alabanza y, fundamentalmente, la ejemplaridad, a la que responde toda
su construcción. En resumidas cuentas, las diferencias estructurales y
funcionales invitan a considerar la hagiografía y las colecciones de milagros
como géneros distintos, si bien muy cercanos» (1997, p. xlviii); «Se puede afirmar por tanto que las colecciones de
milagros y la hagiografía son formas literarias distintas, pues las primeras
carecen de la función de ejemplaridad, que viene dada por la
introducción de los milagros como efecto de una vida modélica. Lo que no puede
afirmarse es que la alabanza sea finalidad específica del milagro
literario, pues la hagiografía también presenta innegables elementos
encomiásticos» (Baños Vallejo, 2003, p. 76; cfr. también pp. 71-76).
[8] «Tria genera sunt causarum,
quae recipere debet orator: demonstrativum, deliberativum, judiciale.
Demonstrativum est, quod tribuitur in alicujus certae personae laudem vel
vituperationem. Deliberativum est in consultatione, quod habet
in se suasionem et dissuasionem. Judiciale est, quod positum est in
controversia et quod habet accusationem aut petitionem cum defensione» (Rhet. ad
Her. I, ii, 2, p. 4).
[9] Tanto los conceptos de acto ilocutivo y acto perlocutivo como las nociones generales de la teoría de los actos de habla que aquí se retomen proceden, naturalmente, de la formulación clásica de John L. Austin, quien distingue en cada enunciado lingüístico tres actos o modos de «hacer algo» mediante dicho enunciado. Hay en primer término un acto locutivo, consistente en el decir una cadena de sonidos (acto fonético) organizados en palabras construidas según determinada morfología (acto fático) y portadoras de un sentido y una referencia determinadas (acto rético); pero al realizar este acto locutivo el hablante realiza eo ipso un segundo acto, llamado ilocutivo, que expresa la intención del emisor y consiste según los casos en preguntar, advertir, pedir, felicitar, sugerir, etc. mediante el primer acto locutivo que simplemente enunciaba algo; en tercer y último lugar, existe un acto perlocutivo, consistente en las consecuencias o efectos que el decir algo desata sobre los pensamientos, sentimientos o acciones del receptor y/o del emisor. El acto ilocutivo se realiza al decir algo, y el perlocutivo se realiza porque se ha dicho algo. El acto locutivo posee significado, el ilocutivo posee fuerza, el perlocutivo posee efectos. Si digo a un alumno al cabo de un examen «entregue lo que ha escrito», realizo un acto locutivo cuyo significado es que «el alumno A debe entregar su escrito B» y cuya referencia es «alumno A» y «escrito B»; pero al decir eso realizo también un acto ilocutivo cuya fuerza es «ordenar» o «pedir», y porque he dicho eso realizo asimismo un acto perlocutivo cuyos efectos son en primer término «convencer» y «persuadir», y finalmente «conseguir materialmente que el alumno A me entregue su escrito B» (Austin, 1990, pp. 138-168).
[10] Las ideas de poder y piedad,
entendidas como dos ejes opuestos complementarios de verticalidad y lejanía y
de horizontalidad y cercanía que pautan las relaciones de Dios con los hombres,
definen el sentido global de los Milagros y vertebran la estructura
misma de su medular prólogo, según queda expresado en los versos con que este
se abre y se cierra: «Amigos e vassallos de Dios omnipotent» (1a, p. 87; amigos
de Dios: relación horizontal de cercanía y piedad; vasallos de Dios:
relación vertical de lejanía y poder); «Madre plena de graçia, Reýna poderosa,
/ tú me guía en ello, ca eres piadosa» (46cd, p. 104; todas nuestras
referencias remiten a la edición de Juan Carlos Bayo e Ian Michael de 2006). El
sustantivo piedad significa en su acepción primera «virtud que inspira,
por el amor a Dios, tierna devoción a las cosas santas, y, por el amor al
prójimo, actos de amor y compasión» (DRAE, ii,
p. 1755), pero tanto en el castellano actual como en el de Berceo vale asimismo
por «lástima, misericordia, conmiseración» (Covarrubias, 1943, [art. «Piedad»],
p. 1755). El sentido global del prólogo y de los enteros Milagros
conforme a la dinámica binaria y ortogonal que acabamos de sintetizar aquí
exige, precisamente, conferir a la piedad y al piadosa de Berceo
los significados de «misericordia» y «misericordiosa». No podemos detenernos en
la explicación detallada de la aludida dinámica, verdadera muestra del genio de
Berceo para trasladar al plano de la estructura narrativa y alegórica un
contenido teológico-doctrinal (cfr. González, 2009, 19-41; y 2011, en prensa).
