Gramma, XXI, 47 (2010)
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía Y
Letras. Escuela de Letras
Ha Muerto un Santo
Elvira Orphée[1]
Nota del Editor
Este cuento fue cedido por la autora a nuestra revista, habiendo sido
publicado en 1973, en su libro Su demonio preferido, bajo el sello editorial Emecé de Buenos Aires.
La dueña de casa se
acercó a la ventana siguiendo el capricho de algún latido de su corazón, y la
alarma le lavó la cara. Lavada de rasgos y expresiones, quedó sólo la alarma, miel que atrae a las abejas de las
catástrofes: nosotros. Nos precipitamos hacia donde ella estaba, y vimos lo que
veía: un grupo de camareros dementes, allá abajo, en la azotea de un hotel,
dando vueltas como animales acorralados. En ese momento, desde uno de los
cuartos del hotel subió un gemido largo y enseguida el llanto de un niño
torturado. Los camareros se enloquecieron intensamente, el que parecía más
trastornado se tiró a otra azotea sin salida, pocos metros más abajo, algunos
consiguieron huir. Ya se oían los gritos por todas partes, tan ininterrumpidos
que parecíamos circundados por un solo grito romo. Entre el alarido y la queja
se parecía más a la queja. Una queja de espanto.
Desde
donde estábamos se distinguía algo de calle, y esa calle era de olas. Marejadas
de gente y de gritos.
Los
que hasta hacía poco se divertían en la fiesta, allá arriba, empezaron a
contaminarse del miedo. Yo también. De un momento a otro íbamos a dejar de ser
un islote en la queja. Ya cabalgábamos la curiosidad, ya teníamos ansia de
enterarnos del mal que se acercaba. Repetimos las escenas de la azotea. Con más moderación, lentitud o buenos
modales. Algunos daban vueltas alrededor del cuarto, las manos cruzadas en la
espalda, como para hacer creer que hurgaban en un pensamiento profundo y
estaban a punto de lanzarlo. Otros se acercaban a la puerta, conversando
animadamente, fingiendo que nada pasaba. Ninguno se tiró por la ventana.
Estábamos en el minuto del hormigueo de la angustia, cuando el descubrimiento
es inminente. Ninguno pensó tampoco en adularme. En esas circunstancias la
costumbre quedaba rota. Sólo uno me encaró para preguntarme sin delicadeza qué
pensaba hacer. Pero antes de recibir mi contestación me mostró la espalda y se
fue.
Después
me fui yo. Allí arriba no estaba segura. Me encontré en la calle entre
muchedumbres que salían de la ciudad llevándose sus cosas. No se parecían
quizás a las del Antiguo Testamento, pero por su aspecto de maldecidas, el
mismo Dios de cataclismo las amenazaba. Los hombres, en largas camisas sueltas,
arrastraban los objetos más pesados, vehículos y animales se desesperaban por
avanzar, algunas mujeres, quizá bellas en calma, pero ahora con los ojos como
cráteres y el pelo espantado, iban gritando: ¡Ha muerto un santo! ¡Ha muerto un
santo! Y sus palabras se atropellaban como queriendo desembocar al mismo tiempo
en el aire transmisor de ayes.
Me
dio rabia. Cierto, no todos los días muere un santo, pero si ya no había a
quién mostrar que huían por amor a él o por miedo de él, ¿por qué ese pánico
general? Esa era mi opinión y no la de los demás. La oculté, casi me puse a
saludar. Una sola opinión contradictoria tiene que ser cortés con la multitud
que arrastra.
Huían
distintos unos de otros. Desprevenidamente espantados, a regañadientes, o en
franca rebelión contra su miedo. Y yo ¿huía o me protegía entre ellos? La
cabeza se me llenó de repente con un pensamiento: los soldados saquearían mi
casa. El tiranosanto había sido asesinado y ya el libertador o el nuevo tirano
estaba dando la orden de destruir todos sus rastros. Santo o tirano, ahora
estaba con su muerte a cuestas, despojado de lo que lo hacía igual a cualquier
hombre: la pobrecita vida.
¡Ha muerto un
santo! Estribillo
en bocas cada vez más espantadas, incomprensible exageración, insoportable. Los
gritos de esa gente eran como por la muerte del padre absoluto. Un padre
inconfesablemente dulce.
De
todas partes me empujaban y tironeaban sin reconocerme. Dentro del cuerpo los
latidos se me volvían dolorosos pero yo no tenía miedo. Yo supe, la primera,
que el tiranosanto estaba en su cama adornado de puñaladas y me quedé
tranquila. Yo me quedé tranquila desde que lo vi muerto, ellos se pusieron a
gritar desde que se enteraron. Sus gritos hacían subir la temperatura de mi
rabia, hasta que me vinieron como sacudones eléctricos. Yo era de aquellos para
los que el tiranosanto había sido abominación, existencia nauseabunda, alma en
estado de llanto. El santo festejado cada día no había ido a la fiesta de
aquella tarde, aniversario de su santidad. En cambio, un niño había llorado en
un cuarto de hotel. ¿Torturado por una madre que tenía asco del padre? ¿Por esa
causa se aborrece a un niño?
