Gramma, XXI, 47 (2010)
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía Y
Letras. Escuela de Letras
«Mobilis
in Mobile»: Crónica de una Utopía Errante en Vingt Mille Lieues sous les Mers, de
Julio Verne
Daniel Del Percio[1]
Nota del Editor
El presente trabajo constituye la síntesis de una investigación
realizada en el marco del seminario de doctorado «Perspectivas analíticas del
relato de viajes, entre la literatura comparada y los estudios
transatlánticos», dictado en el año 2007 por la Doctora Sofía Carrizo Rueda, en
la Universidad Católica Argentina.
Resumen: El viaje y la utopía son complementarios. El viaje
es el acceso al país utópico; la utopía, lo que da sentido al viaje. En la
segunda mitad del siglo xix, Julio
Verne escribe Vingt mille lieues sous les mers como una novela múltiple: relato de viaje y de
aventuras, narración didáctica con prosa científica y precursora de la ciencia
ficción. Esta novela es, además, una «utopía móvil», la suma del viaje y del
destino utópico, el instrumento fabuloso o el juguete tecnológico de la
plenitud. De esta unión nacerá, paradójicamente, la distopía, la utopía
concebida como instrumento vengador. Julio Verne anticipa los mundos de
pesadilla que tienen su semilla en un «mundo feliz».
Palabras clave: infancia, aislamiento, relato de viaje, Verne,
utopía, ideología, juguete, colonialismo.
Abstract: The travel and the
utopia are complementary. The travel is the access to utopic land; the utopia
is the sense of the travel. In the second middle of the xix century, Jules Verne writes Vingt mille lieues sous les mers
as a multiple novel: travel nºarrative and adventure story, didactic and
scientific, and precursor of the science fiction. This novel is, too, a «mobile
utopia»; the sum of travel and the utopic destiny, the amazing instrument or
the technologic toy of the happiness. The distopia will borne from this paradox
union: the utopia as revenge instrument. Jules Verne brings the nightmare’s
worlds that they have its seed in a «brave world».
Keywords: infance, isolation,
travel narrative, Verne, utopia, ideology,
toy, colonialism.
Introducción
Se viaja y se escribe
para buscar el asombro. Aristóteles decía que la filosofía nace de esta actitud
que, paradójicamente, es al mismo tiempo propia de la infancia. Tanto el relato
de viajes, como toda forma de literatura que contiene dentro de sí la
descripción de un viaje, tienen en común el haber atravesado un límite o una
frontera para descubrir un lugar que nos era extraño. En esto consiste la
experiencia de ser extranjero: una infancia que nos hace filósofos.
Así como infancia y
filosofía tienen en común un estado de «inocencia esencial ante el mundo», viajar y escribir se parecen porque
son los actos que construyen el espacio, entendido este como extensión infinita
que busca llenarse de sentido. No es casual que, desde siempre, la narración de
un viaje, tanto real como imaginaria, sea esencial para la imagen que tienen de
sí mismos: tanto el individuo que viaja y relata, como la sociedad para la que
aquel escribe. Acaso podamos considerar, de hecho, que la descripción de lo
desconocido es la experiencia creadora por excelencia, por cuanto vincula
memoria y acción, pasado y presente, lo familiar y lo extraño. Formas nunca
vistas son adaptadas a lo familiar por quien observa y escribe. Miedos
familiares se proyectan en lo extraño y diferente. Las observaciones del viajero
pueden hacer distinto lo igual, e igualar lo extraño. Así, describir está,
indisolublemente, unido al acto de viajar, como ha demostrado, en distintos
trabajos, Sofía Carrizo Rueda[2]. El problema surge cuando pensamos de qué modo se describe y se
navega. En definitiva, quien relata un viaje navega por las aguas de Heráclito.
Pero
acaso esta forma de viajar ya haya desaparecido. Zygmunt Bauman acuñó la
expresión «modernidad líquida» para designar una forma de concebir el mundo sin
estructuras ni conceptos sólidos (Bauman, 7-20). Irónicamente, parecería que
esta forma de modernidad ha hecho imposible la experiencia de ser extranjero.
Es decir, ha hecho imposible el asombro y su condición básica: la infancia.
Porque, necesariamente, se viaja haciendo escalas en lo sólido (un puerto, una
ciudad, una forma singular). Trasladarse en lo siempre líquido es disolverse
dentro del propio viaje, porque han desaparecido los límites que, al dividir a
los hombres, en rigor los invitaban a acercarse.
Acaso
el siglo xix sea el más rico en
relatos de viaje por ser una época única en la historia, en la que se
conjugaron medios de comunicación lo suficientemente rápidos y numerosos con
esta condición de asombro propia de la infancia de la humanidad, de la que ya
había gozado profundamente durante la Edad Media y el Renacimiento. Entre estos
relatos, imbuidos de incipiente ciencia ficción y de divulgación científica, se
destacan las obras de Julio Verne, y en particular, las comprendidas dentro de
su ciclo de «voyages extraordinaires». Vingt mille lieues sous les mers, novela emblemática de ese ciclo, y acaso
la más famosa de todas ellas por su equilibrio entre anticipación, aventura y
actualidad, es solo parcialmente un relato de viaje. Verne construye un
verdadero sistema utópico y, en apariencia, autosuficiente (la nave prodigiosa,
el Nautilus), construida por un personaje oscuro que,
en principio, es caracterizado por su genialidad, pero que, en verdad, es
dominado por el odio a la civilización occidental. Esta utopía móvil puede
pensarse como el «auxiliar» que permite el viaje extraordinario, el juguete
infantil que permite la fantasía y el descubrimiento, o bien como un espacio en
donde se desenvuelven ideas mortales y en absoluto infantiles: la venganza, la
lucha, el terror. El viaje que emprende el Nautilus puede leerse entonces como el desplegarse de Occidente en sus dos
rostros: el positivo-constructor, pleno de espíritu de descubrimiento y
exploración a través de su ciencia y su arte; y el negativo-destructor, en el
que el viaje es una mera excusa para mostrar la opresión. Vista así, la novela
que nos ocupa sintetiza violencia e ingenuidad, descripción de abismos
submarinos y de abismos humanos. El verdadero eje de la obra no es, entonces,
el viaje extraordinario a través de los mares, tan perfectamente delimitado por
la prosa didáctica de Verne, sino la sintaxis entre este viaje singular, para
el que no parecen existir límites, y el estancamiento en el odio de su
personaje principal: el Capitán Nemo. Y Verne muestra un gran conocimiento del
alma humana al dejar esta dialogía sin síntesis y sin redención.