[11] Las alabanzas a María en cuanto
poderosa y piadosa, a la vez realizadas por el poeta en su acto de poetizar e
inducidas en el potencial receptor de dicho acto como conducta exhortada,
constan al cabo de varios milagros de la colección: cfr. estrofas 73-74, 115,
158-159, 181, 280, 304, 316, 329, 374-376, 411-412, 430, 497-499, 582, 620-624,
744-747 [908-911], 910-911 [865-866]. Solo a título de ejemplo: «Madre tan
piadosa siempre sea laudada, / siempre sea bendicha e siempre adorada, / que
pone sus amigos en onrra tan granada, / la su misericordia nunqua serié asmada»
(«El nuevo obispo», 316, p. 182). En algún caso, la alabanza se resuelve dentro
de la diégesis, esto es, forma parte de la parte narrativa y se pone en boca de
los actantes del relato miraculístico, como ocurre en «El parto en la marea»
(453-460, pp. 223-225); tanto en este caso como en otros milagros la alabanza
final se construye directamente en segunda persona, tomando a la Virgen por
alocutaria, con lo cual se está en presencia de una cabal plegaria («La iglesia
robada», 744-747 [908-911], p. 293; «Teófilo», 910-911 [865-866], p. 329), pero
aun en los casos en los que se alaba a María en tercera persona y no se dirige
el poeta directamente a ella, el carácter orante propio de toda laus
sagrada resulta evidente («El romero náufrago», 620-624, pp. 263-264).
[12] El concepto de superestructura
se define, para Teun van Dijk, como la estructura global que caracteriza el tipo
de un texto, independientemente de su contenido semántico ―definido este como macroestructura:
«Para decirlo metafóricamente: una superestructura es un tipo de forma de
texto, cuyo objeto, el tema, es decir: la macroestructura, es el contenido
de un texto […]. Es decir que la superestructura es una especie de esquema
al que el texto se adapta» (Van Dijk, 1992, pp. 142-143).
[13] Como
habrá ocasión de señalar más adelante, cabe más la calificación de ilustración
narrativa para el relato milagroso que las de prueba o argumento
narrativos. Estas dos últimas categorías resultan propias de la retórica
clásica y deben diferenciarse entre sí, pues si bien se emplean en ocasiones
los términos probatio y argumentatio como relativamente
sinónimos, en otras la probatio se usa, exclusivamente, para el género y
el argumentum y el exemplum para dos especies distintas de
prueba, según provengan, respectivamente, de una fuente interior a la causa
mediante raciocinio y deducción, o exterior a ella mediante la narración de
hechos reales o ficticios ―res gestae aut ut gestae— (Lausberg, 1966:
Vol. I, § 366, p. 307; § 410, p. 349; Quintiliano, Inst. Or., V, x, 11, Vol. III, p. 130; V, xi, 1-6, Vol. III, pp. 162-164). Queda
claro que el milagro, entendido como el relato de sucesos ocurridos por obra e
intercesión de la Virgen, no constituye un argumento abstracto mediante
raciocinio y deducción en favor de la condición poderosa y piadosa de María,
pero tampoco es en rigor una prueba de dicha condición mediante la narración de
un hecho real o tenido por real que se postule como producto demostrativo de
dicha condición, puesto que el ser poderoso y piadoso de la Virgen es una res
certa que nunca ha estado en duda ni necesita probarse, sino apenas ilustrarse
o enfatizarse mediante el milagro.
[14] «De entre estos personajes secundarios, señalaré al beneficiario, cuya carencia, necesidad física, enfermedad o muerte, provocará la acción intercesora de María. Una de las características de este beneficiario en gran número de los milagros de Berceo es, precisamente, su pasividad, su no implicación previa. […] El personaje que de entre todos los actantes resulta ser principal es sin duda la Virgen» (Montoya Martínez, 2000-2001, p. 31, n. 30); «Como acabamos de decir, en los milagros marianos se da un desplazamiento del protagonismo de la narración. Ya no es el necesitado quien pide la actuación de María ―solo hay dos súplicas; una la de la abadesa, otra la de Teófilo―, es María quien movida de su amor misericordioso actúa. […] El beneficiario en estos casos es un sujeto pasivo que, al menos en diecinueve de los veinticinco milagros, recibe, contra todo pronóstico y pese a la falta de expectativa, el efecto milagroso» (p. 33). Montoya Martínez tiene razón al señalar a María como principio agente de la historia y motor de la acción, pero sus cómputos fallan, pues hay muchísimas más súplicas en Milagros que las de Teófilo y la abadesa (cfr. González, 2008, passim).
