El pensamiento de Francisco Suárez sobre la interpretación, cese y cambio de la ley.

 

The thought of Francisco Suarez on the interpretation, termination and change in the law.

 

Hugo  O. H. Llobera*

 

RESUMEN

El objetivo de estás páginas tiene por finalidad conocer el pensamiento de este jesuita -representante de la escuela de Salamanca- acerca de la interpretación de la ley humana a través de un análisis del Libro VI de su obra más destacada: Tractatus de Legibus ac Deo Legislatore, de 1612.

 

ABSTRACT

The aim of these pages is intended to meet the thought of this Jesuitic School representative of Salamanca on the interpretation of human law through an analysis of Book VI of his most prominent: Tractatus de Legibus ac Deo Legislatore, de 1612.

 

PALABRAS CLAVES

Ley-interpretación- Francisco Suarez

 

KEY WORDS

Human law- interpretation-Francisco Suarez

 

Francisco Suárez S.J., conocido como Doctor Eximius et Pius, nació en Granada en 1548 y falleció en Lisboa en 1617. Su obra transita la teología, la filosofía y el derecho; se lo considera uno de los renovadores de la escolástica. Su pensamiento fue influenciado por San Agustín, Escoto y el tomismo. En su obra más destacada  Tractatus de legibus ac Deo legislatore, que data de 1612, con una decidida visión iusnaturalista distingue entre ley eterna, ley natural, derecho de gentes, ley positiva humana (derecho civil y derecho canónico) y ley positiva divina (la del Antiguo y Nuevo Testamento). Defendió la ley natural y la soberanía del pueblo.  Es considerado como el mayor representante de la Escuela de Salamanca en su etapa jesuita.

En el Libro Sexto de Tractatus de legibus,  Suárez trata el tema relativo a la interpretación, cese y cambio de la ley humana. Este trabajo tiene por finalidad conocer el pensamiento de este jesuita sobre la interpretación de la ley humana. Las citas que se hacen al pié de página corresponden a las que cita el autor en el curso del texto y en relación a cada cuestión planteada.

 

 

* Doctor en Ciencias Jurídicas. Juez de la Cámara Primera de Apelaciones en lo civil y Comercial de San Isidro. Profesor de Concursos y Quiebras en pos grado de Derecho Procesal (USAL); Profesor de Contratos, parte especial (PUCA); Profesor titular  en la especialización en Derecho de la empres (UB).

 

Artículo recibido el 25/6/2012. Aceptado 28/7/2012

 

 

Nos interesa adentrarnos en cuál era su pensamiento específicamente sobre la interpretación de la ley humana, razón por la cual no profundizaremos en aquellos capítulos del Libro VI referidos de manera especial al derecho canónico y que resultan ajenos a las leyes civiles.  Por lo tanto se omiten los capítulos XVI, XXII, XXIII y XXIV, por cuanto el enfoque dado por Suárez está referido directamente a cuestiones de derecho canónico o bien a  temas teológicos, que en nuestro criterio no resultarían aplicables a las leyes humanas.

 

La obra que nos ocupa despierta particular interés por cuanto pese a su antigua data, gran parte de sus principios, que en una mayoría no son propios sino que consisten en una sistematización de normas y pensamientos precedentes,  continúan siendo aptos para la interpretación de la ley con todo el alcance que Suárez le otorga a este término. También la denomina “equidad” o “epiqueya”, y consiste en el cambio de la ley que se produce de suyo y por exigencia intrínseca, de modo tal que su obligación cesa parcialmente o en esa ocasión particular, por falta de su materia, de su fin o de su razón. Por el contrario, si el cese de la obligación de la ley es total, lo denomina “cese”. Si el cese de la obligatoriedad de la ley se produce, no de suyo y por exigencia intrínseca, sino por obra de un agente externo, es decir, como consecuencia de una acción contraria, y ese cese es parcial, se denomina “dispensa”  y si fuera total se llama “abrogación”, anulación o suspensión de la ley.

 

 I.- Recto método de interpretación de las leyes humanas en su sentido legítimo

 

Los caracteres de la interpretación son: a) se trata de un cambio por exigencia propia e intrínseca de la ley; b) ese cambio, que consiste en el cese de su obligatoriedad es parcial o en ocasión particular; en virtud de esta interpretación “se declara que la ley en un caso especial no obliga por epiqueya”.

Existen tres clases de interpretación de la ley: la auténtica, la usual y la doctrinal. Esta clasificación la toma de  la  Glosa del Digesto, del Palermitiano,  siguiendo a Decio y a Silvestre.

La interpretación auténtica, es la que se hace con la autoridad de quien tiene poder para legislar; tiene autoridad de ley y debe hacerla el mismo legislador y quien lo suceda,  es decir su sucesor en el mismo poder, en la misma sede. La razón de esto radica en que la ley  procede de la persona sólo en cuanto ésta tiene poder y es a éste a quien queda sujeta la ley, sea quien fuere la persona que lo detente. Por ello, si los sucesores siempre pueden realizar la interpretación auténtica de las leyes dictadas por sus predecesores; con mayor razón podrá hacerla quien detente una autoridad superior a quien la dictó.

Esta interpretación no requiere descubrir con certeza el sentido y mente personal del legislador, sino determinar cuál es el sentido en que se ha de recibir y cumplir la ley.  Puede ocurrir que esta interpretación no sea una simple declaración sobre el sentido en que se ha de recibir y cumplir la ley, sino que implique un verdadero cambio de la ley, añadiendo o quitando algo. Este es uno de los poderes que tiene la autoridad que dictó la ley y lo ejerce así por requerirlo el bien común. Por ello aunque la interpretación auténtica no parezca ajustada al sentido propio de las palabras de la ley interpretada, no debe dudarse en dar a  aquella la fuerza y obligatoriedad que le son propias. Es la interpretación que se realiza mediante una ley que se da directamente para interpretar una anterior.

La interpretación usual es la que se hace con la costumbre y la práctica. Comprende la que se realiza por medio de las sentencias que dictan los jueces; tomada de la práctica tiene mucha fuerza para que la obligación de la ley prescriba y a veces esta fuerza es tal que debe considerarse como auténtica.

La interpretación doctrinal por sí misma no crea obligación, porque quien la hace no tiene poder para hacer una ley, sino que proviene de la ciencia y del juicio de los sabios.  No obstante también posee su grado de autoridad, el que a veces puede crear obligación. El juicio de los entendidos en las leyes, crea una gran probabilidad de que el sentido en que se ha de recibir y cumplir la ley es el que éstos determinan. Claro está que esta probabilidad admite grados. Ahora bien, si en la interpretación de una ley coinciden todos los entendidos, crean certeza humana y normalmente también la obligación de cumplir la ley y de hacer uso de ella en la práctica conforme a esa interpretación. Esto es así porque una coincidencia tan grande de los entendidos en la ley, indica su aceptación y observancia en ese sentido. Por otra parte siendo ello así es muy poco probable que exista una razón tan convincente que haga segura en conciencia la interpretación contraria. 

Los principios o reglas para deducir el verdadero sentido y obligación de una ley, comprenden tres aspectos que hay que observar.

1)  Las palabras de la ley atendiendo a su significado. La primera regla es pues atender a la propiedad de las palabras, es decir a su significado propio. Es a él al cual se le debe dar preferencia, si nada se opone a ello. Siguiendo al Digesto, en la duda no hay que apartarse de las palabras de la ley y ello aunque la interpretación pueda ser dura.  Las palabras en el lenguaje común se usan en su significado propio, pues para eso lo reciben. Siendo ello así con mayor razón debe cumplirse este principio al atribuir significado a las palabras comprendidas en el texto de la ley, ya que éstas deben ser claras y no expuestas a engaños y falsas interpretaciones. De lo contrario cada hombre podría interpretar las palabras de las leyes a su gusto utilizando sentidos impropios.

Este sentido propio de las palabras debe ser observado siempre, salvo que por las circunstancias, por otros pasajes de la ley u otros textos jurídicos conste que el sentido de la palabra es otro, ya sea más amplio o más limitado que aquel.  Ahora bien, este significado propio reconoce a su vez dos variantes: el llamado natural y el llamado civil. El primero responde a la “imposición sencilla y originaria de las palabras y en él las cosas suelen significarse como son en verdad y naturalmente”; tal es el caso de la palabra muerte, que significa la muerte natural.  La segunda variante, por el contrario, recibe su significado por “ampliación, igualación o ficción del derecho”; así en este caso se llama hijo al adoptivo, aunque no lo sea en sentido natural; también cabe el ejemplo de la “muerte civil” del religioso. Existiría una tercera variante, que estaría dada por la significación usual, pero si  esta significación es la común a todo el pueblo en el lenguaje vulgar, este significado se ha hecho más propio y “natural” que el originario. Si este “uso” es exclusivo, no del lenguaje vulgar, sino del derecho, este significado usual se configura en el significado civil, de la palabra. Esta regla es aplicable a las palabras usuales que las leyes o textos jurídicos toman del acontecer natural de las cosas. Pero existen otras palabras que son propias del derecho y que han sido inventadas por él; así cabe citar a modo de ejemplo, “usucapión”. Hoy incluso podríamos agregar muchos otros propios de modernas formas de contratación. En estos casos, el sentido “natural” es el sentido “civil”, ya que éste es el que se impuso en su origen. Por ello esos términos en las leyes deben ser tomados con ese significado que les ha dado el derecho al crearlos, por ser, a su vez su significado propio y natural.

