Reformulación de lo Heroico Borgiano en la Obra de Adolfo Bioy Casares

 

Mariano García[1]

 

Nota del Editor

En el marco de sus investigaciones sobre los límites de la identidad en Literatura, el autor indaga esta problemática en la particular relación que ya ha despertado numerosas reflexiones de parte de la crítica: la de Borges y Bioy Casares.

 

Resumen: La larga y fructífera amistad entre Bioy Casares y Borges permite rastrear una suerte de tráfico de influencias entre ambos. En Bioy, la doble vertiente del valor (en el sentido de coraje y en el sentido de calidad) es la matriz desde donde problematiza su angustia por la influencia del maestro, que pese a su genio y generosidad es una amenaza para su identidad como escritor. Por ende, vemos en este trabajo cómo el tópico de lo heroico, tan visible en Borges, es el que Bioy Casares utiliza para distanciarse, comenzando por reformular, a su manera, al compadrito porteño en El sueño de los héroes. La tradición borgiana de lo heroico, armada sobre el nacionalismo de cuño fichteano de Carlyle, es entrecruzada por la visión escéptica e irónica de Arturo Cancela en la obra de Bioy Casares, que a través de una reescritura personal del «mito del coraje» logra conquistar un espacio independiente para su imagen de escritor.

Palabras clave: Bioy Casares, Borges, heroísmo, dualidad, valor, identidad.

 

Abstract: The long and productive friendship between Bioy Casares and Borges makes it possible to trace a sort of trade of influences in these two writers. In Bioy Casares’ work, the double meaning of the Spanish word valor (in the sense of courage and in the sense of quality) represents the core from which he deals with his own anxiety of influence before the master (i. e. Borges), who although his genius and generosity implies a threat for his identity as a writer. Hence, we see in this work how the visibility of the heroic theme in Borges is used by Bioy Casares to take distance from this when he reformulates in his own terms the figure of the compadrito porteño (kind of swaggerer of the city of Buenos Aires) in his novel Dream of Heroes. The tradition of the hero in Borges, built up upon the fichtean nationalism present in Carlyle, is intertwined in Bioy Casares work with the ironic and skeptic view of Arturo Cancela. Eventually, the personal rewriting of the «myth of courage» achieves an independent place for his writer’s image.

Keywords: Bioy Casares, Borges, heroism, duality, courage, identity.

 

En Pardo. Conversación con Silvina.

Dice que cada uno de nosotros tiene un tema,

al que siempre vuelve: Borges, la repetición infinita;

ella, los diarios proféticos; yo, la evasión a unos pocos

días de felicidad, que eternamente se repiten.

Bioy Casares, Borges

 

La conocida frase del primer párrafo de «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» que Borges atribuye al personaje ‘Bioy Casares’[2] se suele citar, y con razón, como una frase de Borges y no de Adolfo Bioy Casares, entre otras cosas porque aparece prefigurada en «El tintorero enmascarado Hákim de Merv» («Los espejos y la paternidad son abominables, porque la multiplican y afirman», Borges, 1974, p. 327). Frente a esto uno se pregunta si queda abierta la posibilidad de que, más allá de los intersticios fantásticos a los que se abre el célebre relato de Borges, ese punto de partida realista, viejo truco de cualquier escritor que frecuenta la literatura fantástica, tenga un correlato en la realidad. ¿Por qué, si no, atribuirlo a Bioy Casares y no a otro de los nombres de personas reales que aparecen en el cuento? El temor a los espejos y a la cópula, o el mero hecho de verse atraído por una formulación semejante, parece más verosímil en una personalidad como la de Borges antes que en la de Bioy, atractivo galán al que no le habrá disgustado comprobar que lo era frente al espejo y que vivió retozando despreocupadamente con cuanta mujer se cruzó por su camino, según él mismo se ha jactado[3].

Del temor de Borges a los espejos, o más bien a los reflejos, dijo Alicia Jurado:

Los espejos obsesionaron su niñez. En el dormitorio tenía un gran ropero con luna, en el que se reflejaba su propia imagen desde la cama. Quedarse solo a la hora de dormir, con el espejo, fue un suplicio cotidiano; aquel mundo que se apagaba con la luz, pero quizá no desaparecía del todo, lo acechaba desde el ropero como una amenaza continua. […] Georgie tenía miedo hasta del vago reflejo de su rostro en la lustrada cama de caoba (Jurado, 1964, p. 26).