[15] «La actitud del lector propuesto por los Milagros puede describirse de dos modos muy diferentes, según se escojan como protagonistas la Virgen o los devotos. Si se piensa en el protagonista humano […], no es difícil afirmar el didactismo: los relatos invitan a imitar la religiosidad de la mayoría ―exempla emulanda― y a evitar la falta de amor de los pocos que resultan castigados ―exempla vitanda―, y despiertan los sentimientos propios del género deliberativo ―el miedo o la esperanza―. Si, en cambio, entendemos que María es la protagonista de todos los relatos, la admiración y el amor de la Virgen, más que la imitación de sus devotos, será el sentimiento predominante y, en consecuencia, tendremos que afirmar que el elogio es la fuerza unificadora de la obra» (Diz, 1995, p. 26).
[16] La Virgen es destinataria, no alocutaria del discurso; el locutor emite su enunciado para que María lo reciba, mas no siempre se dirige a ella mediante marcas deícticas expresas ni la convierte por tanto en interlocutora formal del circuito dialógico: «Definiamo destinatario la persona che, secondo il desiderio del locutore, debe percepire il testo che sta enunciando. Con questo ruolo troviamo sempre l’allocutore (non è concepibile, infatti, un allocutore che non sia anche destinatario), ma molte volte anche altre persone: con il ruolo di destinatario passivo troviamo spesso un testimone della conversazione, che non ha la possibilità né il diritto di intervenire; è perché venga sentito (anche) da questo destinatario che il locutore emette le sue frasi […]; il destinatario passivo non assiste necessariamente alla conversazione: il locutore comunica all’allocutore un certo messagio perché indirettamente ne venga a conoscenza una terza persona, un gruppo di persone […]» (Stati, 1982, p. 18; cfr. también p. 42).
[17] Si en la base de la alegoría prologal se encuentra la matriz metafórica que identifica el prado con María, por detrás de esta metáfora, a partir de la cual se expande la entera alegoría, opera, asordinada pero innegable, la fuerza de una metonimia que identifica cada uno de los diversos elementos del prado-María con Cristo, última y única referencia de toda alegoría rectamente cristiana, de modo tal que la Virgen obra siempre, tanto en el plano teológico y doctrinal como en el poético e imaginal, in loco Christi. Nos ocupamos de describir las distintas modalidades de la metonimia de María por Cristo en González, 2010, pp. 137-150.
[18] También Alfonso el Sabio expresa abiertamente que el propósito de sus cantigas ―de todas ellas, no solo de las tradicionalmente consideradas de alabanza y distinguidas de las narrativas― es encomiástico: «E o que quero é dizer loor / da Virgen, Madre de Nostro Sennor» (Prólogo, 15-16, p. 93), y en similares términos se manifiesta Gautier de Coinci: «A la loenge et a la gloire / […] de la roine et de la dame […], / Miracles que truis en latin / translater voel en rime et metre» (Prólogo I, 1, D 1, vv. 1, 3, 6-7); «A la loenge de la rose […], / de la vierge, de la pucele» (Prólogo II, 1, D 53, vv. 14, 17). El carácter básicamente laudatorio del discurso miraculístico mariano de las tres colecciones en lengua romance más importantes del Medioevo queda así sentado por sus propios autores sin mayor margen para dudas.
