Luis Armenta Malpica*

 

Aguafuegos del pez

 

Porque también sabía del tiempo suspendido

entre la fina lluvia y los incendios

el pez enrojeció sus alas

poco antes de abandonar el mundo de sus padres.

 

Viajó.

Siempre observó delante de él

al mundo.

No dejaba las piedras más pequeñas en su ruta

para no tropezarse en el regreso.

Cargaba tras de sí el arrullo del río

la reunificación de las burbujas

la caricia del agua

en el oleaje

y un pedazo de sol

entre sus branquias.

 

No dejó detrás de él ningún sueño inconcluso;

la mínima perturbación del agua habría bastado

para darse la vuelta.

 

Estaba sobre aviso: la gota

era su impulso

el mar

su travesía.

La trayectoria

el iris

lo llevaría hasta el cielo.

 

Fue muy lejos el pez:

llegó hasta un vientre preñado de peceras

se asomó por el pecho de la madre

y vio que el mundo era

como lo imaginaba:

redondo y tibio

igual que eran sus ojos.

 

No alcanzó más allá de dos brazadas

sin que diera las gracias por el líquido

que permitía su paso...

ni pudo retener una burbuja

sin que elevara algunas

en agradecimiento

por el aire...

no quería reincidir en sus hinojos

pero al ver las escamas que protegían su cuerpo

la forma de sus alas y su cola

elevó una plegaria.

 

Es que el agua, tan agua y primigenia

tenía una luz interna;

el caudal de la luz formaba un río

y en su delta una araña florecía:

maduraba el cangrejo

abandonaba el lecho de su concha

se arrastraba a la orilla

y daba inicio al mundo.

 

Después de mucho viento

a un paso de ser hombre

se olvidó del océano.

No podía recordar porqué su miedo al agua

al sueño y a los peces.

Y prefirió matarlos

renegar de la estirpe

de su sueño.

 

Lo que nunca supuso

es que el agua

como era primigenia

nunca lo olvidaría.

 

El hombre se reencontró en el agua

con sus peces.

 

Fue demasiado tarde.

 

El hombre se había ahogado

de memoria.

 

Novedad de la patria

 

Oigo lo que se fue, lo que aún no toco.

Ramón López Velarde

 

Para decir la patria habría que estar muy lejos de la muerte

impedirle que llegue hasta los labios

esa cruz de su nombre

pues crece del sarmiento

de una piedra.

 

            La patria es ilusión. Lo que pisamos y queremos mirar por encima del hombro. De un pasto casi blanco de tantas municiones. Del rojo que se escurre entre las barras y sin tener estrellas por techo o distinción. Barrotes que contienen asomo de colores, vislumbre de lo que ha sido un crimen, pero ninguna culpa. Un espacio disperso, tan adentro del hombre que no lleva apellidos, únicamente un alias, una letra cualquiera, el distante no sé.

 

El pasto se redime si una sombra

verde guardián del mundo—

de lo que hemos andado

se prosterna en la luz.

 

            Nos engaña la luz del arbotante. Nos engañan el agua turbia, los jueces y las instituciones. Pagamos con rodilla el ya no estar de pie, acostarnos envueltos en los miedos que se han tejido a diario. Nos engaña el gatillo que en su maullar destroza un esternón, el alma, la credibilidad de que somos la bala cuando al hablar decimos: no sé, en lugar del supongo. Tal vez, como decían, todo es suposición. Y mientras tanto…

 

No hablamos de inocencia:

es atributo de árbol hacer blancos los días.

Acaso el sol reseque lo que vemos del mundo

y está solo en los ojos.

 

            La patria es un jardín. Y aquí no hay hoja blanca. Aquí no hay hojas secas. Para decirlo pronto, la única hoja que existe es el papiro. Del tiempo del papiro dan cuenta aproximada sus varias rasgaduras. Las marcas del grillete de la consolación, del siempre ha sido igual, del ya no sé qué haremos, pero habrá de llegarnos el auxilio si rezamos y cumplimos con diezmos y limosnas. Si dejamos los ojos apagados (casi blancos) y nada más leemos la cifra de uno más.

 

Para limpiar la lápida

habría que buscar dentro del llanto

un surco de semillas.

 

Al principio la arena era la forma idónea de dar soporte al tiempo. Confusional, acumulada, la arena no fue arena, sino un siglo. A tantos montes, eras. Al continente, la total dispersión. Pero llegaron ellos: los hombres, las palabras. Y con ellas, las voces. Y con todos, los gritos. Del último alarido que la arena no olvida nació lo que llamamos patria. Sin principios, la tierra ya no supo lo que vino enseguida. Lo que vino, enceguece.

 

A eso que llaman patria

le conozco de oído.



* Poeta nacido en México, D.F. Fue Premio de Poesía Aguascalientes, Premio Jalisco en Letras y Premio Nacional de Poesía José Emilio Pacheco. Por su labor editorial, recibió la Pluma de Plata (Patronato de las Fiestas de Octubre).

Correo electrónico: mantiseditores@gmail.com.

Gramma, XXVI, 54 (2015), pp. 

© Universidad del Salvador. Facultad de Filosofía y Letras. Área de Letras del Instituto de Investigaciones de Filosofía y Letras. ISSN 1850-0153.