Reflexiones Liminares Sobre la Proyectada
Reforma en Materia Civil y Comercial
Preliminary
Reflections on
the Projected Reform in Civil and Commercial Matters
*José Luis Monti
RESUMEN
Con motivo del debate respecto del
anteproyecto de Código Civil y Comercial, el autor delibera acerca de la
necesidad y oportunidad de llevar a cabo una labor legislativa de tanta trascendencia. Luego analiza algunos
aspectos de fondo referidos al nuevo articulado y llama a la reflexión en punto
a la conveniencia tanto del lenguaje empleado como así también de las
instituciones legisladas.
ABSTRACT
On the occasion of the debate on the draft Civil and
commercial code, the author discusses about the need and opportunity to carry
out a legislative work of so much importance. Then discusses some aspects of fund
referred to the new articles and flame reflection point to the convenience both
of the language as well as legislated institutions.
PALABRAS
CLAVES
Proyecto
de Código Civil
KEY
WORDS
Draft Civil Code
1. Un breve proemio.
Al ensayar un análisis crítico de algunas partes del
reciente proyecto de reforma de los códigos civil y comercial, parece necesario
destacar, ante todo, el mérito de la labor intelectual encarada por sus
autores, sobre todo teniendo en cuenta el exiguo lapso del que pudieron
disponer para llevarla a cabo, de apenas un año, según lo establecido por el
art. 4° decreto 191/2011.
*Ex Juez de la Cámara
Nacional de Apelaciones n lo Comercial. Profesor de Derecho Civil (UBA)
Artículo recibido el 1/9/2012.
Aceptado 4/10/2012
Se podría decir que un año no
es poco, pero los redactores no pudieron abocarse full time a la tarea en razón de las exigencias que les demandan
las altas funciones que ellos desempeñan en la magistratura judicial. Así las cosas,
esa limitación de tiempo, si bien revela un encomiable esfuerzo en la
realización del proyecto, es no obstante su mayor debilidad. Porque a pesar del
empeño de la comisión redactora, con todo el respeto que sus integrantes
merecen, lo cierto es que no resulta apropiado encarar una revisión integral de
todo el derecho privado en tales condiciones. Máxime cuando para concretar el cometido
que se le asignara, esto es: proyectar la reforma,
actualización y unificación de los códigos (art. 4°, decreto citado), la
comisión no optó por una adecuación y homogeneización de los textos dentro del
cuerpo normativo más completo y extenso –v. gr. Código Civil-, como se había hecho
en el proyecto de 1987[1],
sino por la sustitución total de ambos ordenamientos.
El camino elegido supone mayores escollos, pues una
redacción ex novo no puede hoy partir
de cero, sino de la inevitable base de un enorme conjunto normativo, con un
tronco de secular vigencia, más sus múltiples reformas y adaptaciones, a lo que
habría que añadir una profusa elaboración doctrinaria y jurisprudencial, elaboración
que –dicho sea de paso- se perderá en gran parte como consecuencia del cambio
del articulado. La premura no es buena en estos casos, como lo pone en
evidencia el antecedente del código civil alemán, ejemplo de rigor científico, cuya
elaboración duró desde 1873 a 1896, previéndose aún un lapso de cuatro años más
antes del comienzo de su vigencia[2]. Ese
código rigió a partir de 1900, iluminando el siglo y atravesando sus zonas de
penumbra, caracterizado por una construcción lógica y clara y una aguda
formación de conceptos[3].
En suma, sé que nuestra idiosincrasia no se parece a la germánica, pero es
preciso aprender de los buenos ejemplos.
2. Una primera cuestión: ¿es necesaria esta
reforma? ¿es oportuna?