[19] Incluso este único caso, en el que Berceo parece inclinarse por una solución ejemplarizante más que laudatoria, el elogio y la plegaria regresan sobre el final del milagro ―y de toda la obra, si admitimos la ordenación que postula a «Teófilo» como último relato de la serie―, dado que después de la exhortación didáctica («Sennores, tal miráculo qual avedes oído / non devemos por nada echarlo en oblido […]. // Nós en esto podemos entender e asmar / quanto val penitençia, qui la sabe guardar […]. // Amigos, si quisiéssedes vuestras almas salvar, / si vós el mi conseio quisiéredes tomar, / fech conffessión vera, non querades tardar, / e prendet penitençia, pensatla de guardar», 904ab, 906ab, 908 [859ab, 861ab, 863], pp. 328-329), un par de cuadernas retoman el propósito de encomio y oración: «La Madre gloriosa de los Çielos Reína, / la que fue a Teófilo tan prestable madrina, / Ella nos sea guarda en esta luz mezquina / que caer non podamos en la mala rruina. Amen. // Madre, del tu Gonçalvo sey rremembrador, / que de los tos miraglos fue enterpretador; / Tú fes por él, Sennora, preçes al Criador, / ca es tu privilegio valer a peccador. / Tú li gana la graçia de Dios Nuestro Sennor. Amen» (910-911 [865-866], pp. 329-330).
[20] «El caso modelo y denominativo [de genus deliberativum] es el discurso político pronunciado ante la asamblea popular, en el que el orador recomienda una acción futura o la desaconseja, y ello conforme a la alternativa de cualidad utile/inutile propia de este genus. […] La acción futura puede ser la legislación o una acción externa que influye de manera efectiva en el curso de la historia. […] Por tanto, su cualidad fundamental (qualitas) es el ius (aequitas), al que se agrega con otros grados de cualidades la cualidad utile propia del genus deliberativum. Así, pues, una ley puede recomendarse sea aceptada a causa de su aequitas en el cuadro de las leyes existentes y en razón de su utilidad en el sentido de la situación y del bien común» (Lausberg, 1966, Vol. I, § 224, p. 203; cfr. asimismo §§ 228-237, pp. 205-211; cfr. Quintiliano, Inst.Or. III, viii, 1-70, Vol. II, pp. 196-213).
[21] «Par le mot exemplum, on entendait, au sens large du terme, un récit ou une historiette, une fable ou une parabole, une moralité ou une description, pouvant servir de preuve à l’appui d’un exposé doctrinal, religieux ou moral. […] Il devait renfermer trois éléments essentiels, à savoir: un récit ou une description, un enseignement moral ou religieux, une application de ce dernier à l’homme» (Welter, 1927, pp. 1-3); «[L’exemplum est] un récit bref donné comme véridique et destiné à être inséré dans un discours (en général un sermon) pour convaincre un auditoire par une leçon salutaire» (Brémond, 1982, pp. 36-37); «El exemplum tiene valor de prueba, pero ―otra vez apunta la paradoja― de por sí no aporta la prueba de nada. Dicho de otra manera, quien da un ejemplo, no aduce una prueba, sino que se la inventa y le confiere un carácter probatorio que en modo alguno posee. El error suele consistir en pensar que el exemplum medieval ilustra una ley cuando en realidad lo que hace es promulgarla» (Bravo, en línea).
[22] Quintiliano admite que en determinados casos el elogio puede entrañar cierto carácter probatorio, por ejemplo cuando se encomia a Rómulo por ser hijo de Marte y no haber tenido a menos por ello el ser amamantado por una loba, lo cual prueba indirectamente su estirpe divina: «Vt desiderat autem laus, quae negotiis adhibetur, probationem, sic etiam illa, quae ostentationi componitur, habet interim aliquam speciem probationis, ut qui Romulum Martis filium educatumque a lupa dicat, in argumentum caelestis ortus utatur his» (Inst. Or. III, vii, 4-5, Vol. II, pp. 189-190). Con todo, se trata de una fuerza probatoria tan ocasional, indirecta y débil frente a la dominante intención laudatoria que el discurso no llega nunca a erigirse en mixto o compuesto deliberativo-demostrativo, sino permanece y se reafirma siempre y solo como lo último.
[23] «La ilustración difiere del ejemplo debido al
estatuto de la regla que utilizan para fundarla. Mientras que el ejemplo se
encarga de fundamentar la regla, la ilustración tiene como función el reforzar
la adhesión a una regla conocida y admitida, proporcionando casos particulares
que esclarecen el enunciado general, muestran el interés de este por la
variedad de las aplicaciones posibles, aumentan su presencia en la conciencia»
(Perelman & Olbrechts-Tyteca, 1989, p. 546). En nuestro caso, resulta
evidente que el enunciado general que vienen a esclarecer o a ilustrar
los veinticinco milagros de la colección radica en el prólogo.
