Pensamiento y Sentimiento en la Obra de

Albert Camus: Révolte, Reflexión y Evolución

 

Ana María Llurba[1]

 

Nota del Editor

Avalada por una fructífera trayectoria en el estudio de la literatura francesa, la Doctora Llurba realiza en este artículo un peculiar abordaje al concepto de révolte en la obra de Camus, y elabora una cuidada reflexión basada, no en el relevamiento sistemático de una o varias teorías literarias, sino en los textos mismos del escritor francés, los cuales entretejen una poética que denuncia el Arte como punto de anclaje de la realidad facetada del alma humana.

 

Resumen: Para Camus, el Arte es una necesidad vital surgida de «una fuente única que alimenta, toda su vida, lo que es y lo que dice», nacida de impulsos del alma canalizados que dan sustento a sus obras y le permiten conocer y conocerse. La creación es, a su juicio, un largo camino para reencontrar, por los desvíos del arte, «las dos o tres imágenes simples y grandes a las que por primera vez se abrió el corazón», un ejercicio necesario para «construir la obra soñada».

El primer hombre puede considerarse el esbozo de ese sueño, perfilado en la totalidad de sus creaciones y en la evolución de su planteo ético, estructurado sobre la base de conceptos de felicidad, verdad y justicia, asociados a los de libertad y solidaridad. Es nuestra intención señalar las prefiguraciones de ese proyecto en las reflexiones y los escritos anteriores del autor.

Palabras clave: verdad, absurdo, révolte, reflexión, dignidad, felicidad, libertad, verdad.

 

Abstract: For Camus, Art is a vital necessity arose from «a single source that feeds all his life what he is and what he says», born of impulses of the soul channeled to support their work and let know and meet themselves. Creation is, in his view, a long way to rediscover, through the detours of art, «the two or three simple and large images which was first opened her heart», a necessary exercise to «build the dream work».

The first man can be seen as the outline of that dream, all outlined in his work and the evolution of ethical wont, structured on the concepts of happiness, truth and justice, associated with freedom and solidarity. It is our intention to point the foreshadowing of that project in the reflections and the author’s earlier writings.

Keywords: indeed, absurd, révolte, reflection, dignity, happiness, freedom.

 

A primera vista, la vida del hombre es más interesante que sus obras. Estas conforman un todo obstinado y tenso. Reina la unidad de espíritu. Hay un soplo único a través de todos esos años. La novela es él.

Albert Camus

 

Hablar de Camus implica hablar de un ser sensitivo y hedonista, de un hombre mediterráneo, amante del sol, de la naturaleza y la belleza física, corporal, para el que los sentidos existen y captan las formas tangibles del mundo; un ser que concibe la vida como algo sagrado, que no se avergüenza de querer ser feliz en este mundo, y es plenamente consciente de que la muerte hace de ese humanismo gozoso un destino; de un ser que no solo piensa, sino que sueña y desea. Es hablar de un hombre reflexivo, visionario e intuitivo, de pensamiento profundo que busca, de cara a la realidad cotidiana, su rostro misterioso; de un hombre que no se aferra ciegamente a una ideología ni a un dogma, sino que, por el contrario, no teme expresar sus dudas e interrogantes en torno al sentido de la vida y la muerte, ni sus pensamientos críticos acerca del mundo contemporáneo, ni cambiar de posición al vislumbrar y denunciar, incansablemente, la mentira de los hombres al sentirse defraudado en sus ideales, hecho que le vale detractores y enemigos, ironías y desprecios: «No sé bien lo que busco, lo nombro con prudencia, me desdigo, me repito, avanzo y retrocedo. Me ordenan dar las palabras, o la palabra, de una vez por todas. Entonces me encabrito…» (Camus, 1965, p. 861).

Hombre que le cuestiona a Dios que no impida a los hombres hacer el mal y que no garantice la inocencia. Un hombre para el que, como señala en El hombre rebelde, «Lo importante no es entonces remontarse a la raíz de las cosas; puesto que el mundo es lo que es, hay que saber cómo comportarse, sobre todo cuando uno no cree ni en Dios ni en la razón» (Camus, 1965, p. 1008). Pese a esta declaración categórica, a mi entender, hay en Camus un espíritu profundamente religioso, latente bajo su reiterado rechazo de la existencia de Dios y la negación de una esperanza de vida después de la muerte, y esas manifestaciones son simples expresiones de la angustia que le genera aquello que no puede comprender con el intelecto.