En sus Memorias, Bioy registra una experiencia muy distinta con los espejos:

[…] en el cuarto de vestir de mi madre había un espejo veneciano, de tres cuerpos, enmarcado en madera verdosa, con rositas rojas. Para mí, entonces, era un objeto que ejercía fascinación, porque en él, nítidamente, todo se multiplicaba muchas veces. Me atraían la limpidez del vidrio, de los bordes biselados, verdes, y la profunda y nítida perspectiva de imágenes. Fue mi primer y preferido ejemplo de lo fantástico, pues en él uno veía ―nada es tan persuasivo como la vista― algo inexistente: la sucesiva, vertiginosa repetición del cuarto (Bioy Casares, 1994, pp. 24-25).

A la inversa, Bioy Casares afecta un temor reiterativo, a manera de idea fija, a las turbas del carnaval que, como en las películas de Hollywood de la época por la que escribió El sueño de los héroes (1954), siempre separan a los amantes en algún momento clave de la trama y además conllevan ese aditamento grotesco o engañoso que son las máscaras. El sueño de Lucho Bordenave en Dormir al sol (1973) se plantea incluso como un guiño irónico a esa obsesión que figura especialmente en El sueño de los héroes o en el relato «Máscaras venecianas».

El carnaval desembocó entonces en la avenida y la arrastró a Diana. La vi perderse entre máscaras disfrazadas de animales, que incesantemente pasaban, con el cuerpo a rayas de colores como de cebras o de víboras y con la cabeza de perro en cartón pintado, de lo más impávida (Dormir al sol, Bioy Casares, 1973, p. 32).

Pese a todo lo personal y característico que pudo hacer de este tópico Adolfo Bioy Casares, no deja de resonar en ello el temor análogo expresado desde su infancia por Borges a caretas, disfraces y demás utilería festiva y plasmada en relatos como «La muerte y la brújula»[4]. De todos sus amigos, Borges proyecta en Bioy, el menos aparente, su propia fobia a los espejos y a la sexualidad y Bioy, por su parte, asume como propias las fobias carnavalescas de Borges. ¿Debemos creer entonces que los temores de Borges, un talante si se quiere anticarnavalesco en todo el registro posible, incluido especialmente el bajtiniano[5], influyeron en su amigo más joven, o que este se los apropió por el prestigio de quien provenían? La pregunta en sí sería ociosa y no demasiado importante si no nos sirviera para introducir otro «tráfico de influencias» con más relevancia en la obra de ambos escritores: el culto del coraje y por extensión, el culto de los héroes.

El culto del coraje en el cuento «El sur» parece prevalecer por sobre el culto de los libros según su trágico final, pero no hay que olvidar que, influido siempre por el uso de la ambigüedad en obras de Henry James como The Turn of the Screw o The Sacred Fount ―al fin y al cabo novela esta última sobre el tráfico de influencias―[6], Borges quiso contar dos historias en una, y que a partir de cierto punto, todo el texto puede leerse, gracias a discretas claves, como la alucinación febril de un moribundo. El culto del coraje no queda anulado, pues aun en su fantasía Dahlmann toma partido por él, pero sí al menos en suspenso. Del mismo modo, su «Hombre de la esquina rosada», carismático y arrabalero, se revela al final como asesino. Frente a estos personajes se agrupan aquellos que cometen bajezas paradójicamente heroicas («Tres versiones de Judas») o que desdibujan el límite entre civilización y barbarie («Historia del guerrero y la cautiva», «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz»), según la formulación sarmientina de la oposición entre cultura y naturaleza que Borges a su vez reformuló con singular fortuna.