Esta
cuestión, ciertamente, no es enteramente nueva. Se planteó por vez primera hace
casi un siglo, tras varias décadas de vigencia del código, en cuyo transcurso
se habían sancionado leyes de reforma de cierta relevancia, como la 2393 de
matrimonio civil. Se pensó en la necesidad de una actualización de la ley
civil, lo que derivó en una ímproba tarea que quedó en manos de Juan Antonio
Bibiloni. Su Anteproyecto de 1926,
derivó diez años después en un Proyecto,
emanado de la comisión de juristas que tuvo a su cargo la revisión de aquél. Un
nuevo intento estuvo a cargo de Jorge J. Llambías en 1954. Catorce años después
el tema vuelve a plantearse cuando se encarga a otra comisión el estudio de la
reforma civil. Ante la disyuntiva inicial de proponer una reforma integral o
sólo parcial, se optó por esto último, y el resultado fue la ley 17.711 de 1968.
Este estatuto introdujo numerosas reformas en aspectos cruciales, armonizando
los textos del código con las nuevas exigencias de la vida social, para lo que abrevó
principalmente en una larga y fructífera elaboración jurisprudencial. Pero el
frenesí de un cambio en la legislación civil, incluyendo ahora la comercial,
volvió a fines de los ’80 y se prolongó durante la década siguiente. Silenciado
el tema por más de doce años, como es obvio debido a otras emergencias que jaquearon
el normal desarrollo institucional, político y económico del país, el pasado
año se instaló una vez más este repetitivo capítulo de nuestra evolución
legislativa, aun sin que puedan considerarse ya superadas esas otras
dificultades.
Ante
este panorama, al reflexionar sobre la propuesta de reforma en materia civil y
comercial, que en rigor implica una sustitución íntegra de los respectivos
códigos, parece indispensable volver sobre lo concerniente a la necesidad y
oportunidad de esta iniciativa.
Lo
primero que creo necesario recordar –a riesgo de ser reiterativo[4]-
es que la tarea de
legislar requiere asentarse en la prudencia y en el pensamiento alberdiano expresado en las “Bases”[5].
Alberdi aconseja no dejarse llevar por la creencia mágica de que cambiando la
ley se cambia automáticamente la realidad. La novedad de la ley, nos dice, “es
una falta que no se compensa por ninguna perfección; porque la novedad excluye
el respeto y la costumbre, y una ley sin estas bases es un pedazo de papel, un
trozo literario”[6].
Más allá de las virtudes que se puedan atribuir a su texto, las leyes cobran
vigencia real cuando reposan sobre realidades tangibles y sobre hábitos más o
menos arraigados en la comunidad o son de algún modo compatibles con ellos. A
renglón seguido observa el ilustre tucumano que el gran medio de remediar los
defectos de las leyes está en la interpretación, el comentario y la
jurisprudencia: “cread la jurisprudencia –añade- que es el suplemento de la
legislación, siempre incompleta, y dejad en reposo las leyes, que de otro modo
jamás echarán raíz”.
Pero
hay otra advertencia de Alberdi que conserva la misma vigencia e idéntica
fuerza de convicción. Se trata ni más ni menos que de los límites que el art.
28 de nuestra Constitución ha establecido para la actividad legislativa,
siguiendo sus enseñanzas: “la constitución debe dar garantías de que sus leyes
orgánicas no serán excepciones derogatorias de los grandes principios
consagrados por ella, como se ha visto más de una vez. Es preciso que el derecho administrativo no sea un medio falaz de
eliminar o escamotear las libertades y garantías constitucionales”[7]
(sic). Sí, han leído bien. Esa última frase parece dirigida derechamente a las
modificaciones introducidas por el Poder Ejecutivo a los arts. 1764 a 1766 del
proyecto originario, a propósito de la responsabilidad del Estado y sus
funcionarios.
En
sintonía con las prevenciones alberdianas, dice Giovanni Sartori “ciertamente
hoy no somos libres debido a los productores de las leyes a las que estamos
sometidos, sino porque los legisladores que las hacen no son libres de hacerlas
a su arbitrio. Y al decir esto, llegamos, o regresamos, al constitucionalismo”[8].