Su existencia está signada por la búsqueda constante de la felicidad para la que, desde niño, cree nacido al hombre. Una felicidad inocente, primigenia, libre de mal y culpa, de allí que sostenga: «Si busco en lo más profundo de mi ser lo que más me marcó toda mi vida, es mi pasión por la felicidad» (Camus, 1985, p. 233), y señale, como reafirmación de su amor a la vida y de su fuerza vital «No tenemos tiempo de ser nosotros mismos. Sólo tenemos tiempo de ser felices» pues «no existe una felicidad sobrehumana ni eternidad fuera de la curva de los días» (Camus, 1962, p. 105).

La idea de alcanzar la felicidad, aquí y ahora, es, en su criterio, un deber del ser para consigo mismo, un deseo que no puede implicar culpa ni remordimiento. A esa busca van unidos el cuestionamiento de una realidad que encuentra absurda y la resistencia a la injusticia, de allí que, en su obra, la posición de resistencia acompañe la denuncia contra la humillación del hombre y apele, insistentemente, a los sentimientos de compasión y solidaridad, al crear, en aquellas, espejos fieles de la condición humana tal como fue vivida por el hombre, en el siglo xx.

Mi visión de Camus es la de un ser pacífico que se opone a los totalitarismos de cualquier signo, que odia y considera innecesarios la violencia, el derramamiento de sangre, la guerra y sus atrocidades, y, en particular, el sacrificio de jóvenes en aras de una futura felicidad soñada. Un escritor solitario, pero empático con aquellos que sufren; un creador que busca plasmar en sus personajes las bajezas y contradicciones de la humanidad, que estima justas sus propuestas y por eso las defiende sin estar convencido por completo de que sean viables o realistas.

Hombre amante de la libertad, solidario para con los desvalidos, comprometido en cuanto tal con su época y con sus semejantes, que intenta, con lucidez y coherencia, indagar y analizar la realidad buscando, penosamente, vivir en y para la verdad:

Primero, la verdad de lo que uno es. Renunciar a los arreglos. La verdad de lo que es. No usar de ardides con la realidad. Aceptar, entonces su originalidad y su impotencia. […] La verdad es la única fuerza, alegre, inagotable. Si fuéramos capaces de vivir sólo de y para la verdad: energía joven e inmortal en nosotros. El hombre de la verdad no morirá. Todavía un esfuerzo, y no morirá (Camus, 1965, p. 233).

Una persona dispuesta a enfrentar los peligros de la libertad, alcanzar la justicia, y plasmar en sus obras la complejidad de la vida y la constante tensión que nace del confrontar los ideales y sueños personales con la indiferencia social y lo incierto de nuestro destino, de allí su actualidad y su soledad. Un hombre estoico y amante del arte que nunca renuncia a pensar y que enfrenta y cuestiona la realidad desde una postura lúcida, pero no desde una ideología.

En la obra de Camus, impera una estética organizadora que sigue los lineamientos del pensamiento cartesiano, connatural al espíritu francés, lo que no va en desmedro de su imaginación, fuertemente ligada a la realidad histórica. Su prosa, pulida, mesurada, sobria y pudorosa, de un lenguaje conciso, pero vívido de imágenes y símbolos, propia de un clasicismo actualizado, permite vislumbrar, en el espejo textual, los contradictorios sentimientos subyacentes.

Para Camus, la creación mantiene íntima relación con la existencia del artista pues existe «un manantial señero que alimenta durante toda su vida lo que es y lo que dice», en tanto que la creación «no es más que este largo caminar para encontrar, por los rodeos del arte, las dos o tres imágenes simples y grandes a las que, por primera vez, se abrió el corazón» (Camus, 1962, pp. 45-55) el sol mediterráneo, la frescura del mar, la soledad y la madre silenciosa y sufriente, imágenes latentes en la estructura de su obra.

A su juicio, el verdadero arte es:

testimonio de miseria y grandeza […] de la perpetua tensión entre el dolor la belleza, el amor de los hombres y la locura de la creación, la soledad insoportable y la muchedumbre cansadora, el rechazo y el consentimiento. El artista, para crear, […] debe servirse de esas fuerzas oscuras del hombre. Pero no sin rodearlas de diques […] el día en que el equilibrio entre lo que soy y lo que digo se establezca, ese día, intentaré escribir la obra que sueño. Ella se parecerá a El revés y el derecho de una u otra manera, y hablará de una cierta forma de amor (Camus, 1985, p. 13).

La escritura es, para él, un acto de vida pleno que obedece a una misteriosa necesidad de expresión, que le permite vivir «vidas paralelas», dejar huellas de su infancia, multiplicar las «posibilidades de contacto con la realidad», y prestar su voz a otros hombres, a «todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad y la esperanza de volver a vivirlos» (Camus, 1958, p. 169), para decir aquello que sienten y que no pueden expresar por sí mismos, hombres que lo apoyarán en tanto se ponga al servicio de la verdad y de la libertad.