El Barco Ebrio
En pleno siglo xix,
existen muchas formas de navegar. Darwin no es Goethe, ni Shackleton es Conrad.
Sin embargo, y siguiendo a Barthes, acaso podamos definir dos tipos, o mejor
dicho, dos extremos en estas concepciones. Le bateau ivre, de Rimbaud, y Vingt mille lieues
sous le mers, de
Julio Verne, representaron para el semiólogo francés la libertad absoluta, es
decir, el viaje en sentido puro, carente de itinerario y de crónica, y además,
el ámbito de lo doméstico, de lo previsible, de la aventura perfectamente
calculada y casi turística.
Observemos
los siguientes fragmentos de Le bateau
ivre:
La tempête a béni mes éveils maritimes.
Plus
léger qu’un bouchon j’ai dansé sur les flots
Qu’on
appelle rouleurs éternels de victimes,
Dix
nuits, sans regretter l’œil niais des falots!
Et dès lors, je me suis baigné dans le Poème
De
la Mer, infusé d’astres, et lactescent,
Dévorant
les azurs verts; où, flottaison blême
Et
ravie, un noyé pensif parfois descend;…
[La tempestad bendijo mis desvelos marítimos.
Más
ligero que un corcho, bailé sobre las olas
que
llaman arrolladoras eternas de víctimas,
durante
diez noches, ¡sin añorar el ojo necio de los fanales!
Y desde entonces me sumergí en el Poema
de
la Mar, infundido por astros, y lactescente,
devorando
los azures verdes; donde, como la flotación pálida
y
arrebatada, un ahogado pensativo a veces desciende;… (Rimbaud, 1995, p. 252)]
Es evidente el vuelo
poético del texto, en el que cada elemento es impulsado a su máximo grado de
libertad para extraer de él la esencia del viaje interminable. Este largo
poema, escrito en 1871, es posterior a la novela de Verne que nos ocupa. Es
significativo que Rimbaud no conociera el mar antes de escribirlo. Según Juan
Abeleira, traductor y comentador de Rimbaud, «El barco ebrio» es una
reelaboración poética de imágenes diversas, tomadas de distintas obras de
aventuras: Las aventuras de Arthur Gordon Pym, de Poe; Los cantos visionarios, de Hugo; El viaje, de Baudelaire; y la misma Veinte mil
leguas de viaje submarino, de Verne (Rimbaud, 1995, p. 504). La influencia de esta última, en particular,
es notoria en varios pasajes, como, por ejemplo, la descripción que hace Verne
del mar de los zargazos fue determinante en la imagen del mar como
«lactescente». Sobre este poema, y sobre las diferencias que tendría con la
obra de Verne (que nos ocupa), comenta Barthes:
El objeto verdaderamente contrario al Nautilus de Verne es «El Barco
Ebrio» de Rimbaud, el barco que dice «yo» y, liberado, de su concavidad, puede
hacer pasar al hombre de un psicoanálisis de la caverna a una verdadera poética
de la exploración (Barthes, 1989, p. 84).
Barthes
considera antitéticos ambos textos, pero lo curioso es que toma como punto de
referencia central las naves, es decir, el instrumento que permite el viaje. En
Rimbaud, ve el casco despojado de cualquier ordenamiento y control, y este
«descontrol voluntario» del navegante (que, en realidad, es dirigido por el azar
y el mar) es la forma de exploración más pura posible. Compartimos esta
afirmación, pero acaso su lectura de la obra de Verne no haya penetrado lo
suficiente en lo que podríamos llamar «su metafísica del viaje» para reducirse
solamente a «su fenomenología». En rigor, podríamos aplicarle al Nautilus las mismas pautas de análisis que emplea Gastón Bachelard en La Poética del espacio, para analizar el espacio íntimo de la casa, de la sala de estar y,
quizá para no reducir la experiencia al confort definitivo, el sótano y la
buhardilla, lugares siempre amenazantes y seductores. Ambos tipos de espacio,
femeninos en esencia, simbólicamente maternos y devoradores, constituyen el topos de
la inmovilidad, y su lado oscuro, como toda caverna, reside en su misma invitación
a detenerse.
Pero
la idea de topos es más amplia. Desde una concepción
simbólica, espacio o lugar no es meramente una superficie delimitada
concretamente. Bollnow observa que Aristóteles en la Física interpreta el espacio como una suerte de vasija, como un lugar que
contiene otras cosas, al menos, potencialmente (Bollnow, 1969, pp. 35-37). Esta
estructura «matriz», envolvente y femenina funciona como un
sistema de muñecas rusas, de lo que prontamente surge el problema (que la
física moderna ha reactualizado) acerca de si existe un lugar «límite», un
continente que no es contenido, o bien, si los espacios se suceden
contiguamente de forma ilimitada[3]. ¿Qué más parecido a una vasija que una
nave submarina? Y ante todo, no debemos olvidar que esta nave es un topos en
movimiento, a la que el mismo Verne caracteriza como Mobilis in mobile, lo móvil en el elemento móvil. Si aplicáramos el análisis de
Bachelard al Nautilus, encontraríamos, sin duda, una casa o una
caverna, pero que se mueve sin interrupción dentro de otra casa incesante: el
mar. La esencia del viaje no se halla ni en la nave ni en el mar, sino en la
sintaxis que ellas forman. Será uno de los pasajeros accidentales del submarino el encargado de leer ese lenguaje.
Crónica de una Revolución
Ante todo, pensemos que Veinte mil
leguas de viaje submarino se
desenvuelve en el misterio. Misteriosa es la aparición de la nave, sugestivamente confundida con un leviatán.
Misteriosa es la personalidad y el sentido que le da a su vida y a su viaje el
Capitán Nemo, misteriosa es la nave y la energía que la anima, y misterioso
será su destino.
Vemos,
claramente, que el misterio regula la lectura de la obra sugiriendo la
presencia de un hecho que saldrá a la luz y se manifestará solo para volver a
sumergirse en lo ignoto. Desde la recepción, el despliegue de la obra adopta
una estructura similar a la que Jung y Von Franz han detectado en los cuentos
de hadas en general, y muy particularmente en el ciclo artúrico. En este, la
espada que surge del
lago representaría las fuerzas del inconsciente que emergen al mundo de la
conciencia. Esta irrupción tiene por objeto «restaurar» las energías del mundo.