Desde
luego, no se trata de ignorar las “relevantes transformaciones culturales y
modificaciones legislativas” que se mencionan en el decreto 191/2011 para
justificar la necesidad de la reforma, expresiones similares a las que
precedieron proyectos anteriores. Pero no parece que esa meta razonable derive
en esta necesidad de imponer una
revisión de todo el derecho privado en un lapso tan breve, bien distante del
que exigiría una labor acorde con la profundidad que la obra requiere. Y de la
mano de esta reflexión viene otra no menos relevante, atinente a la oportunidad en que tal emprendimiento se
ha planteado.
A
este respecto creo casi un deber insistir hoy en algunos conceptos que expresé
hace un par de años cuando se trataba la reforma sobre el matrimonio. En una
sociedad enferma de intolerancia, asolada por el delito, empobrecida en los
sectores más necesitados, penetrada por el juego, la droga y las carencias
educativas, con un analfabetismo jamás visto de un siglo a esta parte, con
casos de corrupción que lastiman la república, carente de información fidedigna
sobre tópicos de acceso público, cautivada por la violencia y hasta con riesgoso
menosprecio por la libertad de expresión, acuciada en fin por tantos males, parece
claro que la prioridad del quehacer público debiera estar allí, vale decir,
urgida y orientada a resolver esos problemas cruciales.
Hoy
más que nunca es preciso dejar a un lado lo que Ortega y Gasset llamaba gesticulaciones narcisistas, que en su
época (1930) observaba con preocupación en algunos de nuestros intelectuales
que parecían distraídos mientras que –decía- “el hombre argentino está desmoralizado y lo está en un momento grave de
su historia nacional”[9].
En síntesis, no parece oportuna la instalación de este debate en esta hora,
sobre una cuestión cuyo análisis ha menester de tiempos más prolongados y más
calmos, máxime en presencia de aquellas otras prioridades que debieran estar en
el centro de las políticas públicas.
Ahora
bien, sin perjuicio de esta primera reflexión, toda vez que se ha puesto en
circulación el contenido del proyecto, instando a su consideración con gran
premura, haré seguidamente algunos comentarios al respecto.
3.
Primeras observaciones en torno de algunos textos proyectados.
Los comentarios
que siguen han surgido de una primera lectura del proyecto y, por tanto, no
guardan un orden metodológico diverso de esa lectura secuencial ni excluyen
otros que podrían suscitar los temas de que se trata. Además, conciernen sólo a
la primera parte y dejan pendientes varios tópicos, cuyo examen espero poder
abordar en sucesivos comentarios.
(i) Una
tautología y diversos problemas semánticos y metodológicos en el título preliminar.
En
los fundamentos del proyecto se justifica la inclusión del título preliminar
con base en la tradición histórica y en el papel central que corresponde al
código en el derecho privado. De acuerdo. Pero a continuación se hacen
afirmaciones que no condicen con el derecho vigente. Se dice que en nuestro
sistema jurídico no habría reglas generales sobre las “fuentes” ni sobre su
interpretación. Se olvida así el contenido claro y preciso del primer título
preliminar del código vigente, en particular los arts. 15 a 17, destinados a
los jueces en especial pero también a los operadores jurídicos en general. El
proyecto de 1998 –del cual tomó bastante el actual- los conservaba. Pero
también se omite mencionar el art. 21 de la ley 48 que establece para los
jueces nacionales un orden de prelación de las normas aplicables, en coherencia
con lo estatuido por el art. 31 de la Constitución Nacional.
Estas
omisiones no se comprenden. Tampoco se entiende a esta altura el uso de una
expresión ambigua y equívoca como la de “fuentes” del derecho sin las debidas y
necesarias precisiones que caben desde una óptica de la teoría general[10].
Tal vez como consecuencia de esa equivocidad el art. 1 del proyecto comienza
con una tautología. Dice que “los casos que este código rige deben ser
resueltos según las leyes que resulten aplicables”. Pero, afirmar que una norma
rige un caso no significa sino que
esa norma le es aplicable, de modo que cuando se alude a los casos regidos por este código no se dice otra cosa que el
código les es aplicable. Por tanto, la citada frase equivale a decir que: “los casos
que deben ser resueltos según este código, deben ser resueltos según este
código”.