Sus escritos —novelas, dramas, ensayos, carnés, diarios, entrevistas y declaraciones— corroboran que: «Hay un tiempo para vivir y un tiempo para dar testimonio de que se vive. Hay también un tiempo para crear, lo que es natural. Me basta con vivir con todo mi cuerpo y con atestiguar con todo mi corazón» (Camus, 1962, p. 106), al manifestar lo vivido, sus planteos, dudas y reflexiones, nos permite trazar el gráfico de su madurez y su evolución, pues sus huellas han quedado estampadas en ellos, y sus personajes han seguido caminos paralelos a su propio itinerario.

Más allá de las diferencias de estilo, tono y contenido, sus creaciones están ligadas por una persistente y compleja unidad temática en la que se fusionan la révolte[2] y el goce de vivir el presente con las cavilaciones sobre la vida, la muerte, la justicia, lo absurdo de la existencia y la búsqueda de la felicidad con la plena conciencia de los límites y miserias de la condición humana.

Sus obras juveniles El revés y el derecho, Bodas, El verano― en las que manifiesta «todo mi reino es de este mundo» (Camus, 1962, pp. 94-95), plasman el pensamiento de un hombre solar, fiel a sí mismo, que se siente parte de la creación, de un ser que «vive con todo su cuerpo» y da testimonio de ello con todo su corazón; de un ser de profunda sensibilidad religiosa ―«tengo el sentido de lo sagrado»― que, ejerciendo su libre albedrío, ante la posibilidad de optar entre la felicidad y la vida o la desgracia y la muerte (Deuteronomio xxx, 15) en comunión con la naturaleza, ante la vivencia de que «el mundo es hermoso, y fuera de él no hay salvación alguna», para mitigar su angustiosa soledad, elige ser feliz, y amar:

Marchamos al encuentro del amor y del deseo. No buscamos lecciones, ni la amarga filosofía que se exige a la grandeza. Fuera del sol, de los besos y de los perfumes salvajes, todos nos parece fútil. En cuanto a mí, no busco el estar solo allí. He ido frecuentemente con los que amaba y leía en sus rasgos la clara sonrisa que tomaba allí el rostro del amor (Camus, 1962, p. 102).

Las prosas poéticas de Bodas plasman, en imágenes vívidas, la exaltación de la naturaleza y las complementan con impresiones y meditaciones en torno a la condición humana y la búsqueda de la felicidad. Las historias celebran la unión del hombre con la naturaleza, encarnada, particularmente, en el sol y el mar, y la metáfora filée de la unión, que remite a la fusión carnal entre los elementos de la naturaleza misma y a la relación del hombre con esta, transmite el gozo, la alegría de los sentidos y la saciedad alcanzada:

¡Qué me importa la eternidad! […] Jamás he sentido tanto el desasimiento de mí mismo, a la vez que mi presencia en el mundo. Sí, estoy presente. Y lo que me impresiona en este momento es que no puedo ir más lejos. Como un hombre preso a perpetuidad y al que todo le es presente (Camus, 1962, p. 62).

Camus manifiesta que, para alcanzar la armonía con el mundo y ser feliz, el hombre debe recuperar su esencia, su esencia humana, para liberarse de toda traba física, moral y cultural:

Yo sé que nunca me aproximaré lo bastante al mundo. Necesito estar desnudo y luego sumergirme en el mar, aún perfumado por las esencias de la tierra, lavar éstas en aquel y anudar sobre mi piel el lazo por el cual suspiran, labio a labio, desde hace tanto, la tierra y el mar (Camus, 1962, p. 65).

Esa unión gozosa en la que no hay abandono de sí, sino conocimiento del otro y de sí mismo, que es contemplación y visión gozosa del amado, fusión diferenciada que permite al hombre descubrir lo esencial a su naturaleza, es una idea que reiterará en El hombre rebelde al decir que existe una naturaleza humana, una medida común a todos los hombres.

En El verano, manifiesta la sensación de vivir plenamente aunque amenazado: «siempre tuve la impresión de vivir en altamar, amenazado, pero en el corazón de una felicidad regia», en la belleza ardiente del paisaje mediterráneo, de esa naturaleza libre e indiferente a la angustiosa certidumbre de la muerte a la que el ser humano está destinado, pero le basta alcanzar la emoción pura, la plenitud del «instante que se desliza entre los dedos, suspendido en la eternidad, con lo que tiene de perenne y gratificante, al par que fugaz y decepcionante» (Camus, 1962, p. 6) para ser feliz.