[24] «Est hoc simile illi quod emphasis dicitur: sed illa ex verbo, hoc ex re coniecturam facit, tantoque plus ualet quanto res ipsa uerbis est firmior» (Quintiliano, Inst. Or. VIII, iv, 26, Vol. V, p. 93); «La ratiocinatio es una amplificatio indirecta por medio de la coniectura, a base de las circunstancias que acompañan al objeto mentado; esas circunstancias son las que se amplifican. Con ello se le sugiere al público el raciocinio (ratiocinatio), no desarrollado expresamente, acerca de la grandeza del objeto en cuestión» (Lausberg, 1966, Vol. I, § 405, p. 343).
[25] El poeta demuestra un alto
grado de conocimiento técnico musical en su descripción del canto de las aves:
«Iaziendo a la sombra perdí todos cuidados, / udí sonos de aves dulçes e
modulados; / nunqua udieron omnes órganos más temprados, nin que formar
podiessen sonos más acordados. // Unas tenién la quinta e las otras doblavan, /
otras tenién el punto, errar no las dexavan; / al posar, al mover, todas se
esperavan, / aves torpes nin rroncas hi non se acostavan» (7-8, p. 89); «Las
aves que organan entre essos fructales, / que an las dulçez vozes, dizen cantos
leales, / éstos son Agustino, Gregorio, otros tales, / quantos que escrivieron
los sos fechos rreales. // Éstos avién con Ella amor e atenençia, / en laudar
los sos fechos metién toda femençia; / todos fablavan d’Ella cascuno su
sentençia, / pero tenién por todo todos una creençia» (26-27, p. 96). La
referencia tanto a la modulación cuanto a los sonos acordados, la
quinta, el duplo, el punto y el organar remite a la
primitiva forma polifónica medieval desarrollada en Occidente entre los siglos ix y xiii,
cuyo profundo simbolismo de unidad de lo diverso, de e pluribus unum,
subraya aquí la idea de que las excelencias de María ―la única melodía objeto
del canto, la creençia de todos― se define a partir de la armonización
de las distintas sentençias cantadas por cada ave, esto es, cada uno de
los veinticinco milagros narrados.
[26] Jesús Montoya Martínez habla de una tensión laudatoria que organiza el entero texto del milagro y subordina a todo otro elemento constitutivo (1981, p. 101).
[27] Llama la atención que José Romera Castillo, firme defensor del carácter ejemplar de los milagros marianos de Berceo, advierta con claridad la diferencia entre la única virtud exhortada de estos y las múltiples de las colecciones de exempla al estilo de El Conde Lucanor, y, sin embargo, esta comprobación no lo lleve a rever su teoría de que el miraculum equivale sin más al exemplum: «Los exempla de Berceo son hagiográficos ―exaltación de la Virgen María―, su objetivo es monotemático aunque se base en casos pluritemáticos y la enseñanza propuesta viene en una doble vertiente en general: no hagáis lo que hizo x (implícitamente), sino tener devoción ilimitada en Nuestra Señora (explícitamente). Don Juan Manuel, por su parte, escribe su texto para la conservación de un estado ―el defensor, al que Lucanor pertenece―, con un carácter laico […] y unos objetivos pluritemáticos ―pasa revista a diferentes actividades de la vida del Conde―, que sintetiza explícitamente en unos viessos sentenciales en los que plasma la moraleja propuesta» (1981, p. 158). Más allá de nuestra medular discrepancia con Romera Castillo en la catalogación genérica de los milagros, nos permitiremos aquí corregir la errada superestructura que propone para el discurso miraculístico, cuya adecuada reducción a su acto de habla básico ―aun concediéndole una fuerza exhortativa que para nosotros, como queda dicho, no es la que define primariamente la ilocución del enunciado― sería: «Haced también vosotros, si no podéis evitarlo, lo que hizo x, con tal que tengáis devoción ilimitada a María».
[28] «De este modo, las colecciones de milagros presentan un contenido más o menos homogéneo y una finalidad específica, frente a lo heterogéneo e inespecífico del exemplum. Porque si este se define por su carácter didáctico, el ideal que propugna, globalmente considerado, no es el de la santidad o la devoción, sino el de la astucia y la prudencia; y no se trata ya de que la materia de muchos exempla sea pagana o de origen oriental, sino sobre todo de que en ocasiones su enseñanza llega a soslayar los principios de una ética natural, más allá de la moral cristiana, como cuando defiende el engaño o el egoísmo» (Baños Vallejo, 1997, p. l; cfr. 2003, p. 71).