Puede ocurrir, que el término tenga varios sentidos propios  naturales. En estos casos se debe examinar con atención la “materia” y las otras circunstancias de la ley;  por ellas se podrá determinar el significado del término en cuestión. Es necesario recurrir a la “causal final” de la ley para comprender el alcance de sus términos. También habrá que examinar la ley entera, siendo antijurídico juzgar por una sola de sus palabras. En síntesis, en aquellos casos en que la palabra tenga más de un sentido propio natural, corresponde buscar su significado por lo anterior y lo posterior del texto de la ley, junto con la materia y las otras circunstancias de ésta. Si aun así no se pudiera desentrañar el significado de la palabra, esa no sería una ley, porque ni siquiera se podría entender la mente del legislador.

2)  La intención del legislador. De la intención o mente del legislador depende tanto la sustancia como la fuerza de la ley; la mente del legislador es el alma de la norma. Por ello su interpretación debe  determinar la intención del legislador, y esa es la verdadera interpretación. Nadie debe atender a la sola palabra, sino a la intención y a la voluntad  del legislador, pues no es dicha intención la que debe servir a las palabras sino éstas a aquella. Existe sobre esto un planteo que parece desconcertarnos. ¿Cómo el sentido de una ley, que consiste en palabras, puede deducirse de la mente, siendo que la mente sólo puede dársenos a conocer mediante las palabras? No se trata de la sola voluntad del legislador meramente interna, considerada en sí misma, sino de que cuando las palabras son ambiguas  y  pueden proceder de distintas intenciones y voluntades, es necesario examinar con prudencia de qué voluntad e intención proceden. Es a estas últimas a las que debemos ajustar la significación del término ambiguo. El sentido de las palabras se debe deducir de las causas que se tuvieron para hablar, porque no son las cosas las que están sujetas al lenguaje sino el lenguaje a las cosas. Para que las palabras de la ley indiquen suficientemente la intención y voluntad del legislador, no es necesario que la indiquen en abstracto y por sí solas, sino que pueden y deben quedar determinadas por todas las circunstancias de la ley.

Podríamos preguntarnos a qué debemos dar prioridad, si a las palabras de la ley o a la voluntad de legislador. La respuesta consiste en que las palabras son de suyo la principal señal de aquella voluntad y que de ella, ante todo,  hay que hacer uso para examinar la mente del legislador.

Los principales recursos para indagar la mente del legislador, prescindiendo de la mera fuerza de las palabras, son:

a) La materia de la ley, ya que a ella ante todo deben servir las palabras.

b) Cuando el atenerse al sentido propio de las palabras acarrearía una injusticia, hay que interpretar las palabras en un sentido - aunque sea impropio - en el cual la ley sea justa y razonable, pues se presume que en ese sentido estuvo la mente del legislador. Esto último parte de la premisa de que una ley injusta no es ley.

c) Por comparación con otras leyes y esto de dos maneras: a) Por la incompatibilidad u oposición de las otras leyes que surgiría tomando las palabras en un sentido y que se evita tomándolo en el otro; en esta manera de comparar, se interpreta que la mente del legislador no fue la de derogar las otras leyes o corregirlas; por ello será necesario tomar las palabras en un sentido que pueda ser compatible con las otras leyes y ello aunque sea necesario interpretar con menos propiedad las de la ley posterior.[1] b) Por la concordancia con otras leyes,  cuando de las palabras, entendiéndolas en su sentido riguroso y en su propiedad natural, no se puede deducir un sentido conveniente del legislador y existe otro significado con el cual hacen un sentido a propósito, será muy conveniente ver si éste significado está de conformidad con las otras leyes en las cuales palabras semejantes se toman en ese sentido o se equiparan, ya que en tal interpretación resulta muy probable que sea la acertada, pues se presume que el legislador habla conforme al derecho; esto tiene lugar cuando la interpretación es benigna y no presenta ningún otro inconveniente, pues en igualdad de circunstancias la interpretación benigna de la ley se ha de anteponer a las otras.[2] 

3) La razón de la ley

Aunque la ley sea conforme a la razón, ocurre que la elección entre las cosas que son razonables no siempre tiene una razón, por lo cual tampoco es inevitable que haya que  investigarla.[3] Teniendo en cuanta lo dicho, se puede afirmar que la sola razón de la ley no contiene la voluntad del legislador, pues este pudo adecuarse a la razón de la ley sólo en la medida que quiso y manifestó con sus palabras. Por ello tienen mayor importancia en la interpretación de la ley las palabras que la razón; las primeras contienen en forma inmediata la voluntad del legislador y la segunda sólo en forma mediata.[4]

La razón de la ley a su vez, puede hallarse de dos formas. Una es la que descubre el intérprete y otra la que se manifiesta en forma expresa en la ley.

La razón que descubre el intérprete no es un juicio cierto, sino una conjetura probable. Esto es así porque responde a la opinión de los intérpretes y porque puede haber otras razones que hayan movido al legislador al dictar la ley; al existir más de una razón probable es incierto a qué razón corresponde dar prioridad. Por el contrario, cuando la razón de la ley se da en ella misma  puede ser un gran indicio de la mente del legislador. En este caso la razón de la ley es parte de ella, por lo que luego de las palabras ocupa el segundo lugar como método para determinar su interpretación. Si las palabras son ambiguas recibirán su determinación por la razón expresada en la misma ley.[5]

 

 II.- ¿Cuándo y cómo tiene lugar en la leyes humanas la ampliación de su sentido mediante la interpretación?

 

La interpretación de la ley consiste únicamente en la explicación y comprensión de su sentido propio e inmediato, ateniéndose sólo al significado usual y propio de las palabras y al sentido de la ley que resulta de las palabras así entendidas. Este es el significado abstracto y en sentido riguroso que corresponde a la acción de interpretar la ley, y que se conoce como interpretación declarativa.[6] Esta modalidad no es a criterio de Suárez el único sentido que tiene aquél término. Otro sentido de la interpretación de la ley es el que se realiza obrando algo especial en ella. Ese obrar especial en ella, puede producir distintos efectos, dando lugar a diversas modalidades de interpretación.  Es así que vamos a encontrar otras formas de interpretación y que se pueden resumir en:

1) Interpretación que abroga o corrige la ley que consiste en la acción particular de una ley sobre otra y de leyes posteriores sobre las anteriores. 2) Interpretación que actúa sobre la ley misma, ya sea: a) ampliación y restricción de su alcance; b) la excepción; c) la excusa o cese de la obligación de la ley.

La interpretación que actúa sobre la ley, ampliando su alcance, puede presentar cuatro alternativas: i) dentro del sentido propio natural de las palabras; ii) dentro del sentido propio civil de las palabras; iii) dentro de algún sentido impropio; iv) ateniéndose sólo a la semejanza de las cosas o de los casos o a la identidad de unas leyes con otras en cuanto tales. Todas estas interpretaciones que actúan sobre la ley, lo hacen respetando la mente del legislador; Suárez no admite otra interpretación que pase por encima de aquella mente. Estas ampliaciones pueden alcanzar a las personas, a las cosas, a los lugares o a los tiempos.

Ahora bien, la ley debe considerarse favorable cuando tiende a legislar en favor de algo o de alguien y odiosa cuando contraría los designios o las presunciones que se busca favorecer. Si no es odiosa, debe alcanzar todo lo comprendido en sus palabras, tomadas en su significado propio y natural. De igual modo no debe considerarse comprendido más que eso, salvo que otra razón especial lo exija. Así,  si habla de los hijos comprende también a las hijas, porque la palabra “hijos” en su sentido propio es común para varones y mujeres, pero no alcanza a los nietos, salvo que alguna razón especial así lo indique. La ley debe alcanzar todo lo que entra en las palabras tomadas en su significado propio y natural pero no a más que eso si otra razón especial no lo exige.

Cuando la ley es favorable o hay de por medio alguna razón jurídica especial, se debe ampliar la ley a todo lo que alcanza el significado propio, no sólo el natural, sino también el civil y jurídico, pero no más allá, salvo que una necesidad mayor lo exija.  Por ello cuando la ley es favorable la interpretación debe alcanzar la mayor amplitud del sentido propio, en las diversas formas que este puede adoptar. Por el contrario si la ley es odiosa o desfavorable, debe restringirse su alcance.

Hasta aquí la extensión de la ley ha tenido lugar sobre la base del sentido propio de las palabras, tanto del natural como del civil. Sin embargo, puede ocurrir que esta forma de interpretar nos lleve a un resultado en que la ley se torna ilusoria o de ningún valor o contendría una injusticia o un absurdo. En esos casos corresponde analizar si todo ello se evita recurriendo a un sentido impropio de sus palabras; si así fuere corresponderá ampliar el alcance de la ley  recurriendo a ese  sentido impropio.[7]  En otras palabras, no es lícito interpretar extendiendo el alcance de la ley, recurriendo al sentido impropio de las palabras, salvo que lo contrario nos lleve a  situaciones no queridas, tal como las que se han mencionado.  Esto,  por otra parte, es confirmado por la regla según la cual, toda disposición se debe interpretar de tal manera que se mantenga en vigor y no de forma tal que desaparezca. Esto se refuerza ante una ley, pues si contuviera una injusticia no sería ley; si fuera absurda sería irracional y no podría ser ley; si fuera inútil no contribuiría al bien común y consiguientemente tampoco sería ley.  Por ello se la debe interpretar de tal manera que no sea injusta, ni absurda, ni inútil, aunque para ello sea necesario ampliar el sentido de las palabras hasta la impropiedad.

 

 III.- ¿Puede ampliarse el alcance de la ley a un caso no comprendido en alguno de los significados de las palabras sólo por darse en él una razón semejante o la misma?