Mucho se habla del ateísmo de Camus que, paradójicamente, en su obra y sus declaraciones, hace constante alusión a la divinidad y lo religioso, temática que alude, ataca, soslaya o rodea, pero que no abandona. Camus no niega ni rechaza a Dios. «No creo en Dios, es cierto. Sin embargo no soy ateo», declara en Le Monde, el 31 de agosto de 1956, y el 21 de diciembre de 1957, sostiene en Le Figaro Littéraire: «Tengo conciencia de lo sagrado, del misterio que hay en el hombre, y no veo por qué no confesaría la emoción que siento ante Cristo y su enseñanza. Tengo preocupaciones cristianas, pero mi naturaleza es pagana» (citado por Lottman, 1978, p. 345).

Sin la fe suficiente para un acercamiento místico, pero consciente de la necesidad de religamiento, Camus, que transita, sin poder dar el salto, la línea sutil que separa la razón de la fe (como señala Kierkegaard en Temblor y temor), acuciado por un deseo-voluntad de alcanzar la verdad, reduce lo divino a lo humano y, con espíritu crítico, indaga la verdad de todo y en todo, a fin de encontrar una respuesta inteligible a las grandes incógnitas del hombre[3].

Esa imagen desdibujada de Dios, ese distanciamiento y la revuelta de algunos de sus personajes puede relacionarse con la carencia de imago paterna que no solo da lugar a la estructuración de la imagen de Dios, sino también a la inserción del ser en la cultura.

Este hombre reclama «el derecho a evolucionar» pues sabe que la experiencia humana es un entramado de construcción y destrucción, una tensión constante en busca del equilibrio, una reinvención continua, y traza, en sus escritos, la evolución de su pensamiento, de su madurez. La transformación es notoria y permite señalar diversas etapas en su obra, lo que no obsta para afirmar que apuesta a la dignidad humana, la libertad, la justicia y la rebelión de signo positivo para enfrentar la realidad del mundo.

De las imágenes casi idílicas de sus inicios, de esa etapa solar en la que imperan una vida de goce inocente y despreocupado, plenamente sensual, y el culto de la felicidad, pasa a la etapa del absurdo la que nos presenta la monotonía de una vida carente de valores morales, sin Dios ni expectativas de dicha, sin sentimiento de culpa, signada por el absurdo vital y el sinsentido de la muerte ―El extranjero, El mito de Sísifo, Calígula, El malentendido. Los paisajes lumínicos se van apagando y los espacios se van cerrando en consonancia con el aislamiento y la angustia de los personajes que, como dice el atormentado Calígula, mueren, como todos los hombres, sin haber sido felices, o en angustiosa soledad, odiados por sus semejantes clamando como Mersault: «¡Qué me importa la eternidad!» (Camus, 1984, p. 1211) al comprender, por vez primera, el sinsentido del enfrentamiento: «Purgado de mal, vaciado de esperanza (ilusoria), ante ese cielo cargado de signos y de estrellas, me abría… a la tierna indiferencia del mundo…, lo sentía tan semejante a mí, tan…» (Camus, 1984, p. 1211).

En El mito de Sísifo, el escritor indaga en el sentimiento del absurdo, que no radica en la carencia de sentido, sino en la contradicción de la coexistencia de dos sentidos diferentes que despiertan una sensación de desavenencia de la que es imposible sustraerse:

Desde el punto de vista de la inteligencia, puedo entonces decir que el absurdo no está ni en el hombre ni en el mundo, sino en su presencia común. […] El hombre absurdo no puede más que agotarlo todo y agotarse. El absurdo es su máxima tensión, la que él mantiene constantemente con un esfuerzo solitario, pues sabe que en esta conciencia y en esta rebelión, día tras día, atestigua su única verdad, que es el desafío (Camus, 1964, p. 325).

Vanamente, sin esperanza, el hombre, señala Camus, intenta superar ese enfrentamiento y, a pesar del sinsentido, busca darle a la vida una razón de ser que la muerte no pueda quitarle, como afirma Tolstoi, pues es imposible escapar del absurdo por medio de la esperanza, del suicidio o del consentimiento.

Rechaza el suicidio porque lo entiende como un acto de huida que no constituye, en modo alguno, una solución para superar el sentimiento del absurdo, superación que tampoco se alcanza con la aceptación ni con la esperanza, porque no cree en la trascendencia. Sugiere, en cambio, vivir con la mirada puesta en lo absurdo pues, de ese modo, con lucidez y libertad puede revolverse y vivir sus pasiones: «Me rebelo, luego somos», en definitiva, ser él mismo (Camus, 1965, p. 425).