Lo
que sigue en el texto de ese primer artículo no es más afortunado. Se habla de
la interpretación, sin más. Cabe
entender que se refiere a la interpretación del código. Pero obsérvese que en
el art. 2, bajo el epígrafe precisamente de la misma palabra “interpretación”,
se dice cómo debe ser interpretada la ley.
Ahora ¿acaso no es el código mismo una ley?
Esta duplicación compromete la técnica empleada. Pero hay más. En el art. 1 se
añade que la interpretación debe ser “conforme con la Constitución Nacional y
los tratados”. En realidad, esta directiva está demás, porque los jueces deben aplicar la constitución por encima
de cualquier disposición legal, en tanto norma jerárquicamente superior (art.
31 CN y art. 21 ley 48 antes citado). Pero además de estéril podría dar margen
a otra confusión. Máxime cuando de seguido se dice que “a tal fin” –o sea para
esa interpretación- “se tendrá en cuenta la jurisprudencia en consonancia con
las circunstancias del caso”.
Ahora
ya las cosas se complican. Si de lo que se intentaba hablar es del derecho aplicable para decidir las
causas sometidas a los tribunales, sólo cabía hacer referencia a las normas vinculantes, pero entre ellas no está la
“jurisprudencia” así a secas; salvo cuando se trata de las reglas fijadas en un
fallo plenario o por un tribunal de casación, en la órbita circunscripta en que
tales normas resulten aplicables. De este modo se mezclan, como es habitual
cuando se utiliza la expresión “fuentes”, el material normativo que los jueces deben aplicar para decidir los casos, con
otros variados elementos extra normativos a los que ellos pueden –y suelen- acudir para dirimir las controversias. Expresiones
de estas características podrían estar en un manual de estudio pero no parecen
apropiadas para un texto legal que, para colmo, procura diseñar reglas básicas
para todo el orden jurídico. Volveré sobre este asunto en el siguiente acápite.
Por
último, al aludir a los usos, prácticas y
costumbres, la parte final del art. 1 del proyecto mantiene la solución del
art. 17 del código vigente (conf. ley 17.711) pero con una redacción que, a mi
ver, no es aconsejable. No se trata sólo del pleonasmo que implica el agregado
de la palabra “prácticas”, sino de la inversión del principio, que haría ahora
obligatoria su aplicación, cuando es claro que las normas consuetudinarias, al
no estar formuladas, carecen de la precisión de las normas escritas. Por eso, al
final del texto se hizo necesario introducir una salvedad a esa fuerza
obligatoria que se les confiere, en el supuesto que fueran contrarias a derecho. Me parece preferible la fórmula del
art. 17 actual, que parte del principio inverso, porque concilia mejor con el
art. 19 de nuestra Carta Magna (nadie
está obligado a hacer lo que la ley no manda ni privado de lo que ella no
prohíbe) y con la clara prelación de la ley escrita sobre la norma
consuetudinaria en caso de conflicto.
Otro
error en relación con este tópico es incluir, en el referido pasaje final del
art. 1 proyectado, el supuesto en que “los
interesados” se refieren a los usos y
costumbres. Por empezar, para expresar la ida con mayor claridad, debió decir cuando las partes en sus convenciones se
remiten a ellos. Pero ese supuesto nada tiene que ver aquí, ya que en tal
hipótesis la costumbre no rige per se
el caso, sino que se filtra a través del contrato y rige, en definitiva, merced
a la fuerza obligatoria de éste (conf. art. 1197 del código vigente, conc. art.
959 del proyecto).