Me escurrí hasta el
umbral de una puerta. Las eléctricas descargas no me dejaban seguir. Desde allí
vi pasar a nuestros individuos hechos multitud, tal como ellos son: sin
razones, con frenesí, frutos, prepotentes, incompletos y hasta buenos. Esos que
eligieron su santo y se pusieron a amarlo por extraños motivos. El de ser
macho, por ejemplo. ¡Como si fuera tan difícil! O a lo mejor es tan difícil. Pero si los ciudadanos se adoraban en él,
¿qué le adoraban las ciudadanas?
Pasaron
todos, se fueron hacia otras calles, hacia las afueras. Entonces volví atrás
por la ciudad desierta. Había negocios con los vidrios rotos y gente adentro
que se entregaba a melancólicas borracheras en la penumbra. Anduve mucho. La
ciudad era maravillosa. Por primera vez. Sus habitantes habían dejado de
rezarle a la VIRGEN de las COSAS al REVÉS. Se habían ido los pobrecitos siempre
acostumbrados a tomar el mal por bien hasta creerlo bien. Eso desde hace mucho
tiempo, cuando todavía no estaba el tiranosanto pero ya había tirano que los
acostumbrara a tomar el revés por el derecho. Hasta que se coagularon las
equivocaciones. Un tiranosanto, una VIRGEN de las COSAS al REVÉS, ¿qué más
quiere un pueblo? La divinidad hecha noticia y viviendo en casa.
Pasé
frente a un edificio con las puertas abiertas de par en par y lo único que vi
fueron árboles gruesos y retorcidos que no necesitaban de hojas para ocultar.
Pero de repente, salidas de atrás de los árboles, bajaron unas víboras tan
gruesas y tan retorcidas como ellos. ¡Alguien había roto las jaulas de vidrio
del zoológico! Me alejé casi corriendo con cólera, con aflicción, con náuseas.
Y atravesé una plaza sin un solo árbol, como las que nos gustan aquí, con
vereditas simétricas, granza y un monumento blanco en el centro. De un pilar
del alumbrado colgaba todavía mi retrato. Salí de la plaza y de repente
encontré la casa en que viví con mi madre hasta que me sacaron de allí por un
único motivo: haberme vuelto mujer. El lugar donde ella murió quizá porque la
obligaron a separarse de mí. O por la forma en que la obligaron.
Digo
que encontré la casa y es mentira. No la buscaba, nos encontramos natural o
antinaturalmente. Ya nadie me impediría tirarme por fin en mi cama simple, ya
nadie me obligaría a usar la del palacio presidencial, con columnas retorcidas
como serpientes asquerosas, porque sobre esa cama está ahora el hombre santo
reluciente de puñaladas.
No tuve tiempo de admirar
la casa de mi madre, la mía, tan clara y tan de acuerdo con un barrio de
suboficiales, porque desde hacía rato los latidos dolorosos dentro de mí se
estaban volviendo pesadez caliente y suave. No tuve tiempo de alegrarme con la
casa de mi madre. Solo tuve tiempo para mirar desde el balcón unas figuras
lejanas en la esquina de la plaza, para echarme en la cama y para recibir en
mis propias manos a mi hijo recién nacido. Sin ninguna ayuda y sabiendo de
quién es. Yo no soy como esas mujeres donde él sembró su santidad, tantas y tan
robadas a otros que muchas murieron sin conocer la filiación de sus engendros,
sospechándola apenas. Mi madre entre ellas. Pero yo soy soltera y no hay
confusión posible sobre el padre de este hijo. Y ahora ¡qué venga la felicidad!
Felicidad de estar de nuevo en mi casa, de que se haya muerto el santo y de que
los pobrecitos, con su error petrificado, ya no me sigan celebrando como a la
Virgen protectora de las COSAS al REVÉS. Ya no soy más la antorcha del santo,
la que a él se le antojó imponer justamente para que las cosas fueran más al
revés, tan al revés que cada glóbulo de su sangre y cada tramo de sus venas
pudiera saltarle de borrachera y de poder. Mañana no habrá en las calles ni uno
solo de mis retratos venerados, y quizás el error se les ablande a los
pobrecitos. Lo que sé es que si el santo estuviera aquí, se acercaría a mí,
apenas más viejo que yo de aspecto, orgulloso de no parecer mi padre sino el
HOMBRE, tomaría en brazos al niño, rubio como él, doblemente semejante a él por
la misma doble corriente de sangre, y lo acariciaría. Lo acariciaría como al
hijo que los hombres tienen de la mujer que aman… ¡Qué venga la felicidad!...
¡Oh, no! No puede venir. ¿Qué he hecho por mi padre, ese hombre
inconfesablemente dulce? ¿Qué he hecho yo, por muy santo o muy tirano que él
haya sido?
[1] Estudió Letras y fue colaboradora de la revista Sur.
Forma parte de antologías nacionales e internacionales; ha sido traducida al
inglés, al italiano y al francés. Obtuvo varias distinciones, entre ellas, el
Premio Municipal de Novela (1967 y 1969), y la Beca Guggenheim (1988). Correo electrónico: elviraorphee@hotmail.com
Gramma,
XXI, 47 (2010), pp. 164-167.
©
Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de
Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN
1850-0161.