En El Hombre rebelde, analiza, en profundidad, el tema de la revuelta. El rebelde acepta la vida sin someterse ni resignarse ante sus miserias, ve en el disentimiento, en ese manifestarse de cara al mundo, un modo de superar el absurdo por cuanto lo que se reivindica es la naturaleza humana sustentada en su realidad esencial, en sus valores y la belleza del mundo; quien se manifiesta en disidencia lucha por hacer reconocer lo que él es, no busca subvertir ni conquistar, sino ser respetado, para alcanzar «la única dignidad del hombre: la rebelión tenaz contra su condición, la perseverancia de un esfuerzo tenido por estéril» (Camus, 1962, p. 96).

Lejos de reivindicar una independencia general,

el rebelde quiere que se reconozca que la libertad tiene sus límites en todas partes donde se encuentre un ser humano, y que el límite es precisamente el poder de rebelión de este ser… El rebelde exige sin duda cierta libertad para sí mismo; pero, en ningún caso, si es consecuente, el derecho de destruir el ser y la libertad de otro (Camus, 1965, p. 1008).

Llegado a este punto, el pensamiento del filósofo-escritor da un giro, se abre una nueva etapa centrada en el tema del mal moral, del pecado, la culpa y la revuelta simbolizada en Prometeo ―La peste, Los justos, El hombre rebelde, La caída. «La rebelión nace del espectáculo de la sinrazón, ante una condición injusta e incomprensible. Pero su impulso ciego reivindica el orden en medio del caos…» (Camus, 1962, p. 698).

En este período, no habiendo logrado alcanzar una respuesta racional a su angustia metafísica, ni de Dios, el hombre camusiano cambia su escala de valores y busca respuesta en la humanidad, en el honor, el amor y la solidaridad humanos; intenta ascéticamente alcanzar una santidad laica, una religiosidad sin Dios. Revuelta de signo positivo que apunta a lograr, en este mundo, el reconocimiento y la equidad que devuelvan la dignidad al hombre.

Camus, que anheloso indaga sobre la justicia, la paz y el resplandor de la verdad, desencantado comprende que, para alcanzar la equidad entre los hombres, no basta la solidaridad y la honestidad, sino que es necesaria la autocrítica:

He querido vivir durante años según la moral de todos. Me he esforzado por vivir como todo el mundo, por asemejarme a todo el mundo. He dicho lo que debía para reunir, incluso cuando me sentía separado. […] Ahora voy errante entre los escombros, estoy sin ley, apartado, solo y aceptando estarlo, resignado a mi singularidad y a mis dolencias. Y debo reconstruir una VERDAD ―después de haber vivido en una suerte de mentira. […] Es a mí al que desde hace unos cinco años pongo en crítica, lo que he creído, lo que he vivido. Es por ello que los que han compartido las mismas ideas se sienten tocados, y me odian tanto, pero no, yo me hago la guerra y me destruiré o renaceré, eso es todo (Camus, 1985, pp. 266-267).

Es necesaria, entonces, la introspección que nos permita ver cómo somos realmente confrontando nuestra imagen internalizada con la que refleja la mirada de los otros, reconociendo nuestros errores sin pretender quedar impunes por ello. En La caída, profundiza la temática del mal moral que domina al hombre que centra su vida en un hedonismo cerrado a todo sentido de trascendencia. Clamence, incapaz de amar, que se siente un ser superior a los otros hombres, descubre el mal en sí mismo y el sentimiento de culpa que conlleva esa revelación. Solo queda, entonces, una posibilidad, recuperar la inocencia. Entra así en la etapa simbolizada en Némesis, la justicia retributiva.

Tras recibir el premio Nobel, la pluma de Camus parece silenciada, pero ese silencio vela la creación de lo que, a su juicio, sería su La guerra y la paz, su obra de la madurez, una obra que engloba, condensa y expande la temática que atraviesa la totalidad de sus escritos. Obra que, tal vez, hubiera marcado el inicio de una nueva etapa, la del amor y, acaso, la de trascendencia y la fe.

«Los hombres tienen el rostro difícil de su saber […] pero aún bajo las cicatrices aparece el rostro del adolescente que da gracias a la vida» (Camus, 1985, p. 325) manifiesta quien, a lo largo de su existencia, se va preparando para desarrollar esa idea-imagen que lo acompaña desde la infancia y no alcanza a definir, ese proyecto que vislumbra y plasma reiterada y parcialmente, según lo acreditan sus notas, temática que necesita de la madurez para ser concretada.

Recorriendo los textos y epitextos camusianos, sabemos de sus proyectos, rastreamos las huellas de los intentos que van trazando el plan e iluminando la génesis de esa obra, y conocemos el clima intelectual y moral en que se desarrolla y transforma esa metáfora obsesiva. Sus cuadernos testimonian la preocupación por encontrar el tono y la voz narrativa que hiciera viable la manifestación de ese tema que lo obsede desde su juventud.