[29] Para Zumthor integran de derecho el género de los exempla «dans une certaine mesure, les diverses collections de Miracles de Notre-Dame» (1972, p. 394), y añade acerca de los milagros: «Je ne saurais toutefois partager son opinion [de Uda Ebel] que ceux-ci constituent un “genre”» (p. 394).
[30] «Como narración corta, el milagro está muy cerca del ejemplo por su finalidad, que es también adoctrinar. Pero, en cuanto narración […] goza esencialmente de su propia independencia» (Krömer, 1979, p. 41). Si bien Krömer reconoce al milagro su independencia formal, al atribuirle una función doctrinal similar a la del ejemplo acaba en la práctica asimilándolo a este.
[31] Ya en la regla de San Benito la normativa acerca de las lecturas semanales en el refectorio estipula que la siguiente fórmula, prueba inequívoca del carácter principalmente laudatorio y orante de toda lectura ―y de toda escritura― monásticas, debe ser dicha por el lector y repetida por todos al inicio: «[…] dicatur hic versus in oratorio tertio ab omnibus, ipso tamen incipiente: ‘Domine, labia mea aperies, et os meum adnuntiabit laudem tuam’; et sic accepta benedictione ingrediatur ad legendum» (Regula monachorum S. Benedicti, xxxviii, 3-4, en línea).
[32] Las constituciones de 1220 de la Orden Dominica incluyen una declaración que reza: «Nuestra orden es conocida por haber sido fundada desde el principio para la predicación y la salvación de las almas, y nuestros esfuerzos deben dirigirse principal y entusiastamente al servicio de las almas de nuestro prójimo» (apud Tugwell, 2002, p. 33); «[…] para quien tiene el carisma de la predicación, la predicación debe tener prioridad sobre toda otra práctica espiritual, aun la oración y la celebración de los sacramentos. Sería un error que tal persona se abstuviera de predicar y prefiriera la vida tranquila del convento […]; la doctrina tradicional vinculaba el mérito con la gracia infusa de la caridad, pero la caridad se expresa precisamente en la preocupación por ser útil a los otros. Predicar es, en sí mismo, un acto que brota de la caridad. Domingo ansiaba volcarse totalmente a la salvación del prójimo, creyendo que solo así sería realmente un verdadero miembro del Cuerpo de Cristo» (Tugwell, 2002, p. 34).
[33] La misma concepción del relato histórico, incluida en este la especie de las historias milagrosas, revela la idea monástica de que los hechos narrables y narrados por la crónica histórica deben entenderse como gesta Dei cuya escritura y lectura constituyen modos de alabanza al Autor de tales hechos. Así lo expresa Pedro el Venerable: «Cumque dicat Deo divinus psalmus: “Confiteantur tibi, Domine, omnia opera tua (Psal. cxliv)”; hoc est laudare de omnibus operibus tuis, quomodo de illis operibus Deus laudabitur quae nesciuntur? Quomodo ab his, qui ea non viderunt, scientur, nisi dicantur? Quomodo in memoria recedentium et succedentium temporum permanere poterunt, nisi scribantur? et cum omnia sive bona, sive mala, quae vel volente vel permittente Deo in mundo fiunt, ipsius glorificationi, et Ecclesiae aedificationi inservire debeant, si ea homines latuerunt, quomodo de his aut Deus glorificabitur, aut Ecclesia aedificabitur?» (De miraculis, PL, Vol. 189, col. 908B). Idénticos conceptos sobre el valor laudatorio de la crónica histórica entendida como relato de los hechos de Dios consigna Oderico Vital: «Ad laudem Creatoris et omnium rerum iusti Gubernatoris chronographia pangenda est» (apud Leclercq, 1964, p. 194, nota 23). Las vidas de santos, la historia de los milagros de los electos de Dios, son concebidas asimismo, más allá de sus posibles efectos didácticos, como parte de una alabanza cultual: «En estas leyendas aparece más claramente que en cualquier otra parte el doble fin del relato histórico, que es no solo instruir y exhortar con la evocación de las grandes acciones cristianas, sino también glorificar a Dios en el acto mismo del culto en el que será leído el texto. […] El deseo de alabar a Dios en sus santos lleva a la exageración; todo se hace admirable, y el relato se convierte en panegírico» (Leclercq, 1964, p. 200). En este marco espiritual, la misma teología, la ciencia de Dios, se concibe como oración, como admiración y como alabanza antes que como un conjunto de proposiciones demostrables o argumentables, según