Y, por esta misma razón, su final no puede ser otro que el regreso de esa
fuerza a su lugar natural, una vez cumplida su misión.
Observemos
desde esa perspectiva la estructura de esta novela de Verne. Sus cinco partes
corresponden no solo a un predominio argumental, sino, principalmente, a la
peripecia existencial que implican:
i. Misterio generado a partir de noticias y sucesos
extraordinarios (informes de capitanes, accidentes de barcos que han chocado
con un objeto desconocido, grandes columnas de vapor y agua que anuncian al
monstruo).
ii. Viaje en el Abraham Lincoln: de una manera errática, cual un «barco ebrio», una nave de superficie
que persigue al Leviatán (su vínculo con Moby Dick de Melville es evidente) y en la que están embarcados los tres
protagonistas principales, uno de los cuales (un naturalista francés) será el
narrador y fijará la focalización[4].
iii. Naufragio: luego del encuentro con el monstruo y de
una lucha singular, los tres protagonistas devienen náufragos y quedan aislados
(el término, en este caso, es etimológicamente preciso) en lo que creen una
isla y que, para su asombro, es una nave submarina.
iv. Viaje en el Nautilus: capturados por el enigmático Capitán Nemo, y sin embargo, mantenidos
en un estado «hospitalario» por motivos que solo le conciernen a él, los tres
protagonistas inician un viaje submarino alrededor del mundo. Este viaje se
caracteriza por emprender un recorrido solo a medias conocido por los tres
protagonistas, a quienes llamaremos «los pasajeros del Nautilus», y por visitar parajes nunca vistos por el hombre, pero que, en el
tiempo de la enunciación de la novela, eran tierras pendientes o en vías de
exploración.
v. Misterio por el destino del Nautilus y su Capitán,
que han desaparecido en un inmenso remolino (diríase, un ombligo marino). Su
regreso queda como duda y promesa a la vez.
Pronto
observamos que esta estructura es especular, pero el misterio final ha cambiado
de rostro. Así como el submarino atraviesa la línea de la superficie del mar,
así el relato ha atravesado la superficie del espejo de la realidad, se ha
sumergido en un lugar ignoto, y lo ha explorado. Pero, ¿qué surge exactamente
de ese espacio del inconsciente? No un monstruo; no, al menos en el sentido
habitual del término, ni un arma, sino precisamente un «lugar» en
el estricto sentido aristotélico de topos:
espacio, hueco, volumen en el que se habita. En ese lugar «móvil»
(característica que hace a la esencia de la nave y de la novela) se desarrolla
una curiosa sociedad «perfecta» propia de la Edad de Oro: allí todos los
hombres poseen una única voluntad y una única voz que, en ningún momento, es
despótica o totalitaria. Y hemos usado la palabra «hombres» en su limitada
acepción de género: la sociedad «perfecta» y «autosuficiente» que sale a la luz
es exclusivamente masculina. No hay mujeres ni siquiera en el imaginario
masculino de estos hombres. Si observamos un poco más, veremos que lo único
femenino en el Nautilus, a pesar de su nombre, es la nave misma.
Ella, ese lugar que los contiene, es una madre que los provee de todo, incluso
del movimiento. Barthes, muy sagazmente, elabora la siguiente idea:
La imaginación del viaje corresponde en Verne a una exploración de lo
cerrado; la coincidencia de Verne con la infancia no proviene de una mística
banal por la aventura, sino de una felicidad común por lo finito, que puede
encontrarse en la pasión infantil por las cabañas y las tiendas de campaña: el
sueño existencial de la infancia y de Verne consiste en amurallarse e
instalarse (Barthes, 1989, p. 81).
A
continuación, Barthes plantea que el arquetipo de este sueño es La isla misteriosa, un espacio cerrado en donde el hombre, devenido niño, reinventa el
mundo. En este mismo sentido, Dos años
de vacaciones
podría considerarse una novela perfecta: los náufragos son niños que se vuelven
autosuficientes, y a los que solo les falta una madre. Ella llegará más tarde,
también como sobreviviente de un naufragio.
Estamos,
evidentemente, frente a una «situación» Robinson: el aislamiento es total y nos permite probar la capacidad del ser
humano para sobrevivir y progresar. Sin embargo, en Verne como en otros autores
anteriores a él, la estancia en la isla no es una metáfora del nuevo hombre
capitalista y emprendedor. No es un Robinson Crusoe, un adulto que reinventa la
sociedad occidental en el más puro aislamiento, sino un niño que se encierra
para ser feliz. El progreso, en todo caso, será un juguete más del niño.
Al
respecto, Barthes agrega:
Verne
fue un maníaco de la plenitud: no cesaba de establecer límites al mundo y de
amueblarlo, de llenarlo como si fuera un huevo; su movimiento es exactamente
igual al de un enciclopedista del siglo xviii
o de un pintor holandés: el mundo es finito, el mundo está lleno de
materiales enumerables y continuos. La única tarea del artista (y, por qué no,
del científico) es hacer catálogos, inventarios, perseguir rinconcitos vacíos,
para hacer ahí, en apretadas líneas, las creaciones y los instrumentos humanos (Barthes, 1989, p. 82).
Desde
este punto de vista, en Verne se cruzan la idea utópica de la Edad Dorada (el
pasado ideal, el espacio mítico y delimitado de la infancia) con la estructura
ideológica del progreso positivo-materialista, propio de la Revolución
Industrial y del viaje de exploración científica. No es preciso pensarlo mucho
para comprender que estas dos actitudes constituyen el rostro luminoso del
siglo xix europeo. Pero Verne es
sagaz, y comprende claramente que también existe un rostro oscuro, y que,
acaso, concluya por opacar completamente al anterior. Es el rostro del Poder,
de la opresión y de la anulación de la voluntad individual, ya anticipado por
otro francés: el Marqués de Sade.