En una nota de 1944, habla de una «Novela sobre la Justicia» y presenta un diálogo que preanuncia los de Jacques Cormery con su madre. Posteriormente, en 1946, esboza la estructura de esa «novela Justicia» y reconocemos en ella los elementos de El primer hombre. Otra anotación de 1946, que puede considerarse un pretexto, apunta:

Novela. Infancia pobre. Tenía vergüenza de mi pobreza y de mi familia (¡pero son monstruos!) y si puedo hablar de eso hoy con sencillez es que no tengo vergüenza más de esta vergüenza y que no me equivoco más de haberlo sentido. Yo no he conocido esta vergüenza hasta que se me puso al liceo. En el paravante, todo el mundo era como yo y la pobreza me parecía el aire mismo de esta gente. En el colegio, conocí la comparación (Camus, 1964, p. 167).

En 1947, El primer hombre figura en una suerte de esquema en el que consigna lo ya escrito y lo proyectado; menciona una primera etapa, la de las obras del absurdo, luego las de la révolte, a las que seguirían el juicio ―El primer hombre― el amor desgarrado y, finalmente, la Creación corregida o el Sistema. Gran novela. (Cfr. Camus, 1964, p. 201), e integra, al igual que otras, el manuscrito de El Primer hombre.

En una entrevista de 1954, a Franck Jotterand, le refiere un proyecto de novela «sobre un hombre joven que crece en Argelia», diciéndole  «tengo el título y el tema, respecto del resto cambio todos los días. Por cuadro, estas tierras sin pasado de las que hablo en Verano, tierras de imaginación, hechas con el aporte de razas muy diversas» (Citado por Lottman, 1978, p. 546).

Argelia es para Camus su lugar en el mundo, la patria; es decir, el lugar del padre ausente, de la madre analfabeta, del dolor y la miseria, de la inocencia y la exaltada felicidad adolescente, de los amores triunfantes; de la belleza y la plenitud, espacio entrañable que, de pronto, se torna un lugar desgarrado, ensangrentado y perdido, en el que impera la división de las familias y los amigos. No obstante, siente la necesidad de escribir: «En lo que me concierne, he amado esta tierra con pasión, de ella he extraído todo lo que soy y nunca he apartado de mi amistad a ninguno de los hombres que allí viven, sin importar su raza» (Camus, 1964, p. 270).

Un año después, en 1955, le escribe a Jean Grenier en torno a ese ensueño: «Trataré de escribir una novela “directa”, es decir, que no sea, como las precedentes, una especie de mito organizado. Ha de ser una “educación”, o su equivalente. Es algo que puede intentarse a los cuarenta y dos años» (Camus, 1981, p. 201).

Todo escritor habla de sí, reitera metáforas obsesivas que remiten a las sombras que pueblan su imaginario y que proyecta en sus creaciones. Camus señala que, después de Bodas hasta El hombre rebelde, se ha esforzado en despersonalizarse, para luego hablar en su nombre (Camus, 1964, p. 267), aunque siempre manteniendo un distanciamiento entre la voz enunciadora y el yo autoral. Los numerosos elementos biográficos presentes permiten ubicar El primer hombre en la temática de los escritos del yo o escritura biográfica en sentido amplio; pero, asimismo, puede leerse como una quête, como la busca de lo que encierra la palabra «padre», y también como la escritura de esa búsqueda que es un modo de comprender y estructurarse en cuanto individuo.

En La búsqueda del padre, cuando la voz sin memoria de Camus, hipostasiado en Jacques Cormery ―hombre dueño de sí que se ha hecho solo― que, con cierta indiferencia, cumple el pedido materno de visitar la tumba de su padre, para él desconocido, en su alma se producen un quiebre y una revelación que lo conmocionan físicamente. Frente a la tumba del padre desconocido, empáticamente identificado con esa sombra, comprende que la pobreza y la muerte lo igualan a otros hombres que han muerto sin saber por qué, dejando a sus hijos sin pasado y sin nombre:

el hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más joven que él. Y la ola de ternura y compasión que de golpe le colmó el corazón no era el movimiento del ánimo que lleva al hijo a recordar al padre desaparecido, sino la piedad conmovida que un hombre formado siente ante el niño injustamente asesinado, algo había ahí que escapaba al orden natural y, a decir verdad, ni siquiera tal orden existía, sino sólo locura y caos en el momento en que el hijo era más viejo que el padre. […] se debatía ahora presa de angustia y piedad. Miraba las otras lápidas del entorno y reconocía por las fechas que ese suelo estaba sembrado de niños que habían sido los padres de hombres encanecidos que creían estar vivos en ese momento. Porque él mismo creía estar vivo, se había hecho él solo, conocía sus fuerzas, su energía, hacía frente a la vida y era dueño de sí. Pero en el extraño vértigo de ese momento, la estatua que todo hombre termina por erigir y endurecer al fuego de los años para vaciarse en ella y esperar el desmoronamiento final, se resquebrajaba rápidamente, se derrumbaba. El viajero no era más que ese corazón angustiado, ávido de vivir, en rebeldía contra el orden mortal del mundo, que lo había acompañado durante cuarenta años y que latía siempre con la misma fuerza contra el muro que lo separaba del secreto de toda vida, queriendo ir más lejos, más allá, y saber, saber antes de morir, saber por fin para ser, una sola vez, un solo segundo, pero para siempre (Camus, 1994, p. 33).

Cormery descubre que aquello que había buscado intensa e infructuosamente en los libros y en el mundo, ese secreto angustiante está en él y que «Ese secreto… tenía que ver con ese muerto… y con un destino» (Camus, 1994, p. 33).

En un intento por clausurar el vacío de la ausencia paterna, que implica desprotección, pobreza y falta de orientación, ese hombre pretende reconstruir esa imagen inexistente a través del tiempo y el espacio, a través de los ecos de voces sin nombres, de los susurros de la historia y, particularmente, de las palabras del silencio. Cormery manifiesta la nostalgia de padre latente y la conciencia de necesidad de guía:

He intentado descubrir yo mismo, desde el comienzo, desde pequeño, lo que estaba bien y estaba mal, ya que nadie a mi alrededor podía decírmelo. Y ahora reconozco que todo me abandona, que necesito que alguien me señale el camino y me repruebe y me elogie, no en virtud de su poder sino de su autoridad, necesito a mi padre (Camus, 1994, p. 40).

Y, en las notas, Camus apunta «A los cuarenta años reconoce que necesita alguien que le señale el camino y lo repruebe o elogie: un padre. La autoridad y no el poder» (Camus, 1994, p. 264).

En ese intento, el hombre que «había buscado locamente a ese padre que no tenía» comprende que, al no tener ni Dios, ni padre, aprendió a vivir en medio de la miseria y la ignorancia con orgullo, valor y honor, y descubre la verdadera magnitud de la figura materna, de «lo que siempre había tenido, mi madre y su silencio» (Camus, 1985, p. 97) que se torna principio dominante en la novela.

Si bien el amor, para Camus, va unido a la felicidad, aunque sean cosas diferentes, y cree que puede ser la salvación frente al absurdo, no ha ocupado un lugar relevante en su obra. En el manuscrito de El primer hombre, por primera vez, el amor se constituye en principio generador, y una figura femenina tiene carácter memorable en la obra. Es a su madre, una mujer humilde y sufriente que, en silencio, le había dado su amor y lo había protegido, a quien dedica la historia:

Lo ideal, que el libro estuviera escrito para la madre, de una punta a la otra ―y sólo al final se supiera que no sabe leer ―sí, sería así […]. Y lo que más deseaba en el mundo, que su madre leyese todo lo que había sido su vida y su carne, eso era imposible. Su amor, su único amor sería mudo para siempre (Camus, 1994, p. 267).

Una historia de vida y reconocimiento:

Quiero escribir aquí la historia de una pareja unida por la misma sangre y todas las diferencias. Ella semejante a lo mejor que hay en la tierra, y él tranquilamente monstruoso. Él, lanzado a todas las locuras de nuestra historia; ella, atravesando la historia como si fuera la de todos los tiempos. Ella, casi siempre silenciosa y con unas pocas palabras a su disposición para expresarse; él, hablando sin cesar e incapaz de encontrar a través de miles de palabras lo que ella podía decir con uno solo de sus silencios… La madre y el hijo (Camus, 1994, pp. 279-280).

Una madre que, dada la ausencia de ese padre-Dios, con resabios jansenistas, al que Cormery, aún, no ha podido acceder, es la única capaz, de ver su corazón con solo una mirada, de perdonarlo sin comprender sus palabras. Esa intercesora, con su ejemplo de aceptación y coraje ante la vida de pobreza, y con su silencio, sin saberlo, siembra en él la semilla del verbo, y le marca el camino hacia el absoluto.