 

Partiendo de la premisa que la voluntad del legislador  es conforme a la razón y que por eso tiene el mismo alcance que su razón, la respuesta pareciera que tiene que ser afirmativa. Sin embargo,  debe tenerse presente que la razón de la ley no es la ley ni la constituye formalmente como  sustancia suya. Esta última está dada por la voluntad del legislador expresada a través de sus palabras. Luego si las palabras no alcanzan a algún caso en alguno de sus significados, la ley no ha sido establecida para él.  Aún existiendo una misma razón el legislador pudo querer  para un caso lo preceptuado por esa ley y para el otro no. Esta voluntad del legislador de mandar en un caso y no en otro, pese a existir la misma razón, puede obedecer a otras razones que ha tenido y que no ha expresado. El legislador no tiene obligación de expresar todas las razones de su voluntad. Por eso, si las palabras señalan un caso en forma expresa y nada dicen sobre el otro, más bien indica que quiso mandar o prohibir el uno y no el otro, y eso por la conjetura jurídica de que si lo hubiese querido lo hubiese dicho expresamente.[8] Se concluye que el alcance de la ley no se debe ampliar pasando por encima de todos sus significados si no es por necesidad o por una razón que fuerce a ello y no sólo por la semejanza en la razón. Además,  nunca puede probarse que la semejanza sea completa, por cuanto como se dijo el legislador no está obligado a expresar todas las razones que lo movieron. Por ello,  por sólo la razón,  no debe ampliarse el alcance de la ley a más de lo que las palabras significan.[9]

A veces la fuerza de la razón de la ley es tan grande que se juzga que alcanza los casos omitidos en ella,  si en estos se da una razón igual, aunque no caigan en las palabras de aquella. El argumento en este sentido consiste en que la razón de la ley indica,  suficientemente,  que la intención del legislador es prohibir algo no en cuanto que es eso materialmente, sino en cuanto que le afecta tal razón y por consiguiente prohibir todo aquello para lo que hay la misma razón, aunque sus palabras no lo digan expresamente. El caso particular prohibido o mandado actuaría sólo a modo de ejemplo de lo que el legislador quiere prohibir o mandar fundado en su razón, la que, en consecuencia, se debería aplicar en forma universal para todos los casos iguales o semejantes. Este principio interpretativo es aplicable cuando nos encontramos ante una ley humana propiamente dicha, es decir, que dispone y crea una nueva obligación que no surgiría por la sola razón natural. Ello es así porque si la ley del hombre fuera sólo declarativa de la razón natural, su alcance sería tan grande como el de la razón misma.

Debe distinguirse entre igualdad e identidad de la razón. Existe igualdad cuando pese a que las razones sean distintas, son comparables entre sí, como ocurre con las razones de amistad y de gratitud, que son distintas entre sí pero que pueden equipararse y ser tenidas por moralmente iguales. En cambio existe identidad cuando en materias distintas se da una misma razón, por ejemplo la de fomentar la piedad o evitar el mal. A la igualdad se la suele llamar semejanza a diferencia de la identidad.[10]

La semejanza de la razón no basta para que la obligación de la ley se amplíe de un caso a otro semejante. Es decir en aquellos casos en que existe semejanza de la razón por equiparación o equivalencia, pero sin “identidad”, cuando no entra en las palabras de la ley en alguno de sus significados. Se trataría de supuestos en que se intenta aplicar la misma solución mediando diferencia de personas u otra sustitución similar. El fundamento estaría en que la semejanza nunca puede ser tan grande que no resulte fácil encontrar alguna razón de diferencia.[11] Tampoco procede la ampliación por la semejanza de la razón cuando otra ley dispone de otra manera para el caso al cual se pretende la ampliación.[12] Esto último es así por cuanto el vínculo de la ley expresa es mucho más fuerte que el de la razón de una ley semejante.

Este principio de interpretación se acepta con mayor amplitud en los casos de leyes penales y en las llamadas “invalidantes” y “odiosas”, que son normas de carácter restrictivo. En esta materia, es decir tratándose de leyes penales, se debe distinguir el alcance respecto de la pena y respecto de la  prohibición. La primera no es susceptible de ampliarse por la interpretación, por mayor semejanza que exista en la razón. Las penas sólo alcanzan al propio caso.[13]  En lo tocante a la prohibición o “precepto”, se ha sustentado que el alcance de la disposición de la ley penal se amplía aunque ocurra ello con la pena.[14] Esta postura entiende que la pena es accesoria a la prohibición y por ello no hay que estar a aquella sino a la ley que es lo principal.  La ley penal en tanto virtud directiva no se diferenciaría de cualquier otra ley, y si éstas últimas se amplían, no habría razón para que aquella en su aspecto directivo estuviera exceptuada de ello, salvo en lo que a la pena se refiere. A esta proposición se opone Suárez,  quien entiende que si se viola la ley misma, tratándose de ley penal, se incurre en su pena, ya que esta es proporcional a la ley misma y la pena sigue a su transgresión como lo accesorio a lo principal. Es más, insiste en su tesitura de que por la sola semejanza o igualdad de la razón, ninguna ley alcanza a los casos omitidos o de ninguna manera comprendidos en el significado de las palabras de la ley, aunque acerca de esos casos nada hayan dispuesto otras leyes, con independencia de si la ley añade una pena o no.  Para probarlo expresa que hay que distinguir entre interpretación o ampliación “comprensiva” y otra “extensiva” o como el la llama, “puramente extensiva”. La primera tiene lugar cuando por ella se declara que un caso o persona entró en la mente del legislador aunque éste no lo dijera expresamente. La segunda es aquella por la cual el alcance de la disposición se amplía a un caso que no entró en la mente del legislador y esto por semejanza o igualdad de la razón.

La ampliación puramente extensiva y no comprensiva nunca basta para que la disposición de la ley, obligue en el caso a que se hace la ampliación. A su vez la ampliación que se hace por la semejanza de la razón sin base en las palabras, nunca es comprensiva sino puramente extensiva. Luego, concluye Suárez, por la sola razón  la ley nunca obliga por su fuerza directiva; lo dicho vale tanto para las leyes favorables como para las penales, correctivas y las odiosas. Para demostrar lo dicho, afirma que la razón formal de la ley es la mente del legislador, en la cual incluye la voluntad; luego lo que no entró en la mente del legislador, no puede entrar en la ley y por lo tanto no puede caer bajo su obligatoriedad. Luego, si la interpretación es puramente extensiva, no puede bastar para que la ley obligue, ya que precisamente esta última por definición es la que se hace pasando por encima de todo aquello que entra en la mente del legislador.

A tal tesitura se ha respondido que así como en el orden físico es imposible que se dé la misma causa sin que se dé el mismo efecto, en el orden jurídico es imposible que, dándose la misma razón no se dé el mismo derecho, por cuanto el derecho y la ley son la razón misma.[15] Sobre esto hay que distinguir, nos dice Suárez, el sentido que se otorga a la expresión  “la misma razón”. Si se toma como identidad de razón el argumento sería válido, puesto que se trataría de una única razón, pero si le conferimos el significado de “razón semejante” lo dicho no valdría tampoco para lo físico, ya que la identidad de efectos sólo se produce sobre la base de identidad de causa pero no por semejanza de causa por grande que esta fuera. Debe tenerse presente, por otra parte, que la sola razón no es señal suficiente de la voluntad, puesto que sólo nos indica la utilidad a la que el legislador atiende  para imponer obligación en ella por medio de la ley y de su voluntad. Pero esta última puede disponer libremente acerca de una materia y no acerca de otra, aunque en ambas se dé una razón semejante, puesto que tal vez no resulte conveniente a criterio del legislador disponer acerca de todas esas materias sino que elige una y no la otra.

Quienes afirman este paralelo entre las causas físicas y las razones jurídicas concluyen,  no obstante,  que todo ello es así en tanto no se oponga la voluntad del legislador[16], con lo cual se derrumba el supuesto paralelismo. En efecto, si la voluntad del legislador puede hacer que ante la igualdad de la razón, la ley no tenga el mismo alcance, ello evidencia que jurídicamente puede existir “la misma razón” y que no se dé, pese a todo, el mismo derecho.

Concluye el autor que la ley no obliga a nada que no entre de alguna manera en sus palabras por más que en ello se dé una razón semejante, igual o mayor. No obstante,  el juez debe juzgar según las leyes y luego cuando ella falta hará muy bien haciendo uso de la semejanza de la razón.[17] No habiendo podido la ley abarcar todos los casos se procede por analogía.[18] Otro modo de comprender esta posición es que los jueces estén obligados a esto, incluso por obligación legal. Es decir la obligación de aplicar la analogía resulta de otras leyes que aprueban esa costumbre y que ordenan que ella se observe.

En cambio si se trata de “identidad de razón”, puede extenderse la ampliación a casos no comprendidos en las palabras. Para ello debe constar de alguna forma que esa razón es completa y que fue la única que movió al legislador; esto debemos buscarlo en la materia, circunstancias y por las palabras de la ley.

Se debe considerar que al atenernos a las palabras de la ley no estemos forzando su voluntad. [19] Así se ha expresado que se atiene a las palabras y no a la voluntad de la ley quien no toma las palabras en el significado que le dio el legislador y que él fácilmente podría entender por la razón de la ley. En ello incurren quienes se atienen al sentido material de las palabras pero se apartan del que ha querido dárseles.