Indiscutiblemente, el gesto profundo de Julio Verne es, pues, la
apropiación. La imagen del barco, tan importante en la mitología de Verne, no
la contradice; por el contrario: el barco bien puede ser símbolo de partida;
pero más en profundidad, es la cifra de la clausura […] El navío es un fenómeno
vinculado a la vivienda, más que un medio de transporte […] El Nautilus es, en este sentido, la caverna adorable. El goce del encierro alcanza
su paroxismo cuando, desde el seno de esa interioridad sin fisura, es posible
ver por un gran vidrio el vacío de las aguas exteriores y, en un mismo gesto, definir el interior como lo contrario (Barthes, 1989, p. 83).
Este
autoencierro o autoaislamiento es el espacio propio de la descripción y del
catálogo. La prosa didáctica de Verne puede extenderse a placer en una
innumerable crónica del adentro y del afuera. Un adentro y un afuera que
dialogan a partir de un cristal y de la luz que emite la misma nave haciendo
visible lo incógnito. Y sin embargo, considerar que Vingt mille lieues sous les mers es el relato de un viaje utópico sería
ignorar que en él subyace un personaje que es acción pura: el creador y
comandante de la nave, misterioso hacedor del viaje, millonario, genio del
arte, de la tecnología, y de las ciencias físicas y naturales; y sus
motivaciones extraordinarias pero siempre ocultas. A partir de sus personajes,
la función narrativa en esta obra de Verne es, fundamentalmente, una sintaxis
entre dos discursos descriptivos profundamente escindidos, como las dos caras
de la cultura de la que surge: por un lado, la descripción utópica; y por otro,
la descripción de un hombre (el Capitán Nemo) que es «Nadie» y
que oscila entre la perfección divina y lo monstruoso. Pero ¿acaso es la
descripción de la nave y de su viaje el marco que contiene la narración de las
acciones de Nemo? ¿O bien estamos en la situación inversa? El modelo teórico de
Carrizo Rueda resuelve este problema, al explicar que el relato de viajes…
Se trata de un discurso narrativo-descriptivo en el
que predomina la función descriptiva como consecuencia del objeto final, que es
la representación del relato como un espectáculo imaginario, más importante que
su desarrollo y su desenlace. Este espectáculo abarca desde informaciones de
diversos tipos, hasta las mismas acciones de los personajes. Debido a su
inescindible estructura literario-documental, la configuración del material se
organiza alrededor de núcleos de clímax que, en última instancia, responden a
un principio de selección y jerarquización situado en el contexto histórico y
que responde a expectativas y tensiones profundas de la sociedad a la que se
dirigen (Carrizo Rueda, 1997, p. 28).
Consideramos
que este modelo teórico que aporta Sofía Carrizo Rueda permite analizar los
textos de Verne tanto en profundidad como en extensión. Vingt mille lieues sous les mers es paradigmática dentro de las novelas del
autor francés, puesto que, como en ninguna otra, puede verse claramente la
doble articulación del espacio y, por ende, de la acción y de la descripción.
Por un lado, desde la perspectiva del «mundo cerrado» de la nave, estamos ante
un relato de viaje puro en donde la «utopía» es el objeto a describir. A su
vez, lo descripto involucra dialógicamente lo interior y lo exterior, el mundo
de la nave y el medio por el cual esta nave se desplaza. Es una «utopía móvil»,
en la que persiste, fundamentalmente, el modelo insular, propio de Tomás Moro,
Roger Bacon y de Tomasso Campanella, pero en donde esta «isla» es una máquina
que se desplaza incesantemente (significativamente, en las dos oportunidades en
las que esto no ocurre: el incidente de la Isla de Torres y al quedar atrapados
entre los hielos de la Antártida, la
nave y sus pasajeros corren el riesgo de destruirse). Sin embargo, esta utopía
posee características propias que merecerán un estudio más amplio en las
páginas siguientes.
Por el otro, se trata de
una novela en donde se narran las aventuras de tres personajes que toman
contacto inesperadamente con un hombre que se encuentra en guerra con el mundo.
O, más precisamente, con la civilización occidental. Nemo prefigura al Kurtz de
The heart of darkness, de Conrad, puesto que en él subyace, a la vez, el modelo del salvaje
y del civilizado. De hecho, Nemo es un bárbaro detrás de la máscara tecnológica
y cultural de un Robinson Crusoe. La crónica casi infantil del descubrimiento
utópico es el marco de una narración mayor, dramática y devastadora.
Mobilis in
Mobile
El relato de viajes y la
utopía se vinculan, tal como lo señala Sofía Carrizo Rueda, del siguiente modo:
…
todo autor de un libro de viajes, sea de la época que sea, tiene presente de
modo prioritario en su horizonte de recepción que sus informaciones tienen que
estar necesariamente en una trabazón íntima con
expectativas profundas de la sociedad a la cual se dirige. No nos olvidemos que uno de los subgéneros más importantes generados
por los libros de viajes es la utopía (Carrizo Rueda, 1997, p. 26) .
Visto así, podemos deducir que Verne tenía una visión muy clara de las
expectativas de su sociedad. Allí se suman el nacionalismo francés, la mirabilia de continentes desaparecidos (la Atlántida) y las regiones que
entonces permanecían inexploradas, pero que estaban en proceso de
descubrimiento (el Polo Sur y los fondos marinos). A su vez, las maravillas
tecnológicas de la nave debían generar, sin duda, un interés al menos similar
al que experimentaban los lectores de ciencia ficción del período 1950-1970,
ante las naves que exploraban el espacio extraterrestre. Significativamente,
estos cuatro aspectos aparecen reflejados en la obra como descripción y no como narración, tal como, a partir de la teoría que hemos
tomado de base, se caracteriza el relato de viaje. Todo instrumento
tecnológico, toda especie marina o lugar de importancia histórica para Francia,
todo paisaje exótico o inimaginable para el hombre común, es descrito con una
minuciosidad extraordinaria, didácticamente. En este mismo sentido, el empleo
de una unidad de medida de longitud, como la legua, aparece como
deliberadamente arcaizante, pero responde a una estética de la recepción
calculada de forma perfecta. Legua es una antigua unidad de longitud que
expresa la distancia que una persona puede andar en una hora. Es una medida
itineraria y variable de acuerdo con el país y el individuo. De hecho, es la
medida del viaje del peregrino que, paulatinamente, fue más o menos
normatizada. En tiempos de Verne, existían sobre todo tres: la legua francesa,
de 4,44 km; la legua de posta, de 4 km; y la legua marina, de 5,555 km,
equivalente a una vigésima parte de un grado. Esto arroja las siguientes
medidas expresadas en kilómetros: 88.800, 80.000 y 111.100, respectivamente.