El
art. 2 del proyecto, que tiende a suplantar el 16 del código vigente, vuelve a
comprometer la necesaria claridad en esta materia. Se refiere -como se ha visto-
a la interpretación. Así lo dice el
epígrafe y el texto parece indicar cómo debe ser interpretada la ley. Entonces
enuncia: “teniendo en cuenta sus palabras”, a lo que añade “sus finalidades”. En
tanto esta expresión quede circunscripta a la ratio legis, la razón que se tuvo en mira al sancionar cierta norma,
no ofrecería mayores dificultades. Pero es necesario advertir que la gran
amplitud significativa del vocablo, inmerso en una regla general, es decir, de
una gran abstracción, podría dar pie a una vía riesgosa si se lo aplicase
respecto de todo el ordenamiento legal, pues los fines de éste serían inasibles
y teñidos de una alta dosis de subjetividad, sin que quede del todo claro si al
echar mano a la finalidad se podría alterar o apartar el texto normativo[11].
La
secuencia siguiente incurre en un equívoco mayor al referirse a las “leyes
análogas”. Parece obvio que el principal papel que éstas tienen reservado no consiste
precisamente en servir de meros instrumentos para interpretar otro texto legal,
sino más bien, como se infiere del art. 16 vigente, el de proporcionar pautas para resolver los casos no previstos,
es decir, suplir los vacíos o lagunas del ordenamiento legal. Por eso resulta
preferible la precisa frase inicial del citado art. 16: si una cuestión no puede resolverse (…). Directiva que, además,
viene en correcta secuencia con el art. 15 que establece el deber de los jueces
de decidir las causas, sin que puedan dejar de hacerlo bajo pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de las leyes.
Hay
aquí una confusión en el proyecto que deja un hiato innecesario al no prever
cómo suplir los vacíos de la ley, cuando bastaba con mantener el texto claro
del art. 16 in límine. Lo dicho es
también aplicable a la referencia a los “tratados sobre derechos humanos” y a
“los principios y los valores jurídicos”. Agrego aún una advertencia en punto a
la vacuidad de esta última expresión, ya que no se indica de cuales principios
o valores se trata: ¿los del juez? ¿los que éste cree predominantes en la
sociedad? ¿los enunciados por cierta doctrina o por un programa político?. Es
cierto que el calificativo “jurídicos” podría interpretarse en el sentido de derivables del sistema jurídico; empero,
precisamente con ese alcance, parece preferible, por su raigambre en nuestro
medio, preservar la fórmula principios
generales del derecho que contiene el art. 16 vigente, como hizo el
proyecto de 1998 (art. 5).
El
art. 3 del nuevo proyecto consagra el ya referido deber de los jueces de
resolver los asuntos sometidos a su jurisdicción, aunque suprime el refuerzo
contenido en el art. 15 antes citado, en punto a la inadmisibilidad de pretexto
alguno basado en defectos de las leyes. Tras enunciar ese deber, añade
“mediante una decisión razonablemente fundada”. Esa frase, no obstante, parece
haber quedado trunca, pues para completarla faltaría agregar “en el derecho vigente”. Es que cabe
suponer que se quiso incorporar un clisé
reiterado en la jurisprudencia de la Corte en esta materia, según el cual las
sentencias tienen que ser derivación
razonada del derecho vigente con aplicación a las circunstancias del caso. Pero
incompleta como está y en un contexto no muy preciso, la citada frase podría
dar pie a la idea que bastaría cualquier “fundamento razonable”, aun cuando se
aparte de los textos normativos, por ejemplo en virtud de “principios” o “valores”
que los jueces estimen apropiados. A decir verdad, estas incertidumbres hacen preferible
el texto del actual art. 15.
(ii) Otra
consecuencia de la equivocidad de la palabra “fuentes” utilizada en el
proyecto.
A
continuación nos encontramos con el capítulo 2 del título preliminar. No se
entiende por qué al primer capítulo se le asignó la denominación “derecho” y al
segundo “ley”. Probablemente es otra derivación de la equivocidad en el uso de
la palabra “fuentes”, según se hubo ya advertido.