Para que quepa la ampliación comprensiva por la identidad de la razón, resulta  necesario que ésta sea “adecuada”. Eso ocurre cuando se reúnen dos requisitos: a) Que esa razón sea la única que por sí misma mueva suficiente y eficazmente a dar la ley. Esto se explica porque si esta razón necesita de otras para determinar el dictado de la ley para ese caso o persona, en estos últimos supuestos puede que no concurran las otras razones y por ello no han dado lugar a la ley también para esos casos.  b) Que lo dicho en la primera parte lo sea con el fin único y total pretendido por la ley. De lo contrario no sería preciso que abarque todos los casos en que pueda darse la ley. En cambio si se la pretende de una manera completa y total es preciso salvarla completamente  y por eso se hace toda la ampliación que sea necesaria para evitar todos los fraudes y rodeos de la ley. Para que lo dicho valga, es necesario que la razón de la ley sea intrínseca y universal a todos los casos que en virtud de ella se dicen que entran en la ley. Esto se prueba, según nos dice Suárez, porque la ley depende de la voluntad, la cual puede libremente querer una cosa y no la otra, aunque en ambas se dé la misma razón para quererlas. En cambio cuando la razón es tal que en ella tienen conexión tanto los casos expresados en la ley como los que parecen omitidos, entonces es recto juzgar que en virtud de la razón todos ellos entran en dicha norma.  

 

 IV.- Leyes respecto de las cuales tiene lugar la ampliación por identidad de razón

 

La ampliación por la identidad de la razón comprende a las leyes favorables[20]. Esto es así tanto cuando la ampliación procede por la sola razón,  a consecuencia de una conexión necesaria de los otros casos con ella o por alguna injusticia o absurdo de la ley que hay que evitar. Esto lleva al autor a pensar que también procede esta ampliación en los casos de leyes penales. [21] Se distinguen dos ampliaciones comprensivas: una de necesidad y otra de congruencia. La primera se impone por ser completamente necesaria para la justicia o rectitud y en favor de los que observan las leyes. La otra es voluntaria, ya que en un sentido la ley puede alcanzar a muchos casos justamente y en otro sentido con menor comprensión basta para salvar la justicia de la ley y la propiedad de las palabras. Por ello las reglas generales de no ampliar el alcance de las leyes penales se entienden  de la interpretación voluntaria, ya que dentro de esta última la ley penal siempre debe interpretarse en forma  benigna. Pero,  tratándose de la ampliación necesaria para la justicia de la ley, la situación es otra. Por eso se dice que la ampliación comprensiva  no es verdadera ampliación sino una interpretación completa de la ley, la cual se debe observar aún tratándose de leyes penales.

Cabe preguntarse si lo hasta aquí expresado respecto de la razón es aplicable sólo cuando ella está expresada en la ley o si también lo es cuando no estándolo es, sin embargo,  ideada por los intérpretes. Existen quienes sostienen lo primero,[22]pero muchos otros enseñan lo contrario, y la denominan la razón sobreentendida. Estos sólo requieren que la razón este sobreentendida, con tal que conste con suficiente fuerza que esa y no otra pudo ser  la razón.   Suárez piensa que, cuando no está escrita, pocas veces obliga, a diferencia de cuando sí está escrita. Enseña que a  lo dicho se reducen todas las formas de ampliación de la ley, ya que bien pueden darse otras, como a los casos correlativos, a los que tienen la misma raíz, a los que se siguen unos de otros. De la ampliación hay que juzgar según los mismos principios que se han establecido, es decir que la relación entre los casos sea tan estrecha que no pueda prohibirse el uno con prudencia y justicia, si no se prohíbe el otro. En definitiva todo ello se basa en la identidad de la razón, la cual se debe considerar con atención y según todas las circunstancias ya mencionadas.

También cabe preguntarse, si la ampliación puede tener lugar respecto de las personas, lugares y tiempos.

En lo que hace a las personas, la respuesta debe ser afirmativa porque la ley también se refiere a las personas y las obliga. Además,  porque las acciones sobre las que trata la ley, pueden variar según las personas.

En lo atinente a los lugares, puede aplicarse la ampliación dentro del significado lato de las palabras, cuando al menos dentro del nombre del lugar puesto en la ley se pueden alcanzar  otros. Por el contrario si se prescinde del todo de las palabras sólo en forma excepcional podría hacerse esta ampliación.

Respecto del tiempo, la ley siempre habla sobre el presente, por lo que debemos  cuestionarnos acerca de si puede ser hecha tal ampliación hacia el pasado o del futuro.  Lo primero sólo puede tener lugar cuando la ley es declarativa y no cuando es constitutiva; también cuando ello conste por la palabra de la ley o por su materia. La ampliación hacia el futuro no es estrictamente tal, porque la naturaleza propia de la ley señala que se dé para el futuro, aunque hable en el presente.

 

 

 

V.- ¿Cuándo y cómo puede la interpretación restringir la ley?

 

La restricción de los alcances de la ley es lo contrario de la ampliación hasta ahora vista. Por ello afirma Suárez que la doctrina que se aplica es más o menos la misma analizada respecto de la ampliación. Sin embargo destaca que existen algunos puntos que es conveniente aclarar.

En primer lugar la restricción al igual que la ampliación puede serlo respecto de las palabras de la ley cuanto referente a la razón de la misma. No cabe la restricción respecto de la mente del legislador. No se puede restringir la obligación de la ley a algo que estuviera incluido en la mente de aquél. Eso no es posible si hablamos de interpretación y sólo sería admisible si de dispensa se tratase. La restricción, por otra parte, no será lícita cuando sobre el mismo tema corresponda ampliar su aplicación. Aquella puede y debe hacerse para evitar una injusticia u otro absurdo en la ley misma. En este sentido debe tenerse en cuenta que a veces la restricción puede ser justa, pero aún sin ella la ley igualmente lo es. En este caso la razón invocada no será suficiente para restringir la ley en contra del sentido propio de sus palabras.

En el caso que la razón de la ley no se corresponda exactamente a las palabras, es necesario restringir los términos de su razón y no entenderla en el sentido amplio de aquellas. Para que esto sea así la razón debe estar expresada en la ley, siendo que aquella no es la ley misma. Esta última es la voluntad del legislador, la cual no siempre se corresponde con su razón, pues muchas veces la voluntad es más general y no por eso irracional ni imprudente, dado que para mayor voluntad o cautela puede la voluntad sobrepasar a la razón; se exige que la razón de la ley sea completa, intrínseca a ella y constitutiva de su objeto próximo.

Entre la ampliación y la restricción de la ley, por su razón, existe cierta mutua correspondencia, pero hay alguna diferencia. En efecto, la voluntad puede no querer todas las cosas para las cuales hay una misma razón, dado que no siempre es conveniente quererlas cuando por lo demás no tienen entre sí una conexión necesaria. En cambio, la voluntad no puede prudentemente, querer algo sin alguna razón y por ello cuando consta que la razón de la ley es completa, no es verosímil que la mente del legislador la sobrepase. En otros casos la ley se debe restringir por la materia  y sobre todo por analogía con otra ley. Esto responde a que las palabras de la ley se han de entender según la materia de que se trate y por lo tanto pueden también restringirse según ella. Es verdad, que esta restricción en general  puede reducirse a la razón de la ley, porque casi siempre la restricción por la materia va unida a la razón.  La restricción puede tener lugar también sin que haya ninguna ley particular, sólo por conjeturas sobre la mente del legislador, aplicando la regla por la cual una ley general no comprende cosas que uno no habría de querer en un caso en particular.

 

 

 

 

 VI.- ¿Cesa a veces la obligación de la ley en casos particulares y en contra de las palabras de la ley aunque el legislador no la suprima?

 

Hasta ahora hemos abordado el tema de la interpretación de la ley en cuanto al sentido por el cual obliga. Ahora trataremos los cambios que se suceden en la ley y por los cuales cesa de obligar. Estos pueden producirse desde dentro o desde fuera. El primer supuesto tiene lugar cuando falta alguna causa que la conserve o una condición necesaria para que obligue. Aquí pervive la voluntad del legislador, pero deja de obligar por el cambio de otras cosas. A esto se lo denomina “cese de la ley”. El segundo supuesto se presenta cuando opera sobre la ley la voluntad de un superior, que introduce un cambio en aquella. Aquí se mantienen los requisitos para la obligación de la ley, pero esta sufre un cambio por voluntad del legislador. Se llama a esta situación “supresión de la ley.” Tanto el cese como la supresión pueden tener lugar parcialmente, en algún acto, caso, tiempo o persona particular manteniéndose la ley en general o totalmente por cese o supresión de toda ley. En síntesis tenemos cuatro situaciones: a) cese parcial de la ley o excepción de la ley; b) cese total de la ley, denominado sencillamente “cese”; c)  supresión parcial, llamada “dispensa” o derogación; d)  supresión total, llamada “revocación” o “abrogación”.

Respecto del cese de la ley, lo primero que hay que preguntarse es si el cese de una ley universal tiene lugar en un caso particular aunque nadie suprima su obligación. La respuesta es negativa. La explicación está en que sólo hay dos elementos por los cuales podemos conocer la voluntad del legislador y en consecuencia la obligación de la ley o su cese. En el caso que nos ocupa las palabras de la ley lo alcanzan; luego sólo queda la razón, para que de su cese surja el de la ley en el caso particular. Pese a ello la voluntad del legislador puede ser más universal que su razón por lo que aún cesando ésta igual la ley puede obligar.