Ante esta madre crística, abre su alma a modo de confesión:

No me comprendes y sin embargo eres la única que puede perdonarme… Muchos gritan, en todos los tonos, que soy culpable. Y no lo soy cuando me lo dicen. Otros tienen el derecho de decírmelo y sé que tienen razón y que debería pedirles perdón. Pero uno pide perdón a los que sabe que pueden perdonarlo. Simplemente eso, perdonar, y no pedirnos que merezcamos el perdón, que esperemos. [Sino] simplemente hablarles, decir todo y recibir el perdón. Sé que aquellos y aquellas a quienes podría pedirlo, en el fondo del alma, pese a su buena voluntad, no pueden ni saben perdonar. Un solo ser podía perdonarme, pero nunca fui culpable con él y le he entregado todo mi silencio, pero ha muerto y estoy solo. Tú eres la única que puedes hacerlo, pero no me comprendes y no puedes leerme. Por eso te hablo, te escribo a ti, a ti sola, y cuando haya terminado, pediré perdón sin más explicaciones y me sonreirás… (Camus, 1994, pp. 288-289).

En este pretexto de lo que habría de ser su soñada novela, mediante el discurso autoficcional, recrea sus recuerdos de infancia, sus años en el Liceo, para concluir con un breve capítulo, «Oscuro para sí mismo», en el que, al igual que en El revés y el derecho, contrasta el esplendoroso sol de Argel, ese Mediterráneo lleno de luz en el que Camus se sentía ebrio de felicidad y de vida, con esa otra parte en sombras de su ser que, desconcertada, buscaba saber y entender este mundo como debió hacerlo el primer hombre. Finalmente, sabemos que este primer hombre descubre el secreto: «él no es el primero. Todo hombre es el primer hombre, nadie lo es» (Camus, 1985, p. 142).

En la madurez, Camus parecería haber alcanzado a vislumbrar una respuesta a sus angustias metafísicas y, acaso, encontrar el camino de la fe y la verdad:

Esta es mi fe y nunca me ha abandonado. Pero tomé el camino de la época con sus sinsabores para no trampear y afirmar, después de haber compartido sufrimiento y negación, como por otra parte lo sentía. Ahora hay que transfigurar, y esto es lo que me angustia ante este libro por hacer y que me ata. Quizás la pintura de cierto desamparo lo ha agotado todo en los hombres de mi edad y ya no sabremos decir más nuestra verdadera fe. Sólo habremos preparado el terreno para los jóvenes que nos siguen (Camus, 1985, p. 252).

En su búsqueda de una respuesta salvadora para el dolor de la condición humana, parte del dogma de la dicha inocente; toma conciencia del sentimiento del absurdo; transita insatisfecho por la révolte; intenta en vano dar respuesta a ese sentimiento con un humanismo sin Dios, con la solidaridad y la santidad laica, luego, descubre la culpa y el mal moral y, finalmente, siente la necesidad de recuperar la inocencia perdida.

En este punto de su trayectoria espiritual, ese sentimiento religioso reprimido aflora asociado a la imagen de esa madre que guía y alumbra el sendero que conduce a Dios. Nada hay comparado a esa mujer humilde, sufrida y silente, su madre, la intercesora, modelo de renuncia y paciencia que acepta lo que la vida le depara, imagen de Cristo encarnada.

 

Referencias Bibliográficas

Camus, A. (1962). Oeuvres. París: Gallimard.

Camus, A. (1962). Obras completas. México: Aguilar.

Camus, A. (1962). Carnets i (mai 1935 - février 1942). París: Gallimard.

Camus, A. (1964). Carnets ii (janvier 1942 - mars 1951). París: Gallimard.

Camus, A. (1964). Carnets iii (mars 1951 - décembre 1959). París: Gallimard.

Camus, A. (1965). Essais. París: Gallimard.

Camus, A. (1981). Correspondance (1932-1960): Albert Camus, Jean Grenier. París: Gallimard.

Camus, A. (1994). Le premier homme. París: Gallimard.

Lottman, H. (1978). Albert Camus. París: Seuil.

 



[1] Doctora en Letras por la Universidad del Salvador, Buenos Aires, Argentina. Se desempeñó como docente de esta institución hasta el año 2010. Actualmente, es miembro de la SIEY y la AALC, e integra el Consejo Editor de la revista Textos, de la Clemsom University. Correo electrónico: amllurba@hotmail.com

Fecha de recepción: 04-05-2011. Fecha de aceptación: 29-06-2011.

Gramma, XXII, 48 (2011), pp. 75-88.

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.

[2] Entiéndase por révolte, en el sentido que le da Camus, el de revolverse ―término poco frecuente entre nosotros―, enfrentar, rechazar o darse vuelta ante los otros, y no un acto de sedición o rebelión violenta, por eso mantengo la expresión en francés.

 

[3] Similar actitud observamos en las obras de Jorge Luis Borges y Marguerite Yourcenar.