ocurrirá más tarde con los escolásticos: «Según la tradición, la theologia es una alabanza de Dios, y el theologus es un hombre que habla a Dios. La fórmula de Evagrio vale para todas las épocas: “Si eres teólogo, orarás verdaderamente, y si oras verdaderamente, eres teólogo”. El teólogo es un hombre que ora, por decirlo así, sobre la verdad, en quien la oración está tejida de verdad. […] La teología monástica es una teología admirativa, y por eso, supera a la teología especulativa» (pp. 276-277). En síntesis, concluye Leclercq, todo producto cultural, todo arte, toda literatura, toda ciencia, todo texto escrito o leído, se enderezan a la liturgia y al culto y se obran o pronuncian como plegaria de alabanza a Dios: «Lo que Suger ha hecho en el campo de la arquitectura y de las artes decorativas, otros lo han hecho en el campo de la literatura; todos han tratado de emplear para la oración y la alabanza divina los recursos de la cultura. […] La liturgia es, a la vez, el reflejo de una cultura y su coronamiento. […] En el culto, todos esos recursos alcanzaban plenamente su fin, eran restituidos a Dios en un homenaje en el que se reconocía que venían de él. Acción de gracias, eucaristía, teología, confessio fidei, todos esos términos expresaban, en la tradición monástica, aspectos apenas diferentes de una misma realidad. En la liturgia, la gramática se elevaba al nivel de una realidad de orden escatológico, al tener parte en la alabanza eterna, que los monjes, asociados a los ángeles, comenzaban a dar a Dios en el coro de su abadía, y continuarían en el cielo. En la liturgia se concilian perfectamente el gusto por las letras y el deseo de Dios» (pp. 300-301).
[34] «En el siglo xiii, las conclusiones del Concilio de Letrán (1225), que recomiendan a los prelados una mayor atención a la instrucción del pueblo, impulsarán decisivamente la renovación del discurso homiliético, a cuya modernización contribuirán singularmente las órdenes mendicantes con su intensa labor predicadora y teorizadora, labor de la que son testimonio las compilaciones de exempla y los tratados que sobre su utilización florecieron a lo largo de los siglos xiv y xv. Del exemplum medieval ha podido decirse así y con razón que representa, dentro de la historia de Occidente y dos siglos antes de que se inventara la imprenta, el instrumento de lo que fue el primer intento por instaurar y desarrollar una auténtica “cultura de masas”» (Bravo, en línea).
[35] «[…] un exemplum es una estructura semántica incompleta que solo se resuelve en el contexto enunciativo en que se utiliza. Fuera de contexto, un exemplum no es ni moral ni inmoral, y puede incluso decirse que ni siquiera es ejemplar» (Bravo, en línea).
[36] Según la definición canónica de Genette, la
paratextualidad consiste en «la relación, generalmente menos explícita y más
distante, que, en el todo formado por una obra literaria, el texto propiamente
dicho mantiene con lo que solo podemos nombrar como su paratexto:
título, subtítulo, intertítulos, prefacios, epílogos, advertencias, prólogos,
etc.; notas al margen, a pie de página, finales; epígrafes; ilustraciones;
fajas, sobrecubierta, y muchos otros tipos de señales accesorias, autógrafas o
alógrafas, que procuran un entorno (variable) al texto y a veces un comentario
oficial u oficioso» (1989, p. 11); «[…] el paratexto, bajo todas sus formas, es
un discurso fundamentalmente heterónimo, auxiliar, al servicio de otra cosa que
constituye su razón de ser: el texto […]: siempre un elemento de paratexto está
subordinado a “su” texto, y esta funcionalidad determina lo esencial de su
conducta y de su existencia» (2001, p. 16).
[37] «La secuencia dominante es aquella que se manifiesta con una presencia mayor en el conjunto del texto. La secuencia secundaria es aquella que está presente en el texto sin ser la dominante. Si la dominante se constituye como el marco en que otras secuencias pueden aparecer incrustadas se le llama secuencia envolvente. Así, el analista que pretende determinar a qué tipo pertenece un texto debe ser capaz de identificar las secuencias y sus combinaciones, la dominancia de unas sobre otras y el tipo de relación que se establece entre ellas, sea de concatenación, de alternancia o de dependencia» (Calsamiglia Blancafort & Tusón Valls, 1999, p. 267).