Se trata de investigar el sentido de las palabras, si son universales y alcanzan a estos o aquellos casos, o si se toman en un significado o en otro, lo cual pertenece a la doctrina y a la jurisprudencia. Distinto es el caso de la epiqueya, que consiste en la enmienda de la ley por razón de su universalidad. En esta última cesa la obligación de la ley porque para las circunstancias particulares en que tuvo lugar el acto, no pudo caer bajo el poder o no cayó bajo la voluntad del legislador, sino que quedó exceptuado de ella. Esta excepción es la enmienda que realiza la epiqueya. A veces la obligación de la ley cesa en un caso particular aunque las palabras de la ley no parezcan indicarlo, ni el caso esté exceptuado por otra ley ni el príncipe haya dispensado la ley. Se trata de la enmienda de la ley en aquello que falla por su universalidad.[23] Esto es así porque la ley se da en general y es imposible que la disposición general de una ley humana  resulte tan recta en todos los casos particulares que no falle alguna vez.  Esto no afecta la rectitud de la ley, ya que para esto se toma en cuenta lo que suele suceder.[24] Se trata de una supresión que no es impuesta desde fuera, sino por sólo el cambio de la materia o de las cosas.  Suárez equipara la epiqueya con la equidad, como cierta benignidad o conveniencia del derecho. Para Aristóteles, la epiqueya es una parte de la justicia. En absoluto es menos justo dar una ley justa de una manera absoluta que admitir por epiqueya la excusa de la ley. Por último, en lo que se refiere a la epiqueya,  tiene lugar tanto en los preceptos afirmativos como en los negativos.

 

 VII.- ¿Cuándo tiene lugar la excusa de la obligación de la ley por epiqueya o equidad?

 

Para que cese la obligación de la ley es necesario que falle su razón no sólo negativamente si no que también de alguna manera contraria. Esto se prueba diciendo que la epiqueya tiene lugar cuando la ley peca, es decir pecaría y sería injusta si obligase en tal caso. La epiqueya es la dirección de la ley, para que no se desvíe de lo recto. El cese de la obligación tiene lugar a consecuencia de que la obligación misma - si alcanzara al caso - sería contraria al concepto de justicia o a la debida legislación. Es decir, la obligación de la ley cesa en un caso particular únicamente cuando su observancia sería mala.[25] La epiqueya es la dirección de la ley porque esta peca por su universalidad, pero ella sólo podría pecar si obligara a un acto injusto; la epiqueya es una parte de la justicia. Sin embargo, muchas veces uno puede estar excusado de cumplir una ley, que hable en general y eso aunque pudiera lícitamente realizar el acto mandado por ella u omitir el prohibido, y esto sólo por ser una cosa demasiado gravosa o difícil, sin que sea injusta. En este último caso la epiqueya no es obligatoria. De manera que la epiqueya no corrige sólo lo injusto, sino también algo que sea muy difícil, porque en ambos casos la ley pecaría mandando una cosa injusta o extralimitada y pasando las atribuciones del legislador. La epiqueya enmienda la ley porque el legislador mismo si estuviera presente moderaría e interpretaría así su propia ley[26]

Los modos de emplear la epiqueya son tres: para evitar algo injusto;  para evitar una obligación dura;  y el tercero,  por conjeturas sobre la intención del legislador prescindiendo de su poder. El primer modo debe emplearse cuando hay otro precepto, sobre todo de derecho divino o natural, al cual sea contraria la ejecución de la ley humana en cuestión. En el segundo hay que tener en cuenta la naturaleza de la obligación de la ley humana y según eso se juzgará si esta acción particular,  con estas circunstancias,  escapa al poder de aquella. En el tercer modo hay que hacer uso de conjeturas, tomándolas de las circunstancias y sobre todo de la práctica,  de la clase de gobierno y de la costumbre de interpretar leyes semejantes.

Es conveniente tener presente que la obligación de la ley puede cesar,  no sólo cuando en el caso es contraria al bien común, sino también  si es contraria al de una persona particular, siempre que se trate de un perjuicio grave y ninguna otra razón de bien común obligue a causarlo o permitirlo.  

 

 VIII.- ¿Cómo debe constar en cada caso la excusa para que sea lícito emplear la epiqueya y no observar la ley sin recurrir al superior?

 

El caso de excusa puede presentarse de diversas maneras: a)  con evidencia y certeza de que entonces la observancia de la ley es mala e injusta; b) con una certeza semejante de que la ley no obliga pese a que pueda observarse sin incurrir en injusticia (esto último puede no ser absolutamente cierto, sino sólo dudoso o probable); c)  cuando el caso puede ser sólo probable, respecto de uno de los dos extremos; d) cuando puede ser dudosa respecto de ambos extremos; d) cuando puede ser cosa cierta que en la observancia de la ley no hay pecado pero que la excusa de la ley es solamente probable o dudosa. Debemos decir que, cuando consta con certeza que la materia de la ley, por cualquier coyuntura o circunstancia, se ha convertido en injusta o contraria a otro precepto o virtud más obligatoria, entonces cesa la obligación de la ley y puede prescindirse de ésta por propia autoridad sin recurrir al superior. En las cosas claras no se necesita interpretación sino excusa.[27] La razón de esto es que la autoridad del superior no puede tener ningún efecto, pues si en el caso quisiera que el súbdito observase la ley, éste no podría obedecerle, puesto que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Por ello cuando hay certeza que la ley no obliga, por más que pueda cumplirse sin falta, el súbdito con su propia autoridad, puede no cumplirla. Asimismo, quien juzga con probabilidad que la ley no alcanza a aquél caso, puede con seguridad excusarse de cumplirla, y eso aunque tenga razones para dudar en ambos sentidos. Por último,  puede aplicarse la razón por la que,  en los casos en que puede acudirse al superior  no es lícito hacer uso del juicio probable.

Por el contrario, si no pudiera acudirse al superior, es lícito hacer uso de la epiqueya, tanto cuando el caso escapa al poder del legislador como cuando lo es a su voluntad. Esto es así porque en las cosas morales el juicio probable basta para obrar prudentemente. Es necesario cuidarse más de no apartarse de la voluntad del legislador que de sus palabras, por cuanto estas últimas pueden mandar más allá de lo que quiso el legislador, y es allí cuando debe actuar la epiqueya para corregirlas. Claro está que, la licitud de recurrir al juicio probable, sin la interpretación o consentimiento del superior, cesa cuando no existe peligro en la demora, es decir cuando se puede esperar aquella interpretación o consentimiento sin que se ocasione un mal. Desaparece en este último caso la necesidad de hacer el juicio probable acerca de su voluntad.

Otra situación se presenta en el caso dudoso,  en el que no puede juzgarse con probabilidad si el caso cae o no bajo la obligación de la ley. La opinión generalizada sería que debe tratarse de acudir al superior y si ello no es posible, debe cumplirse con la ley.[28]

 

 

 

 

 

 IX.- ¿Cesa alguna vez toda la ley por sí misma al cesar la causa?

 

La ley es de por sí perpetua y al darse para la comunidad es claro que no puede cesar por falta de causa eficiente. En efecto, no cesa por muerte del legislador o de su sucesor y tampoco se extingue por el sólo paso del tiempo indefinido. Y, si alguna vez puede darse para un determinado tiempo, eso es extraordinario y en su misma constitución lleva la revocación para tal tiempo, la que pertenece a otra clase de supresión de la ley. Tampoco cesa  por falta de aquellos para los cuales se da, pues la comunidad del estado o del pueblo es de por sí perpetua, al continuarse por sucesión. Sólo puede cesar por cambio del objeto sobre el cual versa.  Este cambio puede acontecer de muchas maneras, pero ahora se analiza sólo el cambio en la materia de la ley, en lo que se refiere a la verdadera razón por la cual se la hace objeto de  obligación. Si subsiste esa razón la ley no cesará por ello, salvo que sea revocada, ya que en tal supuesto no existe otra causa mudable de la cual dependa su conservación. Si en el objeto sucede un cambio, cualquiera sea su origen, la ley deja de existir, al cesar por completo y totalmente su razón o su fin. Este cambio puede ser el contrario y el negativo.

El objeto de la ley cambia de una manera contraria, cuando por la mutación de la materia o de las cosas o circunstancias, resulta que su observancia resulta injusta o mala de cualquier forma; o si esa observancia resulta imposible o por lo menos tan difícil y ardua que se la juzga imposible respecto de toda la comunidad; o, finalmente si deviene por completo inútil y vana respecto del bien común.

El cambio será negativo si en toda la materia de la ley ya no se encuentra la razón por la cual ella se dio, por más que desaparecida la razón, la materia no sea de suyo mala ni injusta ni inútil.

Cuando el cambio tiene lugar en toda la materia de la ley de una manera contraria, no surge ninguna dificultad ni controversia; todos reconocen que entonces, por el hecho mismo cesa,  ya que por ello comienza a no ser justa y por ende a no ser ley.[29] Este cambio debe ser manifiesto, evidente, pues en caso de duda la ley siempre conserva su derecho y la presunción siempre esta a favor de su justicia.

Existe alguna dificultad cuando la razón de la ley cesa en general, sólo negativamente. Entiende Suárez que esto no basta para que cese toda la ley. En primer lugar porque la razón y proporción del todo al todo parece ser la misma que de la parte a la parte; al cesar la razón de la ley en particular, no cesa la obligación de la ley; luego al cesar en general, tampoco perece toda la ley. En segundo lugar,  al cesar negativamente la razón de la ley, no consta que por ello sólo cese la voluntad del legislador, por lo que no es necesario que cese la ley; esto es así porque ella recibe su eficacia obligatoria de la voluntad del legislador. Y, en tercer lugar porque cuando su razón o fin desaparece negativamente, aún así puede observarse sin falta. Por ello debe observársela con la misma obligación hasta tanto sea revocada. No existe en tal supuesto ningún peligro en cumplirla y sí puede haberlo en su transgresión. No obstante ello, es opinión común que al cesar la razón de la ley en general  o con la mayor frecuencia en toda la comunidad, la ley también cesa. [30] Esto significa que al cesar la razón de la ley en general, por ese mismo hecho cesa ésta como tal, de forma que los súbditos pueden lícitamente no observarla sin esperar ninguna declaración o revocación del superior. De no ser así esto no sería un modo de cesar distinto de la revocación.