Sin decir hasta ahora nada nuevo, vale la pena subrayar que la elaboración de estos temas en Borges necesita ser estudiada en función de su efecto total. La manera clásica de clausurar sus ficciones muchas veces es una manera de abrirlas: el remate final suele poner en duda o problematizar los enunciados del desarrollo. Lo mismo ocurrirá con Adolfo Bioy Casares. Analizando su obra, por ejemplo, Jorge Rivera, cuyo agudo ojo crítico se nubla en la clara antipatía personal, se apresura a condenar la máquina de Morel como aparato que refleja los temores de clase de Bioy Casares ―temores que por cierto no están ausentes de la obra― sin detenerse a pensar que, a fin de cuentas, la máquina es una máquina asesina y como tal debe darse su valoración final. Dice Rivera que lo arquetípico cifra y encubre a la vez la ideología de una clase, que el sentido profundo de estas construcciones de ficción revela en el fondo un proyecto irracionalista y conservador ofrecido exteriormente como juego con la literatura. La apelación a lo analógico, los artificios que relativizan causalidad y contradicción, la profundización en el comportamiento pre-lógico o en sus formas derivadas, las instancias mágicas, la idea del eterno-retorno, las aporías y las paradojas, los juegos con las geometrías no euclidianas y con los efectos de la relatividad, junto con todo lo abrevado en Frazer, Lévy-Bruhl, Eddington y otros (Jung, que Rivera no menciona), sirven, argumenta, para evadirse de lo histórico y para situar a la literatura en una instancia escindida, inmutable y por lo tanto inaccesible a la práctica humana (Rivera, 2004, p. 151).

Aunque Rivera encuentra en la recurrencia a lo arquetípico la ideología de una clase, no tiene en cuenta que esa misma ideología, terriblemente influyente en el cambio del siglo xix al xx, no solo atrajo al proyecto reaccionario de un T. S. Eliot, sino que se volcó por igual en D. H. Lawrence, de origen proletario. Del mismo modo, la magia, las doctrinas esotéricas y diversos aspectos precientíficos eran una afición común de los surrealistas que se contradecía con su declarado materialismo y marxismo[7]. Un ejemplo más cercano a Bioy lo da la misma Elena Garro cuando plantea un esquema de eterno-retorno yuxtapuesto o confrontado con lo histórico, tal como lo desarrolla en La casa junto al río (1983), donde la protagonista descubre que el «pasado» que ha ido a buscar y que quiere revivir en el pueblo español de sus ancestros es un pasado inventado por una serie de impostores.

«¡Cuánto rencor!, se decía Consuelo, y recordó que en México había habido una revolución y los odios y rencores personales estaban borrados. A la gente la movían otras cosas que miraban al futuro, no estaba estacionada mirando con odio al pasado, llevándose unos a otros las cuentas» (Garro, 1983, p. 37).

Por consiguiente, es posible que lo arquetípico en Bioy Casares se matice con otros elementos, del mismo modo en que el culto del coraje en Borges no es tan maniqueo, o que no solo interviene en un invariable diálogo con el culto de los libros, sino que produce asimismo un diálogo interno. A partir de este diálogo interno avanza el problema del valor en la producción de Bioy Casares: para que su propia obra alcance determinado valor (en el sentido de estimación del público y de sus pares), deberá cuestionar uno de los grandes motivos borgianos, el del valor como coraje, valentía, virilidad, heroísmo. Adelantemos que si Borges caracteriza su obra recreando el tema del valor como un ideal difícil de concretar, Bioy valorizará la suya devaluando este tema, por lo demás tan impuesto a su persona literaria como el motivo de los disfraces. Pero si este último Bioy parece aceptarlo sumisamente, como utilería o decorado, ante aquel está dispuesto a reaccionar con la violencia edípica de este típico cuadro de angustia por las influencias, acaso por intuir o abiertamente reconocer que se trataba de uno de los importantes temas en Borges y que era acuciante tomar distancia o reformular el tópico si no quería verse eclipsado por una impronta tan fuerte. Tanto Bioy como Silvina Ocampo tomarían esta opción estética de distanciarse de la órbita de Borges en sendos libros de 1959: Guirnalda con amores y La furia y otros cuentos respectivamente[8]. No obstante, el valor ya aparece cuestionado en ficciones previas.