El empleo de ese vocablo
suele generar numerosas dificultades. Por eso, desde Francois Geny hasta hoy se
ha mantenido una clásica distinción entre las llamadas fuentes formales –v. gr. la
ley, la costumbre y los fallos plenarios o decisiones emanadas de un tribunal
de casación-, las cuales vinculan al intérprete en tanto rigen por su autoridad, y las denominadas fuentes materiales –entre las que suelen
incluirse la jurisprudencia, la doctrina, la equidad, el derecho comparado y
otras- que, según se afirma, gravitan sólo por la persuasión que transmiten.
Sin
embargo, como sostuve en el estudio antes citado, una breve incursión semántica
pone en evidencia que esa tradicional distinción entre fuentes formales y materiales no tiene el poder explicativo que a
menudo se le atribuye. En el primer caso, la fuente no es una entidad diferente del derecho, algo que tendría una existencia independiente frente a
éste. Por el contrario, las normas legales o consuetudinarias, así como las
emanadas de un tribunal plenario o de casación, que se enuncian como fuentes formales, en tanto forman parte
del orden jurídico vigente, son en
verdad el derecho mismo. Por eso llama la atención el pleonasmo que encierra la
denominación puesta a estos dos capítulos del título preliminar del proyecto
que, en esto, se aparta también del proyecto de 1998.
Por otra parte, las denominadas fuentes materiales normalmente hacen referencia a elementos
extrajurídicos. Pueden variar según los autores, pero en el fondo la expresión
aparece siempre referida a las múltiples ideas o motivaciones que ejercen influencia sobre los órganos de
creación jurídica (v. gr. normas o principios morales, postulados
políticos, doctrinas jurídicas, opiniones de juristas, etc.). Estas fuentes
no son obligatorias, ni pueden considerarse como normas o parte del contenido
de un orden jurídico. Únicamente si ese orden prescribe o faculta la aplicación
en cierta materia de reglas morales, principios de equidad u opiniones de juristas,
etc., esas reglas, principios u opiniones podrían adquirir el alcance de
preceptos jurídicos[12]. Se
comprende ahora el por qué de los reparos insinuados en el acápite anterior,
tanto a la referencia que hace el art. 1 del proyecto a la “jurisprudencia” in genere, así como a ciertas expresiones excesivamente genéricas
contenidas en los otros dos que le siguen.
La confusión que empaña el uso de la cuestionada
expresión, habitualmente aplicada a fenómenos disímiles entre sí, hacen que su
utilidad resulte al menos opinable. Los agregados a la palabra fuente (formal-material) no resuelven
los problemas apuntados. Porque más allá que las normas que integran un orden
jurídico aparecerían como “fuentes” de sí mismas, el uso promiscuo de esa
palabra insinúa la presencia de un factor común,
lo que induce a situar en una misma línea tanto a la ley como a la
“jurisprudencia”, los “principios” o “valores”, las opiniones doctrinarias, la
equidad, la razón, etc., lo que conduce a empalidecer la necesaria
diferenciación entre las normas generales, cualquiera sea su origen, y las
valoraciones o motivaciones que pueden incidir en los órganos encargados de su
creación o aplicación.
(iii)
Final por ahora y una ausencia notable.
Volviendo
al articulado del proyecto, no se ven innovaciones destacables en el capítulo
2. Los arts. 4 y 5 sustituyen los respectivos 1 y 2 del código vigente. Sería,
a mi ver, preferible mantener el texto de este último (que el art. 5 del
proyecto fragmenta), pues contiene la expresión de un principio republicano
vinculado con la publicidad de las leyes como presupuesto necesario de su
obligatoriedad. Tampoco advierto innovación en el art. 6 proyectado, referido
al modo de contar los intervalos en derecho; ni en el 7, que repite el art. 3
del código vigente; ni en el 8, que reitera el art. 20 actual.
Los
capítulos 3 y 4 del título preliminar requieren mayor desarrollo, por lo que
restan para un ulterior comentario. En tanto, señalo la ausencia de notas
puntuales para cada artículo, estilo que Vélez Sársfield introdujo en su
momento y que tuvieron y tienen aún una enorme utilidad como base doctrinaria,
no sólo para conocer el origen de los textos en cuestión, sino su razón de ser
y, con frecuencia, las opiniones que coincidían con la solución prevista o
disentían con ella. Su carencia privará a la doctrina de un instrumento
importante para la interpretación de los preceptos proyectados.