Si la razón no hubiese existido desde el principio no se hubiese podido dar la ley justamente, luego, sin ello no puede en justicia conservarse. Soto piensa manifiestamente lo contrario y Suárez parece seguir este pensamiento, con el argumento de que es contrario al buen orden que una ley dada por el superior, sin el consentimiento de éste, no se cumpla mientras puede cumplirse lícita y fácilmente, pues de ello pueden surgir escándalos y perturbaciones o fraudes en el Estado. Suárez aclara que podría concebirse un camino medio, por el cual al cesar la causa o razón de la ley en general, cese por ello  ésta, pero los súbditos no pueden obrar lícitamente en su contra hasta tanto el superior declare que ha cesado y esto así porque conviene al bien común. En general nunca cesa la ley al cesar su fin de una manera  puramente negativa, sino que es preciso que cese de una manera contraria, al menos de forma que el acto resulte inútil y consiguientemente incapaz de ser su materia; al cesar el fin de esta manera también cesará la obligación de la ley. La diferencia consiste en que si cesa el fin completo de la ley de la manera explicada, por consiguiente concluye la razón absoluta para haberla dado, porque con ese cese del fin va necesariamente unido el que la materia se haga inútil para ser objeto de la ley. En cambio, si el fin subsiste en general, aunque cese en un acto en particular se mantiene la razón entera común de la ley, la cual no atiende a cada uno de los casos sino a lo que más frecuentemente sucede; por eso aunque el fin cese negativamente en particular, el acto no resulta inútil ni la razón de la ley cesa en él de una manera contraria, porque siempre esa razón común puede mover a actuar por el bien común y por conformidad con la ley y con todo el cuerpo.

Al cesar la razón de la ley en general, por ello mismo ésta se hace inútil y su materia incapaz de una obligación justa, por consiguiente es necesario que cese la voluntad del legislador. No pueden seguirse inconvenientes morales de no observar una ley que ya ha cesado de una manera evidente y pública, de la misma manera que no son de temer tales inconvenientes del hecho de que no se cumpla una ley evidente y públicamente injusta.

Lo hasta aquí visto respecto del cese total de la ley puede decirse respecto del cese de una parte de ella respecto de toda la comunidad, si es separable del resto de la norma. Si dichas partes no pudieran separarse y con esto la obligación fuese  indivisible, como el bien resulta de la totalidad y el mal resulta de cualquier defecto, se debe examinar con atención si, por el defecto en una de sus partes, toda la ley resulta injusta o inútil o más perjudicial que provechosa, y entonces cesará toda ella; pero,  si a pesar de ese defecto sigue siendo justa y más útil que perjudicial, no cesará por el hecho mismo hasta tanto sea revocada.

Para que una ley cese sin más, en necesario que su razón haya cesado de una manera  perpetua y general, pues si sólo lo es de forma temporal, entonces más bien que suprimirse, su obligación quedará en suspenso, porque la ley no resulta inútil o injusta sin más,  sino sólo temporalmente y por tanto una causa limitada produce un efecto limitado; aquella queda en suspenso pero no se suprime. 

 

 X.- ¿Puede concederse dispensa de la ley humana? ¿En qué consiste?

 

Este tema está referido al cambio o supresión de la ley por obra de un agente extrínseco que tenga poder para suprimirla. Esta supresión puede ser parcial, también llamada dispensa y  en un sentido más amplio puede llamarse derogación de la ley; o bien puede serlo de forma total, que se llama abrogación.

La dispensa es completamente distinta de la  interpretación que se hace por la epiqueya, ya sea esta última por los casos evidentes o probables, sea en los casos dudosos en que se requiere autoridad del superior. La epiqueya no es un acto de jurisdicción, sino de doctrina y de prudencia, en cambio la dispensa es un acto de jurisdicción. La primera no supone obligación cierta de la ley sino más bien en la duda declara que aquella ha cesado, pero en rigor no la quita. En cambio la dispensa supone obligación de la ley y se concede para suprimir dicha obligación aunque exista previamente. En razón de esto es que el superior puede suprimir con determinada causa, la ley que obliga a una persona y mantener no obstante la obligatoriedad respecto del resto de la comunidad.[31] En tal sentido, según Santo Tomás la dispensa humana no quita el lazo de la ley natural sino el de la positiva. También es cierto que en un sentido lato, la dispensa puede ser entendida como interpretación; sería un acto por el cual a una persona se la exime de la obligación de la ley.

La dispensa se distingue de la absolución en que esta última no se da en contra del derecho sino según él y por tanto en ella no se da relajación alguna del derecho; en cambio la dispensa se otorga en contra de este último.  La absolución es una sentencia por la cual no se hiere la ley ni se menoscaba el derecho, sino más bien se pone en ejecución y en cambio la dispensa no es una sentencia, sino un acto de jurisdicción voluntaria por el cual se hiere la ley quitándola en parte. La absolución en definitiva es impuesta por el mismo derecho reunidas las condiciones del caso.

La dispensa no es simple permiso, ya que éste no es contrario al derecho sino conforme a él. En verdad la dispensa no es una relajación, sino que ésta es un efecto de aquella. Lo mismo ocurre en la relación entre la ley y la obligación, esta última no es la ley sino su efecto. 

 

 XI.- Efectos de la dispensa de la ley humana

 

Como se dijo la dispensa consiste en quitar parcialmente el vínculo de la ley. Su efecto puede ser parcial por razón de la persona, llamada exención de la ley o por razón del tiempo, denominada  suspensión de la ley. Así por ejemplo, el superior puede disponer que toda la comunidad por el término de un año no cumpla la ley; vencido el plazo la ley obliga sin necesidad de declaración;  esto es una suspensión de la ley. Con mayor frecuencia ocurre que el superior autoriza a una persona o dos a que no cumplan una ley que efectivamente obliga al resto de la comunidad;  esto es una exención.

El primer efecto de la ley es obligar en conciencia, que comprende dos cosas: mandar y prohibir. Por ello el principal efecto de la dispensa es quitar en conciencia la obligación, ya que no implica suprimir la ley  sino que quita su obligación. El segundo efecto es que no obliga al acto contrario a aquél cuya obligación quita; según se dijo otro efecto de la ley es permitir. Esto es así si bien para una pura permisión no es necesaria una ley, pero en la medida que la permisión se da como precepto, su efecto es precisamente permitir. La dispensa supone quitar la obligación y no obligar al acto contrario respecto esta última.

Otro efecto de la ley es la pena. También ésta es quitada por la dispensa, como consecuencia de su efecto primario, es decir al suprimir la obligación. No obstante, en algunos casos, la dispensa puede ejercer su efecto sólo sobre la pena y esto de dos maneras. En primer lugar, si se le concede a una persona que no soporte la pena de la ley pese a actuar contra lo que ella obliga; esta es una dispensa de la pena pero no de la culpa. También puede tener lugar la dispensa de la culpa, y no en cuanto a la pena en que habría de incurrirse. Otra modalidad es dispensar de una pena ya contraída por una culpa anterior, por ejemplo cuando se perdona una pena impuesta por una ley, pues esta también en una relajación de la ley.

La dispensa puede ser plena o total, cuando por ella se suprime toda la obligación de la ley y todo su efecto sin añadir ninguna carga. De lo contrario será parcial. También puede ocurrir que la dispensa quite toda la obligación pero en lugar de ella imponga otra, en cuyo caso se llamará conmutación.

La dispensa al ser una desviación del derecho, que lo hiere, debe ser interpretada en forma restrictiva. Esta restricción indica que no se debe traspasar el significado propio de las palabras, pero tampoco debe ser tan restringida que excluya lo que es necesario para la validez y efecto de la dispensa.

 

 XII.- Causa material de la dispensa.

 

Debe distinguirse aquello de lo cual se dispensa y la persona a quien se beneficia con ella. Es necesario discernir entre el vínculo de la ley positiva y el vínculo del contrato. Según Suárez el vínculo de la ley natural no es dispensable;  por el contrario, tanto el vínculo derivado de la ley positiva como del contrato son dispensables. Este último se dispensa abrogando el hecho o perdonando la promesa. En el caso de la ley positiva se quita la obligación, por ello se entiende que la materia de la dispensa propiamente es la obligación impuesta por la ley humana o su vínculo.

En orden a la segunda cuestión, es decir a qué personas alcanza la dispensa, el presupuesto es la jurisdicción sobre la persona respecto de la cual ha de concederse; sin esa jurisdicción no puede concederse válidamente. La jurisdicción en el caso de la ley se impone aún a aquél que no la quiere, es por ende una jurisdicción obligatoria. Por el contrario, la jurisdicción referida a la dispensa es voluntaria, ya que no se da necesariamente, y además se la puede otorgar a quien la pide. Es decir el superior no suele dispensar de oficio, sino ante la justa instancia de quien se la solicita. De lo dicho se desprende que para ser capaz de dispensa basta que la persona se encuentre sometida a la jurisdicción de un superior.