Bioy Casares desplaza el culto del coraje y los compadritos al eje más general del heroísmo y de lo heroico. El sueño de los héroes, El héroe de las mujeres y Un campeón desparejo son títulos que atestiguan su frecuentación del tema, recurrencia que muchas veces se revela irónica en la lectura de los textos. En efecto, ya a partir de El sueño de los héroes se presenta el prototipo de protagonista masculino de Adolfo Bioy Casares: un héroe pusilánime que, no obstante, cuenta con el favor algo disonante de una o varias mujeres, como si el varón consciente de sus limitaciones, o capaz de reconocer sus miedos, despertara en ellas una ternura maternal no exenta de sentimientos posesivos ni de deseo sexual. Según Alfredo Grieco y Bavio y Miguel Vedda, en los hombres de las ficciones de Bioy el miedo de mostrar debilidad o de ser objeto de burla es el fundamento de la mayor parte de las acciones, mientras que las mujeres, más prudentes a la hora de exhibir abiertamente el valor, son por el contrario audaces y resueltas cuando es necesario sacrificarse por la persona amada. En los hombres de Bioy el interés por la mujer es con frecuencia menos poderoso que el deseo por derrotar a un rival: para los protagonistas masculinos de «En memoria de Paulina», como así también para los de «Máscaras venecianas», el odio por el adversario hace olvidar el sacrificio de la mujer en disputa (Grieco & Vedda, 2002, p. 261).

Tal es el caso en registro serio de Gauna, el protagonista de El sueño de los héroes cuyo nombre es más viril que su conducta, al verse arrastrado por el infeliz Valerga, especie de compadrito de entrecasa, tirano con los más débiles, pues a diferencia de Borges, para Bioy el heroísmo del cuchillero es miserable e ilusorio (Grieco & Vedda, 2002, p. 253). Esta conducta, que podría resumirse en el dilema «amor o aventuras», se intensifica en registro cómico y su modelo puede darlo Lucho Bordenave, el candoroso personaje de Dormir al sol. El protagonista resulta simpático por sus observaciones y por la honestidad un poco inverosímil con que confiesa sus cobardías más abyectas. El hecho de que estos personajes estén rodeados de mujeres confirmaría lo dicho por el propio Bioy Casares: el hombre mujeriego tiene aspectos femeninos asumidos y como tal no necesita hacer del coraje un valor ciego. El héroe de las mujeres no es por fuerza el héroe egoísta de las aventuras, sino el que se decide por las dulzuras de la intimidad.

No obstante, la escritora mexicana Elena Garro, con la que Adolfo Bioy Casares mantuvo un apasionado romance y a la que, según ella, éste plasmó en la Clara de El sueño de los héroes, ofrece años más tarde un cambio de perspectiva que no se acomoda a la opinión de las admiradoras maternales por los protagonistas masculinos de Bioy Casares. En Testimonios sobre Mariana (1981), novela en clave donde Garro traspone las desdichas de su matrimonio con Octavio Paz y su relación con Bioy, este último aparece como Vicente, una especie de gigoló mundano y apocado, casado por dinero con la vieja y rica Sabina e incapaz de renunciar a su comodidad por amor. Según esta novela, compuesta por tres testimonios, el primero de los cuales relata el propio Vicente, Mariana le ofrece a Vicente tener un hijo con él porque Sabina no puede darle descendencia («¿No tienes hijos? ¡Yo te regalo uno! ¡Tonto! No puedes perder tu guapura…», Garro, 1981, p. 9); Vicente acepta pero luego, cuando ella se ve obligada a abortar por su marido, permanece atrapado en su «matrimonio indisoluble». En este caso, no se trata de cobardías «simpáticas», y el eje del dilema «amor o aventuras» aparece desplazado a «amor o dinero». Así lo resume Augusto, el marido de Mariana: «Él es un vulgar don Juan sudamericano, que trata de justificar su matrimonio con una vieja rica y engaña a las jóvenes con complejo de sirviente» (Garro, 1981, p. 173) y luego Gabrielle, una amiga:

No pude aceptar que aquel joven fuera el marido de Sabina, y me dije que la nueva pareja era más inquietante que la formada por Augusto y Mariana. La amabilidad imperturbable de Vicente ocultaba tempestades parecidas a las que Mariana disimulaba con risas. Como ella, estaba tostado por el sol y parecía un deportista. «¡Es muy pobre!», me dije. En Sudamérica los gigolós son frecuentes y Vicente poseía un poder venenoso de seducción. Su cortesía inmutable se podía comparar con la alegría inalterable de Mariana cuando actuaba en público. En ambos, bajo una juventud asoleada se ocultaba un nihilismo peligroso (Garro, 1981, p. 220).

Aunque Bioy Casares habrá tenido que lidiar directamente con la pesada carga de la idea de lo heroico en Borges y tratar de hacer algo personal con todo ello, hay un par de antecedentes: uno de inevitable filiación borgiana y otro de cosecha personal.