Dado
el itinerario descripto, Verne utiliza la legua francesa, quizá pensando sobre
todo en sus lectores, familiarizados con esa unidad de medida, aunque, desde
hacía tiempo, ya se había impuesto el sistema métrico decimal.
Ahora
bien, más allá de lo que Verne pensara ofrecer a sus lectores, parecería que su
objetivo primario, acaso inconsciente, fuera poseer un juguete construido con los
aportes del progreso para gozarlo desde la utopía de la infancia. Giorgio
Agamben establece una curiosa relación entre juguete y rito, dado que considera
que «todo lo que pertenece al juego ha pertenecido alguna vez a la esfera de lo
sagrado» (Agamben, 2007, p. 101), en cuanto el juego
es un rito que solo ha conservado la forma del drama sagrado. «Al jugar —agrega
el pensador italiano—, el hombre se desprende del tiempo sagrado y lo “olvida”
en el tiempo humano» (Agamben, 2007, p. 101). Es decir, los artefactos
del juego, los juguetes, fueron objetos sagrados que hoy un niño da vueltas,
abre, destripa y rompe para, inconscientemente, encontrar su significado
perdido. Entonces, si el Nautilus es un juguete en manos de su autor (Verne,
Nemo, Nadie), y en la novela es analizado, descripto, definido, mostrado en
planos que lo dividen, lo abren y lo invierten, ¿qué mito perdido encarna?
Según Cirlot, «La navegación, en una filosofía del infinito absoluto, negaría
al héroe incluso la llegada a la patria y lo haría navegador eterno en mares
siempre nuevos, en horizontes inacabables» (Cirlot, 1997, p. 328).
Esto
es, precisamente, lo que ocurre entre la nave y su Capitán Nemo, puesto que la
navegación de ambos carece de un final. La dimensión temporal que abarcamos,
medida en una distancia de veinte mil leguas, surge de la irrupción de tres
hombres que no son navegantes, sino simples pasajeros. Pero esta peripecia
existencial es extraída de su forma mítica gracias a la minuciosidad
tecnológica de Verne (que, aun así, se reserva el misterio de la energía para
la posteridad, que sin duda lo alcanzará algún día) para dejar ante el lector
solo la fascinación del mecanismo, el juguete inagotable para aquel que desee
viajar incansablemente.
Sin
embargo, existen otros elementos en este navío sumergible que poseen una fuerte
lectura sociopolítica. González Miguel identifica algunos de ellos en una
novela alemana que fue inspiración para Verne:
Un antecedente importante
es el Insel Felsenburg, de G. Schnabel (1731), importante por su utopía social y de estado.
La obra, narrada en primera persona, incluye los componentes tradicionales de
otras novelas con «situación robinson»: los náufragos, la isla desierta, etc.
pero además se incorporan elementos de la narración utópica, ya que la sociedad
creada por los personajes en la isla del Atlántico Sur se convierte en una
respuesta al absolutismo europeo. El modelo de sociedad propuesto se basa en el
temor a Dios, la razón y la virtud. Julio Verne será el heredero directo de
esta sociedad utópica creada por Schnabel (González Miguel, p. 171).
Pero
¿en qué consiste una utopía? Para Raymond Trousson (1995, pp. 43-49), las características de
un país utópico consisten básicamente en:
La Insularidad, que no es solo una tradición heredada de Moro y Campanella, sino que
refleja la necesidad imperiosa de aislamiento que requiere ese modelo de
sociedad para desarrollarse. El Nautilus, como toda nave cerrada, cumple con esta
característica a la perfección.
El utopista profesa el desprecio del oro y del dinero, lo cual parece en un principio
contradictorio con el personaje de Nemo, quien dispone de inmensas sumas que ha
empleado para construir la nave y equiparla con obras de arte e instrumentos de
precisión. Pero además, o al menos así lo sospecha el Profesor Aronnax, Nemo
financia generosamente movimientos libertarios en el mundo. Sin embargo, dentro
de la nave, el dinero no existe. Nada se vende, nada puede comprarse.
La regularidad. El funcionamiento interno del mundo utópico debe ser impecable como el
de un mecanismo de relojería, prestarse lo menos posible a la excepción. De
esto, la tripulación constituye un ejemplo excelente, puesto que ejecuta sus
tareas de una manera mecánica y regular, sin registrar ningún tropiezo, ninguna
contrariedad o alegría. No obstante, hay sucesos que se constituyen como
excepción, y son precisamente los que anticipan la metamorfosis de la nave
utópica en nave de guerra. Curiosamente, esta ruptura de la rutina se produce
desde el lenguaje. El narrador, cronista de memoria envidiable, anota que el
primer oficial, al observar con su catalejo, cotidianamente y a la misma hora,
el horizonte siempre despejado, repetía la frase «Nautron respoc lorni virch». Incomprensible, como lo era el lenguaje
de los tripulantes, sin embargo, en una oportunidad la cambiará por otra. Ese
día, que Verne describe en un capítulo sugestivamente titulado «Aegri Somnia», ocurrirá la primera metamorfosis de la nave, que pasará de lugar utópico a arma de venganza.
La utopía no
tiene pasado. No surge de una evolución
ni está sometida a sus leyes. De hecho, la nave nace por iniciativa de un solo
hombre, su comandante. Sobre la tierra, no han quedado vestigios de su
nacimiento.
Requiere de
la figura de un sabio más que humano. Nemo adquiere también la figura de El Legislador, que en este caso ha
impuesto, incluso, su propio idioma. De ahí, la omnipotencia de sus leyes y de
sus órdenes, pues jamás se verá contrariado por ninguno de los tripulantes.
El
colectivismo es una consecuencia de lo anterior. La familia, como institución, ha desaparecido. Y más aun si esta
utopía es la de la Edad Dorada: como ya mencionamos, solo hay hombres en el Nautilus. Es una sociedad creada para no reproducirse. El nihilismo de este
concepto es demoledor.
La felicidad
utópica solo puede ser, entonces, colectiva. Sin embargo, la felicidad ha sido desplazada, en este caso, por la
venganza y el odio. Esta utopía es de la no celebración, del silencio y del
rencor.