Cabe preguntarse si sólo pueden ser sujetos pasibles de dispensa los súbditos o si también los superiores pueden dispensarse a sí mismos. La dificultad, en otras palabras consiste en saber si el legislador, en cuanto está obligado por sus propias leyes, pude dispensarse de ellas. El fundamento de la opinión afirmativa radica en que no todo acto de jurisdicción requiere que sean distintas las personas del que ejercita la jurisdicción y la de aquél sobre el que se ejercita, sino únicamente aquellos actos que requieren coacción o sentencia propiamente dicha, por el cual se administra justicia entre las partes y por tanto requiere una tercera persona distinta de ellas. La dispensa es un acto de jurisdicción voluntaria respecto de aquél a quien se dispensa y por lo tanto por esa parte no requiere una persona distinta de aquél.

Tampoco respecto de la ley misma o del legislador o del bien común puede requerirse una persona distinta del legislador, pues él es a quien toca defender su ley y mirar por el bien común; luego no es imposible que un legislador soberano se dispense a sí mismo de una ley dada por él, porque sobre sí mismo ejercita una jurisdicción voluntaria, y respecto del Estado no se trata de una coacción sino de una prudente administración de la cosa común. Esto es así, en primer lugar porque el soberano puede distribuir los bienes comunes entre los miembros de la comunidad comprendiéndose también a sí mismo. Ahora bien, la dispensa es como un bien común que se ha de distribuir y aplicar a los miembros según convenga; luego el soberano no menos puede hacerlo consigo mismo que con los otros. En segundo lugar, el soberano se liga a sí mismo con su propia ley; luego mucho más puede desligarse.

Aquellos superiores que no son el soberano pueden dispensarse de las leyes que ellos dicten, por las mismas razones que puede hacerlo el soberano en relación a leyes por él dictadas. El interrogante se plantea en relación a la dispensa respecto de las leyes dictadas por quien a su vez es superior de ese superior. Tratándose de una ley dada por un soberano, un superior no estaría impedido en atención a dispensarse a sí mismo, es decir en función de la identidad de persona entre dispensaste y dispensado. El tema pasa por la clase de poder que el soberano ha dado al superior. Siempre que el poder haya sido dado con esa amplitud, el superior podrá dispensarse a sí mismo de una ley dada por el soberano.

 

 XIII.- Forma de la dispensa de la ley humana

 

Se trata de la forma externa y sensible, como debe manifestarse la dispensa para poder obrar entre los hombres, que puede serlo de manera tácita o expresa.  Expresa es la que se concede con palabras propias y manifiestas; no requiere ninguna fórmula determinada y bastan aquellas que según el uso común puedan identificar suficientemente la voluntad del dispensador y el efecto; tampoco es indispensable que se utilice la palabra dispensa. Lo que sí es necesario, es que se exprese con claridad de qué materia se dispensa, de qué obligación, de qué ley, y a quién se da. De lo contrario no tendrá un significado determinado y particular;  por lo tanto no podría producir ningún efecto. Para la validez y sustancia de la dispensa no se requiere que se dé por escrito y ello por cuanto no resulta necesario que la ley sea dada de ese modo. No obstante reconoce que, por lo general, será necesaria la forma escrita para probar la existencia de la dispensa.

Si bien lo más frecuente es que la dispensa sea concedida por el superior a instancias del súbdito, ello no es indispensable y puede ser otorgada tanto a pedido de un tercero como de oficio.

La dispensa tácita es la que se indica con señales o hechos Hay quienes niegan que pueda tener lugar de esta forma, pero la mayoría parece admitirlo. Es más difícil de explicar porque no consiste en una indicación manifiesta de la voluntad sino sólo en una indicación presunta. Tratándose de un soberano todos la admiten en todo lo que es el derecho humano, porque aquél dentro de su esfera, está por encima del derecho humano y puede dispensar de él como quiera, al menos en cuanto a la validez de la dispensa.

Queda por explicar de qué manera o por qué señales se puede presumir la dispensa tácita de forma que satisfaga a la conciencia del dispensado tranquilizándola y pacificándola, y de forma tal que deba también admitir incluso en el fuero externo si se la prueba legítimamente. En este sentido, dos clases de dispensa suelen señalarse. Una cuando un superior tiene conocimiento de que un súbdito obra contra la ley y no lo impide ni se opone. Ello es señal de dispensa tácita.[32] Otra tiene lugar cuando el superior con perfecto conocimiento manda o concede al súbdito algo que sin la dispensa no puede hacerse o no puede tener validez. La razón, en tal caso, es que el superior no manda cosas incompatibles, ni es de presumir que mande la injusticia ni a realizar un acto inválido; luego se entiende que para el caso ha  quitado el impedimento.

 

 XIV.- ¿Quiénes tienen poder ordinario para dispensar la leyes humanas?

 

Después de la materia y forma de la dispensa nos toca hablar de la causa eficiente. Dos elementos se requieren en ésta para obrar: poder y voluntad. Esta última se conoce por la forma a la cual ya nos hemos referido. En cuando al poder puede dividirse en ordinario y delegado, pues estas son las dos formas en que se suele poseer la jurisdicción o tener parte en ella, jurisdicción a la cual pertenece el poder de dispensar; ambas formas son posibles en esto.  Es necesario que el poder de dispensar alguien lo tenga como ordinario y a su vez no hay nada en este poder para que no pueda delegarse o confiarse a otro, pues por su mismo concepto no exige que lo ejercite el superior por sí mismo, a no ser que le haya sido concedido con esa restricción y modalidad. El poder ordinario lo tiene el que dio la ley, quien lo suceda y el superior a él. El inferior no puede dispensar de una ley dada por su superior salvo expresa autorización de este. 

 

 

 XV.- Sobre el poder de los inferiores para dispensar de las leyes de sus superiores

 

La primera cuestión que se plantea sobre este tema es saber si el poder en virtud del cual los inferiores pueden dispensar del poder de los superiores es un poder ordinario o si es delegado, al no ser connatural al propio cargo sino concedido por voluntad del superior. Cabe afirmar que se trata de un poder delegado, ya que el ordinario corresponde por propio derecho.

 

 XVI.- Sobre el poder delegado para dispensar leyes humanas

 

El poder para dispensar de las leyes humanas puede delegarse, puesto que la dispensa es por su naturaleza un acto de jurisdicción bastante corriente y frecuentemente necesario y ninguna cosa especial tiene que impida su delegación. Esta delegación no se hace por ley sino personalmente, porque la entrega de jurisdicción hecha por ley no es delegación propiamente dicha, sino que pasa a ser institución de jurisdicción ordinaria por ser de suyo perpetua, como lo es la ley. Por ello la delegación de este poder es siempre personal. Además del poder de delegar, se necesita la voluntad del superior de hacer la delegación, la cual por lo general se expresa a través de una orden de la autoridad que delega.

 

 XVII.- Para que la dispensa sea justa ¿se necesita una justa causa?

 

Se trata de la causa final de la dispensa, ya que su causa justa se toma ante todo de su fin. Esa causa justa puede requerirse: a) para la rectitud del acto de la dispensa, esto es para que por parte de quien la solicita sea lícita y también para que por parte de quien la otorga, la concesión sea justa y lícita. b) para la validez de la dispensa y su uso.

El problema se plantea principalmente con relación al legislador cuando se dispensa de su ley, pues con esto constará con mayor razón cuál es la solución respecto de los inferiores cuando dispensan de las leyes de sus superiores con poder recibido de ellos. Con ello se quiere significar que si tal dispensa no le es lícita al superior, mucho menos lo será al inferior.

Existen varias razones para dudar que sea necesaria una causa justa. La primera es que si siempre fuese así, no se necesitaría la autoridad de un superior que dispensase. Esto porque una causa justa es de suyo suficiente para excusar de la obligación de la ley humana. A lo sumo sería necesario un acto del superior a modo de interpretación auténtica para que constase que tal causa era justa y suficiente para excusar de la ley, pero aquél no quitaría la obligación, la que lo estaría por aquella causa; no sería verdadera dispensa. En segundo lugar la ley se dio por voluntad del legislador, luego él puede suprimirla con la misma autoridad, lícitamente, sin ninguna otra causa. Las razón de esto es que el superior es dueño de su voluntad expresada en la ley, si bien no puede comportase como su  dueño, sino sólo como su administrador prudente y fiel; en este sentido el superior no está sujeto a su propia ley y si con su voluntad puede suprimirla en el todo, también puede hacerlo respecto de una parte de ella. En tercer lugar, el dispensar de la ley sin causa no es intrínsecamente malo, ni es malo porque al legislador le estuviera prohibido hacerlo.

Esto nos permite concluir que es posible dispensar aún sin justa causa, pero para que la dispensa sea lícita debe en definitiva mediar una justa causa o ser proporcional a la ley que se dispensa.[33] La ley es un bien común y si no media justa causa para la dispensa, esta hiere a aquella sin causa.

Pueden concebirse tres clases de causa. Una suficiente de suyo para excusar de la ley, otra que de por sí no excusa pero que puede ser suficiente para quitar la obligación y por último, otra que no quita la obligación de la ley pero hace justa la dispensa y obliga al superior a dispensar. Se entiende que sólo en el caso de la segunda estamos frente a un supuesto de auténtica dispensa.

La dispensa puede ser clasificada de acuerdo a si lo hace respecto de un bien público  o de un bien privado. Si está vinculada en forma inmediata con un bien público estaremos frente a una dispensa de derecho público y cuando el bien inmediato sea privado, será de derecho privado.