El primero es, sin lugar a dudas, el famoso libro de Carlyle On Heroes and Hero Worship, serie de conferencias dictadas en 1840 y fuertemente influidas por la concepción fichteana de la historia. Para Fichte todo lo grande que puede haber en nuestro presente humano lo debemos a hombres abnegados que sacrificaron todo goce por las ideas: somos el resultado del sacrificio de todas las generaciones anteriores y especialmente de sus más dignos miembros. Carlyle partirá de esta filosofía de la historia para la que ciertos hombres excepcionales (de Mahoma al doctor Johnson) aparecen como revelaciones y encarnaciones sucesivas de un espíritu y una fuerza universales que él identificaba con Dios. Todo lo que vemos en la tierra es una especie de vestimenta que cubre la esencia, la «divina idea del mundo». Esta filosofía del vestido y sus ecos platónicos son los que desarrollará en su desconcertante Sartor Resartus, tantas veces citado por Borges, comentario a un supuesto tratado filosófico sobre la ropa; conviene retener esta idea de los hábitos como ocultamiento de lo verdadero. En cuanto a los héroes, Carlyle les adjudica sobre todo sinceridad e intensidad en sus convicciones; el héroe responde a un llamado, está solo y a la vez, por ser superior, manda lo inferior. Es como el principio espiritual que manda sobre lo material. La «masa inferior» no puede más que obedecer y hacer un culto de sus héroes.

Este culto es la admiración trascendental hacia un gran hombre. ¿Y habrá, decimos, algo más admirable en el fondo que un gran hombre? El corazón humano no abriga sentimiento más noble que ese sentimiento de admiración hacia aquel que ocupa un lugar más alto que nosotros. En todos y cada uno de los momentos de la vida del hombre, es influencia vivificante. Sirve de base a la religión; y no sólo a la pagana, sino a otras más elevadas y verdaderas. No existe ninguna que en ella no se fundamente. […]

La sociedad está fundada sobre el culto a los héroes. Todas las dignidades y jerarquías en que descansa la asociación humana son lo que podríamos llamar una heroearquía, esto es, un gobierno de héroes.

[…] la nuestra es una edad que niega, a lo que parece, la existencia de los grandes hombres, y ni siquiera aspira a que los haya (Carlyle, 1986, pp. 10-11).

No hay mucho que aclarar sobre las enfáticas palabras de Carlyle, que pese a todo lo que lo admiraba Borges, también tampoco dudó en acusarlo de ser el promotor de ideas que desembocaron en el racismo y el nazismo.

El otro antecedente seguramente proviene del gusto más personal de Bioy, pues se trata de Arturo Cancela, autor que nunca se cansó de reivindicar y al que Borges, en cambio, no parecía prestar mayor importancia[9]. No cabe duda de que hay un tipo de entonación, y una manera de desarrollar las situaciones para desembocar en el humor o en un efecto combinado de humor y seriedad, que Bioy bebe directamente de Arturo Cancela, un escritor «injustamente olvidado». De la obra de Cancela, lo que mejor ha sobrevivido son sus Tres relatos porteños, que incluye el muy festejado por Bioy «Una semana de holgorio», pero también otro que se titula «El culto de los héroes» y que cierra el tríptico.

Retomando la situación de un extranjero ―en este caso asturiano― que prospera en Buenos Aires, tal como la desarrolló Cambaceres en su xenófoba En la sangre, aquí con tono ligero, Cancela se concentra en los desvelos de la hija del inmigrante enriquecido, que quiere en todo momento ocultar la humildad de sus orígenes ―representada por la máquina de afilar del anciano―, pues ella ya se mueve en la alta burguesía. Muerto el padre y convertido espontáneamente en héroe por su edificante carrera, la hija se pliega inmediatamente a alimentar la leyenda, e incluso manda comprar una máquina de afilar para reemplazar la original de su padre, que había hecho destruir como temida promotora de su escarnio social. Cancela, sin embargo, nos muestra en Juan Martín a un hombre endurecido ante la piedad, capaz de echar de unos terrenos a compatriotas suyos que no comparten la misma avidez que él, sino que concilian «el espíritu sedentario del agricultor europeo con la clásica despreocupación del gaucho» (Cancela, 1945, p. 104). El interés con que se mueve la hija no está ausente de él mismo, que acaso merezca su muerte solitaria y la serie de pequeñas imposturas que aquella establece la hija, a la que lo que más le importa es que su padre no vuelva de la tumba para humillarla.