[1] Ese temperamento fue instado por el Dr. Sergio Le
Pera, integrante de una comisión de juristas que trabajó en el anteproyecto,
adoptado luego por la Cámara de Diputados pero que no llegó a convertirse en
ley. La técnica seguida en esa ocasión fue derogar las partes remanentes del
Código de Comercio y su absorción dentro del Código Civil, y respecto de éste
“modernizar sus contenidos aunque manteniendo su método y estructura
originarias” (ver texto del proyecto editado por Abeledo Perrot, 1987, p. 24).
[2] Ese
último lapso sirvió para someter a un amplio examen público el nuevo cuerpo
normativo, destinado a sustituir diversos órdenes que regían simultáneamente en
los Estados alemanes, como el austríaco de 1811, el danés de 1683, el prusiano
o el de Baviera, en otros casos el código francés o bien el derecho romano (ver
antecedentes en Juan Carlos Rébora, Derecho
Civil y Código Civil, Eudeba, 1960, p. 57 ss.). El BGB comenzó a regir el 1
de enero de 1900.
[3] ENNECCERUS, Ludwig; KIPP, Theodor; WOLFF, Martín; NIPPERDEY,
Hans Carl, Tratado de Derecho Civil,
Tomo I, trad. Blas Pérez González y José Alguer, Bosch, Barcelona-Buenos Aires,
1948, p. 61.
[4]Al
abordar los problemas de la seguridad jurídica he insistido sobre este asunto
(ver “La seguridad jurídica”, La Ley Actualidad,
13 y 18 de abril de.2006; “Banca y seguridad jurídica”, en Tratado de Derecho Bancario, Primera Parte, Rubinzal Culzoni, 2010.
[5] ALBERDI, Juan Bautista, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, Eudeba, Buenos Aires, 1966.
[6] Obra citada, n° 34, p. 194.
[7] Idem, N° 16, p. 80. El art.
28 CN dice: “Los principios, derechos y garantías reconocidos en los anteriores
artículos, no podrán ser alterados por las leyes que reglamenten su
ejercicio”. Es la base de la doctrina de la razonabilidad de las
leyes, en la que tanto laboró Juan Francisco Linares y ha sido consagrada por
la Corte Suprema de la Nación en numerosos precedentes.
[8] SARTORI, Giovanni, ¿Qué es la democracia?, trad. Miguel
A. González Rodríguez y María C. Pestellini Laparelli, Taurus, Buenos Aires, 2003; p. 242.
[9] ORTEGA Y GASSET, José, Los escritos en La Nación
(1923-1952), la cita corresponde a la nota publicada el 13.4.1930, bajo el
título “Porqué he escrito ‘El hombre a la
defensiva” (La Nación, 2005, p. 123 ss).
[10] Ver
al respecto el “Estudio Preliminar sobre los Fallos Plenarios”, donde examiné
la noción de “fuentes”, en la obra “Plenarios de Derecho Comercial”, Colección
Plenarios t. II, La Ley, Buenos Aires, 2009.
[11] La
advertencia no es baladí. Basta recordar que el código civil soviético contenía
una declaración inicial que decía: “la ley protege los derechos privados
siempre que no sean ejercidos contrariamente a su fin económico y social”. Son
conocidas las arbitrariedades y atrocidades que se produjeron al conjuro de esa
regla (ver: Rébora, ob. cit., p. 63 y ss.).
[12] Tal lo que acontecía en la Roma de comienzos del
imperio, a partir de que Augusto acordara fuerza de ley a las opiniones de
ciertos jurisconsultos –ius publicae
respondendi ex auctoritate-. Es posible encontrar múltiples ejemplos en
nuestro derecho privado, cuando la ley remite a la equidad o a la regla moral
(arts. 907, 954, 1069, 1198, 954, 953, 1071 y muchos otros del C. Civil).