Toda forma de
inacción queda proscrita: todos deben trabajar. El utopista siente horror de la profusión, del despilfarro, de la
prodigalidad; es ascético y detesta el lujo. Curiosamente, esto es válido para
todos los tripulantes, salvo para los pasajeros, que provienen justamente del
mundo exterior y son tolerados solo porque la labor de uno de ellos es admirada
por Nemo.
La pedagogía
es básica para lograr esto, y acaso su máxima expresión sea la unificación de
la lengua. Cuestión del lenguaje:
la lengua común del Nautilus, incomprensible para los tres «extranjeros», es un elemento de las
utopías libertarias. Es un estado preBabel, es decir, han desandado la obra de
Dios. Los hombres, entonces, ya no necesitan acatar leyes, porque siempre serán
comprendidos.
Estamos en un viaje
imaginario en estado puro, en el que se insiste en el extrañamiento, el
exotismo, el alejamiento; en la utopía tradicional, el viaje no es sino un
medio, un pretexto, al dejar la aventura de ser un fin en sí misma (Trousson, 1995, pp. 29-30). Aquí, el espacio del viaje es lo utópico
que, paradójicamente, tiene un fin totalmente alejado de la utopía. De hecho,
podemos identificar en cada elemento de la novela un elemento mítico
substancial:
i. La aparición del monstruo y el enigma sobre su origen.
ii. Los héroes y su viaje en busca del monstruo para destruirlo.
iii. El naufragio y la peripecia existencial propia del superviviente.
iv. El héroe vengador, tan admirado como temido, y su viaje misterioso.
v. La desaparición del monstruo y el enigma sobre su retorno.
Sin intención de hacer un
análisis funcionalista de la obra, notamos rápidamente que los motivos, los
personajes y las peripecias son esencialmente clásicas y las encontramos en
diferente medida en obras tan separadas en el tiempo y en el espacio como Las mil y
una noches y el Beowulf. La ficción científica parecería ocupar, en contra de lo que surge de
una primera lectura, una posición estrictamente secundaria, y «funciona»
reemplazando los talismanes, a las damas del agua y las espadas del poder[5]. La prosa semididáctica de Verne parece funcionar en distintos planos:
i. Lo estrictamente documental e informativo, con muchas referencias
históricas concretas (en particular, las que tienden a resaltar la presencia
francesa en los grandes hechos de la historia).
ii. La mirabilia, propia de los viajeros medievales, en particular en su visión de los
paisajes y en la descripción de la flora y la fauna.
iii. La tecnología y las ciencias físicas como «auxiliares mágicos» cuyo
dueño o proveedor es el Capitán Nemo.
Pero, ¿hay un monstruo
oculto en este viaje bajo las aguas? Este misterio es «reflexivo», y sus caras
apuntan a direcciones opuestas. El breve estudio genético de Christian
Chelebourg puede aportarnos mucha luz al respecto. Según el crítico francés,
todo comenzó con una carta de George Sand, amiga personal del editor Hetzel, a
Verne, algunos de cuyos párrafos reproducimos:
Je vous remercie, Monsieur, de vos aimables mots mis en
deux saisissants ouvrages qui ont réussi à me
distraire d’une bien profonde douleur et à m’en faire supporter l’inquiétude.
Je n’ai qu’un chagrin en ce qui les concerne, c’est de les avoir finis et de
n’en avoir pas encore une douzaine à lire. J’espère que vous nous conduirez
bientôt dans les profondeurs de la mer et que vous ferez voyager vos
personnages dans ces appareils de plongeurs que votre science et votre
imagination peuvent se permettre de perfectionner (Chelebourg, 2007, pp. 11-12).
La propuesta es clara:
una obra de evasión hacia las profundidades del mar. Si así lo hubiese hecho,
sencillamente hoy leeríamos una obra exclusivamente de aventuras, con algunos
elementos científico-didácticos enmarcándola. Pero el proyecto de Verne es,
desde un principio, radicalmente otro. Detengámonos brevemente en los cuatro
personajes esenciales de la obra. La focalización es, digámoslo así, francesa y
científica, es decir, cartesiana: el personaje del Profesor Aronnax es el
narrador autohomodiegético, el personaje-narrador y, sobre todo, espectador que
se constituirá, a la vez, en el principal interlocutor del extraño comandante de
la nave y en el eje de simetría a partir del cual se construyen los demás
personajes a los que llamamos «los pasajeros del Nautilus». Consejo (Conseil),
mayordomo del Profesor, toma su nombre de un autor real, un científico amigo de
Verne: J. F. Counseil, y se caracteriza por ser flemático, fiel y equilibrado
en sus opiniones. El mismo Profesor Aronnax dará a entender que, pese a su
nombre, nunca daba consejos[6]. A lo largo del viaje, mostrará un conocimiento del mar absolutamente
enciclopédico y teórico, sin sutilezas de la vida real. Flamenco de origen, en
él conviven lo francés y lo alemán. En «Ned Land», el canadiense, encontramos
en cambio una personalidad tumultuosa, irascible, casi primitiva en su forma de
relacionarse con los demás. Como viajero de los fondos del mar, su visión será
la del hombre práctico que desdeña los callejones de la ciencia y se preocupa
esencialmente por el aquí y el ahora. Pero lo más significativo reside en su
nombre: Ned Land (observemos que es casi un oxímoron, dado que en el nombre de
un marino —un ballenero–, reside la palabra «tierra» en el sentido de «país»):
fue el apodo de un grupo de campesinos y obreros hostiles a las máquinas que
vagabundeaban por la campiña inglesa durante los primeros tiempos de la
Revolución Industrial, destruyendo cuantas instalaciones fabriles basadas en el
vapor encontraban a su paso. En él conviven lo francés y lo inglés.
Francia
es entonces el eje que vincula a los personajes alrededor de una forma de
actuar y de ver el mundo que aparece, en principio, positivista y poética a la
vez, con la gracia propia de los relatos de viaje, pero con dos distorsiones,
dos peligros que acechan esta actitud: el exceso de civilización y el exceso de
barbarie. La polarización de estos términos es, como la historia ha
experimentado repetidas veces, fatal y destructiva. Bien equilibrada, pero
inestable —confrontado esta triple mirada— se encuentra el Capitán Nemo.