Aquí Cancela plantea cómo se crea modernamente un héroe, pero sobre todo la hipocresía de quienes alimentan ese culto, incluyendo al héroe mismo. Queda para la reflexión personal si esto ocurre así en el cuento porque se trata de un inmigrante, y si esa irrisión de lo heroico hubiese tenido lugar en el caso de una familia patricia. Como sea, Bioy Casares sin duda conservó de este cuento el tono entre jocoso y paternalista con que mira a sus personajes, muchas veces hijos de inmigrantes españoles o italianos[10].

Aun con sus renuncias y sus cobardías, la construcción del héroe que hace Borges todavía conserva algo del aliento épico que pretende insuflarle Carlyle, molesto porque su época niegue a los grandes hombres. En Borges incluso el más oscuro de los individuos puede aspirar a una epifanía sobre su identidad y su papel en el «relato de la Historia». El héroe de Bioy parece en cambio derivar más directamente de esa visión escéptica de Cancela, y ni siquiera se trata de antihéroes en sus ficciones, porque no puede decirse que sus protagonistas se opongan enfáticamente a alguna clase de heroicidad. No obstante, los protagonistas de Bioy reaccionan, o al menos ensayan una resistencia, hacia todos aquellos aspectos que parecen amenazar continuamente su identidad. Aunque Bioy revisa y reformula el concepto de héroe tal como lo recibió de Borges, y si a la larga, más que como última versión del mito del coraje hay que leer El sueño de los héroes «como la expansión fantástica de la lucha interior de Gauna que entrevé la felicidad de la entrega amorosa y la posibilidad de una reciprocidad de conciencia con la mujer amada pero flaquea y vuelve a someterse al código viril del grupo de pertenencia» (Speranza, 2002, p. 288), lo que aparece como evidente es que «la oposición entre lo individual y lo grupal en Bioy se da con un sentido trágico» (Grieco & Vedda, 2002, p. 266). La turba carnavalesca o el grupito que responde a un guapo son igualmente siniestros, amenazadores, tanto más cuanto que los protagonistas son tan conscientes de ello como de su flaqueza para resistir al llamado de la masa, al llamado a desindividualizarse.

Este temor a la pérdida de individualidad, planteado en términos sociales en El sueño de los héroes (1954), se concentra en términos corporales en Dormir al sol (1973). La novela publicada entre ambas, Diario de la guerra del cerdo (1969), puede considerarse una transición entre una y otra que combina los temores sociales a la masificación (aquí representada por la agresión directa que ejercen los jóvenes sobre los viejos) y los temores personales a la desintegración (la progresiva convicción que tiene Vidal de estar entrando en la vejez). En Dormir al sol el carácter pusilánime de Bordenave permite que su nerviosa mujer Diana sea internada en la clínica de un doctor Reger Samaniego, cuyo apellido ya adelanta algo de la confusión entre hombres y animales que desplegará el texto. Bordenave piensa si los perros tienen o no tienen alma, y luego se pregunta «¿Qué es Diana para mí? ¿su alma? ¿su cuerpo? Yo quiero sus ojos, su cara, sus manos, el olor de sus manos y de su pelo» (Bioy Casares, 1973, p. 30). Tras una serie de intrigas, Bordenave termina descubriendo que el tratamiento del doctor Samaniego consistía en injertar el «alma» de los pacientes en perros por una temporada, pues intuyó que «para el hombre no había mejor cura de reposo que una inmersión en la animalidad» (Bioy Casares, 1973, p. 234), pero por supuesto todo sale mal: la perra a la que inocularon el alma de Diana ha escapado, en el cuerpo de Diana ponen el alma de una muchacha que tenía una enfermedad incurable, y el propio Bordenave termina en el cuerpo de un mastín. Resulta como mínimo curioso que, aun en clave irónica, un ateo asumido como Bioy Casares se entregue a esta trama de vaivenes que ponen en primer plano la dualidad cuerpo/alma en la que se percibe un eco platónico sobre la esencia de los individuos.