[38] Explica Ricoeur en otro de sus trabajos: «Mi tesis en este punto es que el proceso de composición, de configuración, no se consuma en el texto, sino en el lector, y bajo esta condición posibilita la reconfiguración de la vida por parte del relato. Más exactamente, diría que el sentido o el significado de un relato brota en la intersección del mundo del texto con el mundo del lector. […] Un texto no es una entidad cerrada sobre sí misma; es la proyección de un universo nuevo, distinto de aquel en el cual vivimos. Apropiarse de una obra mediante la lectura significa desplegar el horizonte implícito de mundo que abarca las acciones, los personajes, los acontecimientos de la historia narrada. De ello resulta que el lector pertenece imaginativamente, al mismo tiempo, al horizonte de experiencia de la obra y al de su acción real. Horizonte de espera y horizonte de experiencia no cesan de enfrentarse y fusionarse. Gadamer habla en este sentido de “fusión de horizontes”, esencial en el arte de comprender un texto» (2009, pp. 48-49). Pablo Corona, en su utilísimo libro sobre Ricoeur y el estructuralismo, desarrolla de manera más explícita esta seminal y potente idea del pensador francés: «Digámoslo así: a través de la lectura, el lector recibe aquella invitación del texto […]. No obstante, tal apropiación solo alcanza su cumplimiento, su realización final, cuando aquella invitación o propuesta recibida del texto en y por la lectura ―entendida, como vimos, como orientación potencial― es actualizada, más allá de la lectura, en la acción efectiva. Es precisamente en ocasión de esta realización en la acción efectiva que la configuración del texto deviene refiguración: la proposición del mundo proyectada por el texto se dirige al lector y es recibida por este como invitación en el marco de la intersección entre ambos mundos, el del texto y el del lector; el paso adelante que hemos dado consiste en que esta apropiación del texto por parte del lector se cumple finalmente más allá de la lectura, en la acción efectiva, en la cual propiamente acontece aquella refiguración del lector ya sugerida en la configuración de la obra» (2005, p. 178); «Pero tanto la proyección del mundo del texto cuanto la fusión parecen propiamente continuar la lectura ―¿o son la misma en su culminación?― en un nivel aún imaginativo ―el lector con su mundo se expone imaginativamente al mundo del texto y se fusiona con él―. Este momento de la imaginación se ha de continuar finalmente en la realidad de la acción. Así entonces parece que podemos discernir en la apropiación, como dos momentos, la fase de la imaginación y la de la acción. […] Así entonces, el “mundo nuevo” que resulta de la fusión del mundo del texto y del mundo del lector es sentido-orientación englobante de la vida (horizonte), abarcadoramente real ―entonces en un sentido precedente y más raigal― en y con la realidad de cada una de las cosas ―no objetos― con que nos las habemos en nuestras acciones reales: en tal mundo, de tal constitución, propiamente habitamos» (pp. 197-198).
[39] «Ma conjecture est donc
celle-ci: non pas tant créer une référence fictive ou quelque surréalité que
simuler la consistance du possible et jouer sur son rapport différé au réel. Toute
ressemblance avec des personnages réels… On s’attache à l’existence, au champ
des possibilités humaines. On s’intéresse moins à ce qui s’est passé, qu’à ce
que l’homme est capable d’être, de faire et de devenir. On ne comprendrait pas ce
pouvoir, si l’on ne voyait pas que le réel commence ici par le possible, et que
la référence au monde s’inaugure dans le texte sans s’achever: ‘suspensive’, le
mot est bon, je crois. C’est à cette référence suspensive qu’il appartient
d’expliquer le pouvoir de refiguration du monde que possède l’écriture
romanesque»
(Jacques, 2002, pp. 66-67). Según esta teoría, como se ve, el texto ficcional
no se desentiende enteramente de la referencia al mundo real, solo que este
opera en aquel no ya como terminus ex quo, sino como terminus ad quem,
como un horizonte al cual la palabra literaria alude y tiende, no como una
fuente o modelo de donde procede (cfr. p. 69). Es por ello que la referencia
suspensiva propuesta por Jacques conlleva una actitud interrogativa por la cual
lo real no se postula, sino se busca o interroga a partir de lo posible (cfr.
pp. 75-76).
[40] Cfr. Vida de Santo Domingo de Silos (Gonzalo de Berceo, 1992, 158-162, p. 299). Analizamos este notable pasaje berceano en González, 2008, pp. 94-98, 329-335.