El
análisis de un personaje como Nemo podría resultar inagotable, puesto que él
nace a nosotros como un signo que, a la vez, posee y no posee referente. Nemo
es un pronombre latino que significa «Nadie». Su identidad es la ausencia de
identidad, de nombre y de sombra. Su vínculo con el Outis
homérico es evidentísimo.
Es
significativa la génesis del personaje. En un principio, Verne había pensado a
su Capitán Nemo como un rebelde polaco cuya familia había sido asesinada por
tropas zaristas, y que circunnavegaba los mares del mundo procurando, como
venganza, hundir los barcos rusos que encontraba a su paso. Sin embargo,
Hetzel, su editor, le desaconsejó que politizara hasta tal punto la novela, y
le sugirió que la nacionalidad y los enemigos de Nemo permanecieran siempre
desconocidos. Su causa, además de la venganza, sería la de luchar a favor de
todos los desposeídos del mundo (Chelebourg, 2007, p. 12).
Tenemos,
entonces, un personaje vengador y anónimo, cuyo accionar (que, con perdón del
anacronismo, podríamos definir como «terrorista», pues su metodología consiste
en sembrar el terror) tiene más puntos de contacto con el anarquismo europeo
que con la idea, más estereotipada, del científico loco, creador de un mundo
perfecto. Y sin embargo, Nemo también es esto último. Es alguien a quien no le
basta haber construido un mundo perfecto. Debe usar ese mundo para destruir el
otro, el de todos los hombres, puesto que en él no parece existir, sino el
crimen y el desencanto.
Sin
embargo, también existen en la novela profundas marcas positivas del
Imperialismo europeo. Como lo señalara Edward Said:
En esa novelística de la pérdida y el desencanto [con referencia a la
novela realista decimonónica] se inserta gradualmente una alternativa: no solo
la novela abiertamente exótica y llena de confianza imperialista, sino los
relatos de viaje, las obras de exploración y erudición colonial, las memorias y
narraciones de experiencias y aprendizajes. En los relatos personales del
doctor Livingstone, en Ella, de Haggard, en el Raj de
Kipling, en Le Roman d’un Sahib, de Pierre Loti y en muchas de las
aventuras de Julio Verne descubrimos una nueva progresión narrativa y un
triunfalismo inédito. Casi sin excepción, estas obras basadas en la exaltación
y en el estímulo de la aventura en el mundo colonial sirvieron para confirmar y
celebrar sus éxitos, en lugar de arrojar dudas sobre la tarea imperial (Said,
1996, p. 295) .
Más
interesante aún es la referencia que el autor libanés hace al imperialismo
francés, en donde es clara la articulación del pensamiento de Verne con un
proyecto expansionista a partir de un ideal científico: «Se trataban toda
suerte de combinaciones, incluyendo el alistamiento de Julio Verne —cuyo «suceso
increíble», como se decía, enlazaba ostensiblemente el espíritu científico con
un nivel muy alto de racionalismo— para dirigir «una campaña de exploración
científica alrededor del mundo» (Said, 2002, p. 293). Said atribuye esta campaña científica
(paralela a la de exploración y explotación comercial, e inevitablemente
posterior a la militar de conquista) a la rivalidad colonial con Gran Bretaña y
a cierto «espíritu de desquite» posterior a la guerra franco-prusiana de
1870-1871, y en la que Francia había llevado la peor parte. Significativa
dentro de este hecho es también la revuelta, seguida de ensayo socialista, de
«la Comuna de París», emergente de ideales y objetivos libertarios muy propios
de la época.
Por
todo esto, el personaje de Nemo es esencialmente contradictorio. Enemigo mortal
del Imperialismo, creador del mundo utópico ideal, a la vez autosuficiente,
insular y nómada, «Nadie» es también quien ha realizado el sueño imperial de
abarcar todos los espacios aún vírgenes, y de utilizarlos en su provecho
mediante las infinitas posibilidades de la ciencia y de la tecnología. Una
doble actitud antiimperialista-imperialista que se polariza, constantemente, en
un sentido o en otro a lo largo de los numerosos diálogos que el misterioso
Capitán tiene con su «invitado», el Profesor Aronnax. Esta tensión, que
atormenta al individuo como una especie de «pecado original» del positivismo
europeo, no tiene desenlace. Utopía enmarcada en un Relato de viaje enmarcado
en una novela sobre una revolución de un hombre solo, Vingt mille lieues sous les mers señala, como ninguna otra obra de Verne,
el dolor incurable que generaría el inmenso destino del Imperialismo. Nemo ha
encarado una obra más grande que él mismo, y eso lo convierte a la vez en un
utopista, en un criminal, y en un ideólogo. Paul Ricouer comprendió esa
paradójica complementariedad:
La
ideología y la utopía son figuras de la imaginación reproductora y de la
imaginación productora. Parecería que el imaginario social solo pudiera ejercer
su función excéntrica a través de la utopía, y su función de refuerzo de lo
real, por el canal de la ideología. Parecería que no pudiéramos alcanzar el
imaginario social sino a través de sus formas patológicas, que son figuras
inversas una y otra de lo que Georg Lukács llamaba, en una línea marxista, la
conciencia falsa. Al parecer, solo tomamos posesión del poder creador de la
imaginación en una relación crítica con estas dos figuras de la conciencia
falsa. Si esta sugerencia es exacta, llegamos aquí a un punto en el que la
ideología y la utopía son complementarias, ya no solo en razón de su
paralelismo, sino en razón de sus intercambios mutuos. Parece, en efecto, que
siempre tenemos necesidad de la utopía, en su función fundamental de
impugnación y de proyección en otro lugar radical, para llevar a cabo una
crítica igualmente radical de las ideologías. Pero la recíproca es verdadera.
Parecería que, para curar a la utopía de la locura en la que sin cesar corre el
riesgo de hundirse, hubiera que recurrir a la función saludable de la
ideología, a su capacidad de dar a una comunidad histórica el equivalente de lo
que podríamos llamar una identidad narrativa (Ricoeur, 2000, p. 360).