A diferencia de la narrativa eminentemente metamórfica de Silvina Ocampo, donde lo que se busca de manera incansable es un olvido de la forma, perderse en la animalidad, o en los vegetales o aun en los minerales[11], la balanza narrativa de Bioy Casares parece inclinarse más por los temores al cuerpo grotesco evidenciados en las ficciones borgianas. El platónico cuerpo como cárcel que agobia a los personajes de «El sur» o «La muerte y la brújula» reaparece, aunque matizado, en la obra de Bioy, cuya relación con el cuerpo y la sensualidad, como dijimos al comienzo, es muy distinta de la de Borges. Por eso, si bien Bioy no se entrega por completo a la pérdida de sí que anhelan tantos de los personajes de Silvina Ocampo, y expresa sus temores al cuerpo grotesco, cuyos rasgos particulares, como nos recuerda Bajtín a propósito de la obra de Rabelais, son el ser abierto, estar inacabado y en interacción con el mundo[12], tampoco hereda sin problematizarlos los reclamos platónicos de su amigo y mentor.

De una manera curiosa, Bioy Casares parece tironeado entre la asunción de la realidad limitada pero placentera de la carne y la más prestigiosa tradición metafísica del «alma buena» atrapada en un cuerpo vil, que traduce en sus fobias a la masificación, en las individualidades amenazadas de sus personajes (e incluso en su propia individualidad de escritor amenazada por Borges) y en la contradictoria emergencia de la dualidad cuerpo-alma en una persona que íntimamente la niega[13]. En Bioy Casares la reformulación de lo heroico borgiano se detiene, o entra en conflicto, con la concepción corporal. Bioy Casares rechaza el planteo heroico de la obra de Borges pero, a pesar de no haber negado ni haberse disgustado con su cuerpo, comparte con él los temores al cuerpo grotesco, cuya despersonalización representa el reverso de la idea de individuo formada a partir de los propios límites corporales.

 

Referencias Bibliográficas

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[1] Es Profesor de Literatura Argentina en la Universidad Católica Argentina e Investigador Asistente en el CONICET. Correo electrónico: ardeo2@gmail.com

Fecha de recepción: 05-08-2011. Fecha de aceptación: 23-09-2011.

Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 108-121.

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.

[2] «Descubrimos […] que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres» (Borges, 1974, p. 431). Otros nombres de personas reales que aparecen en el cuento son Carlos Mastronardi, Pierre Drieu La Rochelle, Néstor Ibarra, Ezequiel Martínez Estrada y Enrique Amorim. En cuanto a Bioy Casares como «verosimilizador», se lo vuelve a encontrar al comienzo de «El hombre en el umbral», en El Aleph.

 

[3] Cfr. la edición de sus diarios íntimos a cargo de Daniel Martino, Descanso de caminantes (2001) o bien sus Memorias (1994). Para la asociación entre espejos y cópula en Borges (cfr. Emir Rodríguez Monegal 1987, pp. 33 y ss.).

 

[4] «No conozco ninguna referencia escrita a su otro terror infantil [además de los espejos], las máscaras; pero Silvina Ocampo me ha contado que le asombró el desagrado y el desasosiego que le produjo, siendo ya hombre, la irrupción de unos amigos disfrazados durante un carnaval. Dice su madre que una sola vez aceptó disfrazarse, cuando chico, y que insistió ―tal vez significativamente― en que fuese de diablo» (Jurado, 1964, p. 26). Para el tema de los espejos y las máscaras en Bioy Casares (cfr. Susanna Regazzoni, 2002, pp. 160-162).

 

[5] En su célebre estudio de 1965 sobre Rabelais, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento, Mijaíl Bajtín encuentra en cierta sensibilidad de fines de la Edad Media y principios del Renacimiento (sensibilidad popular opuesta a la oficial y clerical) elementos grotescos asociados a las funciones corporales (comida, cópula, defecación) y a la inversión de roles (lo alto por lo bajo, el hombre por la mujer, el tonto por el sabio, la muerte por la vida, etc.) que aparecen especialmente condensados en torno a la cultura carnavalesca y que François Rabelais recoge en su obra. En tal sentido, la estética de Borges aparece alejada de esta actitud en cierta medida transhistórica y por ese motivo la consideramos anticarnavalesca. No es casual que Borges aborreciera la obra de Rabelais (cfr. Bioy Casares, Borges, 2006, pp. 510, 576-577, 1085, 1110, 1118). Véase también la nota 11 en este mismo trabajo.