La
conjunción de personajes auxiliares no podría ser más adecuada: la tripulación,
construida colectivamente como una fuerza actancial que permite la operación de
la nave al modo de los ayudantes mágicos, se vuelve personaje cuando es vista
como individuos a partir de gestos fugaces, actitudes básicas que los
humanizan: una víctima de los calamares que llama a su madre en francés, la
mirada de un moribundo con el cráneo abierto, la expresión de venganza y
decisión del Primer Oficial ante la vista de un acorazado. La muerte, ya sea
propia como ajena o sepultada en la memoria, los libera del peso de ser parte
de esa utopía perfecta, y de su feroz lucha contra la ideología, devolviéndolos
a la falible dimensión humana. Acaso podemos proponer el límite a este relato
de viaje narrado desde el lugar de la utopía: el secreto cementerio de los
tripulantes, que espera a todos ellos. Sin embargo, Verne deja en suspenso el
drama que pesa sobre el último de ellos que, indudablemente, quedará sin
sepultura. Este lugar, un cementerio humano dentro de un cementerio de coral,
es el único que se constituye como punto fijo de encuentro entre el Nautilus y la tierra, señal de que toda peregrinación, incluso la utópica y la
destructora, concluye con un regreso a la materia.
Conclusión
La
utopía más perfecta es la que viaja por sí misma. Recibido por la nave, Madre y
Leviatán a la vez, el narrador-viajero, un profesor francés que ama los
espacios infinitos de América y del Mar, se encuentra prisionero de la
libertad. Es una invitación a una suerte de «sedentarismo móvil» en
el que el mundo está casi incondicionalmente a disposición del pasajero, quien,
como un niño que juega, no ha tenido que abandonar su casa. Sin embargo, la
ideología que la enfrenta resulta a todas luces, por su crudeza, más verosímil:
el Nemo libertario y vengador se impone al utópico, porque la lucha y la
venganza pertenecen al espacio de la acción. Es curioso que esta obra conjugue
tan perfectamente la fascinación infantil con aspectos del hombre que no
imaginamos propios de la infancia. Sin embargo, el Nautilus es el espacio perfecto del mito: Edad Dorada, espacio materno,
autosuficiencia, tiempo casi ilimitado para ejercer los placeres del viajero y
arma perfecta de una revolución libertaria. Nemo, es decir Nadie, comanda la
nave. Y Nadie, como bien lo saben Ulises y Paul Celan,
es el nombre de lo ausente que conjuga todas las posibilidades del Ser que aún
no han sucedido. Paraíso e Infierno a la vez, estamos ante un viaje del propio
inconsciente del hombre del siglo xix,
materializado en un mecanismo perfecto que oculta, como un tesoro, un alma
imperfecta. Acaso no es menor el hecho de que ambos, la máquina y el hombre,
lleven la misma inicial y perciban y actúen cada uno como parte de un mismo
organismo. Mobilis in mobile, «Móvil en el elemento móvil», es
no solo la nave en los océanos, sino también una señal profética que oscila
entre la isla utópica y el Leviatán del Apocalipsis. Así, ha emergido en la
superficie de la Historia, a través de una minuciosa crónica de viaje
extraordinario, la caótica, cruel y maravillosa historia del hombre, como una
realizable utopía que nos muestra en su vagar, tan minuciosamente relatado, la
filigrana misma de la belleza y de la destrucción.
Referencias Bibliográficas
Agamben, G. (2007).
Infancia e Historia. Buenos Aires:
Adriana Hidalgo.
Bachelard, G.
(2000). La poética del espacio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Barthes, R.
(1989). Mitologías.
México: Siglo xxi.
Bauman, Zygmunt.
(2003). Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Bollnow, F.
(1969). Hombre y Espacio. Barcelona: Labor.
Carrizo Rueda, S.
(1997). Poética del relato de viajes. Kassel:
Reichenberger.
Chelebourg, C. (2007). Préface. En Verne, J. Vingt mille lieues sous les mers (pp. 11-14). Paris: Librairie Générale Française.
Cirlot, J. (1997). Diccionario de símbolos. Madrid: Siruela.
Comparato, V. (2006). Utopía, léxico de
política. Buenos
Aires: Nueva Visión.
González Miguel. El viaje como género literario. En Mariño, F. y Oliva
Herrer, M. (2004). El viaje en la literatura
occidental.
Valladolid: Universidad de Valladolid.
Ricoeur, P. (2000). Del texto a la acción. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Rimbaud, A. (1995). Poesías y otros textos.
Traducción de Juan
Abeleira. Madrid: Hiperion.
Said, E. (1996). Cultura e Imperialismo. Barcelona: Anagrama.
Said, E. (2002). Orientalismo. Barcelona: DeBolsillo.
Trousson, R. (1995). Historia de la
literatura utópica.
Barcelona: Península.
Verne, J. (1997). Veinte mil leguas de
viaje submarino. Madrid:
Club Internacional del Libro.
Verne, J. (2007). Robur-le-Conquérant. Paris: Librairie Générale Française.
Verne, J. (2007). Vingt mille lieues sous les mers. Paris: Librairie Générale Française.
[1] Licenciado en Letras por la Universidad del Salvador (USAL). Es docente de Literatura Italiana I en la USAL y Profesor adjunto en las cátedras de Literatura Italiana y de Metodología de la Investigación Literaria en la Universidad Católica Argentina. Correo electrónico: dh3.1416@yahoo.com.ar
Fecha de recepción: 04-05-2010. Fecha de aceptación: 29-06-2010.
Gramma, XXI, 47 (2010), pp. 57-74.
© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Investigaciones Literarias y Lingüísticas de la Escuela de Letras. ISSN 1850-0161.
[2]A lo largo de este trabajo, haré referencias puntuales a estos aportes teóricos.
[3]Esta concepción subjetiva y, a la vez, material de espacio, que fue común hasta Galileo y Newton, implica una relación entre psicología y física que, en rigor, es más exacta que la que provee la física moderna, por cuanto surge de la propia experiencia del habitar y del trasladarse. Es decir, nos cuesta imaginar un lugar «sin contenido».
[4]No nos parece casual que la lucha contra el mal la emprenda una nave llamada «Abraham Lincoln», el presidente norteamericano que abogó y luchó por la abolición de la esclavitud. La guerra de secesión norteamericana y el asesinato del presidente habían tenido lugar poco antes de que Verne comenzara la redacción de su novela.
[5]En pleno siglo xx, el director norteamericano George Lucas usaría la ficción científica exactamente como Verne, en su ciclo de La Guerra de las Galaxias.
[6][…] en dépit de son nom, ne donnant
jamais de conseils (Verne, 2007, p. 48).