 

[6] A esta novela se refiere Borges en el prólogo a Historia de la eternidad a propósito de «El acercamiento a Almotásim». En su Autobiografía aclara: «Stevenson, Kipling, James, Conrad, Poe, Chesterton, los cuentos de Las Mil y una Noches […] y ciertos relatos de Hawthorne forman parte de mis lecturas habituales desde que tengo memoria» (Borges, 1999, p. 99). En el prólogo a La humillación de los Northmore dice: «Ignoramos, en The Lesson of the Master, si el consejo dado al discípulo es o no pérfido; en The Turn of the Screw, si los niños son víctimas o agentes de los espectros que a su vez pueden ser demonios; en The Sacred Fount, cuál de las damas que simulan indagar el misterio de Gilbert Long es la protagonista de ese misterio […]» (Borges, 1975, p. 101).

 

[7] Cfr. «Freud, Breton, Myers», en Jean Starobinski (2008, pp. 218-227), y sobre todo Belleza compulsiva de Hal Foster (Adriana Hidalgo, 2008), donde se analizan los presupuestos psicoanalíticos y marxistas del movimiento.

 

[8] Agradezco esta reflexión a Ernesto Montequín. El libro de impronta más borgiana en Silvina Ocampo, sobre todo en la suntuosidad estilística y la prolijidad sintáctica, rara en ella, sería en tal sentido Autobiografía de Irene (1948), en tanto que El sueño de los héroes es, por su tema, también una problematización de índole análoga. Sin duda, la mayor distancia que toma Bioy respecto de Borges es genérica, al desarrollar una obra en la que se destacan las novelas, género necesariamente imperfecto para su amigo y mentor. Silvina Ocampo, en cambio, solo publicó una novela policial escrita con Bioy, Los que aman odian (1946). En edición póstuma apareció La promesa (2011), que más que una novela es en realidad una estructura de relatos enmarcados.

 

[9] Sobre él dice Borges en el diario de Bioy: «Cancela era judío. Pasó de escéptico a nacionalista y a peronista. ¿Cuándo fue sincero?» (Bioy Casares, 2006, p. 1176).

 

[10] Jueves 1.º de abril. En Mar del Plata. BORGES: «Para agradar a su mujer española escribió Cancela en “El destino es chambón” que el compadrito se jacta de tener apellido español. Ahora tal vez eso ocurra. Antes no. Antes había prevención quizá contra apellidos italianos, pero los otros no se veían como españoles. Un López no pensaba que tenía el apellido del gallego del almacén de la esquina. Eran otros López. En casa, que fueron muy snobs en materia de apellidos, hablaban, por ejemplo, del coronel Suárez, pero ahí acababa la familia. No iba más allá de la Independencia. Como la patria. Para nadie era un orgullo provenir de gallegos. ¿No los llamaban, los gauchos, maturrangos?». BIOY: «El argentino de entonces estaba orgulloso de su país, nuevo y próspero. La gente no insistía en su ascendencia europea; menos aún si ésta era española o italiana» (Bioy Casares, 2006, p. 1058).

 

[11] La antología de textos de Silvina Ocampo, Las reglas del secreto, a cargo de Matilde Sánchez, incluye una sección de cuentos «con metamorfosis». Véanse también mis artículos sobre esta autora mencionados en la bibliografía.

 

[12] «El comer y el beber son una de las manifestaciones más importantes de la vida del cuerpo grotesco. Los rasgos particulares de este cuerpo son el ser abierto, estar inacabado y en interacción con el mundo. En el comer estas particularidades se manifiestan del modo más tangible y concreto: el cuerpo se evade de sus límites; traga, engulle, desgarra el mundo, lo hace entrar en sí, se enriquece y crece a sus expensas. El encuentro del hombre con el mundo que se opera en la boca abierta que tritura, desgarra y masca es uno de los temas más antiguos y notables del pensamiento humano. El hombre degusta el mundo, siente el gusto del mundo, lo introduce en su cuerpo, lo hace una parte de sí mismo» (Bajtín, 1965, pp. 252-253).

 

[13] «Con mi amigo Drago Mitre concluimos el día de la primera comunión con un partido de pelota contra la pared del fondo de la casa. Sin parar de jugar, conversábamos. Drago, convencido de que yo pensaba como él, se refirió al cielo y al infierno como embustes de las monjas. Me sentí aliviado. Ese partido de pelota fue un momento importante en mi vida» (Bioy Casares, 1994, p. 24).