No es necesario para que la causa de la dispensa sea justa, que se relacione en forma inmediata con el bien común; basta que en forma inmediata contenga un bien tal de la persona a quien se dispensa, que redunde en bien común. La dispensa se da rectamente cuando una ley que conviene a la comunidad no le conviene a una determinada persona, porque la expone a un mal o le impide un bien mayor; luego al acudir con una dispensa redunda en el bien común y así será cosa justa; pero será injusta si se da en un bien particular que no redunda en un bien común.[34]

También puede distinguirse según sea voluntaria o necesaria; la dispensa siempre debe ser justa, pero no siempre será debido concederla. Puede ser debida por precepto de la ley, cuando ésta al señalar alguna justa causa, emplea palabras preceptivas ordenando que si existe tal causa se conceda dispensa.

 

 XVIII.- ¿Es válida la dispensa de la ley humana si se da sin justa causa?

 

En primer lugar debe señalarse que un inferior no puede válidamente dispensar de una ley de un superior sin que exista justa causa. Para que la dispensa dada por un inferior sea válida, es necesario que dispense después de conocer la causa. Este conocimiento puede ser judicial, cuando se investigue sobre ella en la forma establecida en el derecho y  se pruebe. También puede entenderse de un conocimiento de la causa que de hecho sea suficiente, cualquiera que sea el camino o diligencia que se emplee.

En lo que se refiere al fuero de la conciencia, es suficiente este segundo conocimiento, puesto que basta naturalmente y no existe ninguna ley positiva que anule las dispensas que se concedan sin observar la forma jurídica en lo tocante al conocimiento de la causa.  Esta última sólo se requiere para que en el fuero externo se tenga por válida la dispensa, ya que cuando no se tiene ese conocimiento de la causa se presume que la dispensa es subrepticia.

La dificultad se refiere a la dispensa de un superior respecto de su ley. En este sentido la dispensa que se conceda a sí mismo el legislador, sin que medie justa causa es nula y no tiene efecto alguno respecto de él.

 

 XIX.- ¿Al cesar la causa de la dispensa, también cesa ésta?

 

En los acápites precedentes se ha visto que se necesita una causa para que la dispensa sea justa, incluso para que sea válida. La pregunta consiste en saber si esa causa es tan necesaria que al cesar ella cese también la dispensa. Cabe aquí formular algunas distinciones. Cuando la dispensa está concedida pero no está hecha; cuando ya está hecha y ha tenido su efecto próximo y no el remoto y no está ejecutada; y por último, cuando ya está ejecutada.

Si la dispensa ha llegado a este último estado no es posible que cese por haber cesado su causa. Es decir, si la dispensa ha tenido un efecto consumado, éste no puede dejar de haberse realizado lícita o válidamente porque lo pasado no es posible cambiarlo; luego la dispensa, en cuanto a ese efecto, no puede cambiarse ni perderse.

Lo mismo sucede cuando se trata de un efecto permanente y de suyo revocable, como es la enajenación de una cosa o los otros contratos; una vez realizado legítimamente en virtud de la dispensa, de suyo dura perpetuamente y no puede cesar porque falte o cese la causa o porque se retracte la dispensa, la cual pasó ya y dejó consumado el efecto. Sólo cabe arribar a esta conclusión si la dispensa se dio en forma absoluta, pues si se hubiese dado bajo una condición, entonces al cesar la causa podría cesar el efecto, pues desde el principio la dispensa se dio bajo esa condición. Pero esto último no es lo que se hace ordinariamente.

 

 XX.- ¿De qué maneras puede ser nula o inválida la dispensa?

 

  Tres factores pueden hacer inválida la dispensa: la falta de poder, de justicia o de voluntad.

La primera es clara ya que sin poder o jurisdicción no puede realizarse válidamente lo que depende de él de suyo y esencialmente. La segunda falta, no siempre invalida o anula la dispensa, ya que a veces aunque mal concedida puede ser válida. En dos casos, que casi pueden reducirse a uno, la falta de justicia es contraria a la validez de la dispensa: a) si un inferior dispensa de una ley de un superior sin una causa justa; b) si la dispensa, aún dada por un soberano, toca de alguna manera el derecho divino o natural y es contraria al adquirido por un tercero y eso sin una causa justa. La tercera falta, la de voluntad, puede darse sin la ausencia de poder o de justicia, como es evidente  y puede suceder de distintas maneras. En un caso, si internamente el dispensador no tiene voluntad o intención de dispensar. En otro, cuando la voluntad del dispensador no llega a manifestarse, en cuyo caso la dispensa será igualmente inválida. Se trata de supuestos de falta de voluntad suficiente.

 

 XXI.- ¿Cuándo y de qué modo puede abrogarse una ley?

 

La dispensa ocasiona un relajamiento parcial de la ley, en tanto la abrogación produce su supresión total. Para que la abrogación pueda tener lugar, la ley debe ser justa, razonable y útil,  ya que requiere la existencia de una verdadera ley, que haya subsistido todo el tiempo anterior a la abrogación. De lo contrario nos encontraremos con un cese distinto a la abrogación de la ley. La abrogación requiere para ser justa y lícita, que exista una causa justa relativa al bien común.[35]  Además, ello es necesario para que no se desprecien las leyes por sus muchos cambios, porque con la costumbre se consolidan y porque así como la ley ha sido dada para el bien común no debe quitarse más que por él. Ambos son actos del poder y de la jurisdicción pública, la cual se ordena al bien común. A ello se arriba porque o bien la ley era razonable y útil para el bien común y continúa siéndolo, o no; en el primer caso es irracional el quitarla, porque esto es contrario al bien común; en el segundo, ya hay causa justa para suprimir la ley.

El cambio de la ley puede realizarse de dos maneras. Primero sólo por la acción del legislador, que puede suceder sólo en la voluntad o en el entendimiento. Cuando es sólo por parte de la voluntad, ordinariamente es irracional, porque los asuntos públicos, para administrarlos justamente deben gobernarse no tanto con la voluntad sino con la razón. Por lo tanto si no consta que la anterior voluntad fue irracional, no es recto el cambio. Pero cuando, además, ha cambiado el dictamen de la razón, éste puede ser justo aunque no haya cambio alguno en las cosas. Esto, sin embargo, supone una deficiencia humana, a consecuencia de que el hombre no siempre alcanza la verdad práctica y prudente. Así, muchas veces la experiencia demuestra que la ley no era conveniente aunque se hubiese dado sin culpa, sea porque  si fue injusta  se dio por ignorancia invencible, sea porque  si fuese justa y se la juzgara conveniente, después la experiencia demostró que era más conveniente  otra.

También algunas veces se cambia la ley,  aunque en su tiempo haya sido justa, excelente y utilísima, por haberse realizado en las cosas mismas un cambio por el cual aquella ya no es conveniente;  entonces la modificación se hace justísimamente, no con un cambio propiamente dicho o formal o en sentido contrario en el juicio de la razón, sino por juzgar prudentemente que una cosa es conveniente en un tiempo y contraproducente en otro al mudar las cosas.  Pero no es necesario que este cambio llegue a hacer la ley injusta o completamente inútil; basta que parezca ser demasiado rigurosa o menos útil, o que de su revocación se espere un fruto mayor, o que de esa manera se eviten mayores peligros o males.

Finalmente muchas cosas hay que dependen de la libre voluntad humana de suerte que es justo establecerlas y, si se derogan, no se comete injusticia, porque puede haber una razón prudente para abrogarlas.

Por último, hay que decir que si el legislador abroga una ley humana sin causa legítima, aunque lo haga injustamente, la abrogación es válida. La razón es que la obligación de la ley depende de la voluntad del legislador y ésta aunque sea mala, es absoluta y eficaz; luego suprime el imperio y la obligación. Se dirá que la voluntad de dar una ley sin una causa justa no la hace válida aunque esa voluntad sea absoluta por parte del legislador, porque este no puede cuanto quiere.  Se responde esta tesitura negando la consecuencia, pues el dar leyes es mucho más difícil que el quitarlas. En efecto si el dar una ley es una injusticia, lo será porque su materia es incompatible con la obligación de la ley humana o ciertamente porque dicha materia es superior al poder, sin el cual nada puede hacer la voluntad; en cambio, para quitar o impedir la obligación de la ley, que es lo que se hace por la abrogación, nada puede influir la materia porque, por buena y recta que sea, se puede no hacerla obligatoria, y, aunque sea intrínsecamente mala, se puede no prohibirla.

 

 XXII.- ¿Quién puede abrogar la ley?

 

 Se analiza ahora la causa eficiente, puesto que la materia y la causa final ya lo han sido. En primer lugar se puede decir que el creador de la ley puede abrogarla.  La razón es clara y es que las cosas se deshacen por las mismas causas por las que nacen; ahora bien, los principios de que depende la ley son la voluntad y el poder del legislador; luego ellos pueden abrogarla. Esta tesis vale ante todo con relación al soberano, el cual no reconoce superior en su esfera y por tanto siempre tiene el mismo poder y puede cambiar su voluntad. Y como creador de la ley, se incluye a su sucesor, puesto que tiene el mismo poder. A su vez un superior puede abrogar la ley de un inferior. Esta es una regla admitida y fácil, pues las cosas dependen más de sus causas universales que de las próximas y la ley del inferior depende del superior como de causa universal. Por el contrario un inferior no puede abrogar la ley de un superior.

 

 XXIII.- Maneras de abrogar la ley y defectos de la abrogación.

 

La abrogación de la ley puede no ser escrita, en cuyo caso se manifiesta por falta de costumbre en su observancia o por una costumbre contraria. La otra es la abrogación escrita, la cual, aunque en general la puede hacer de palabra quien tenga autoridad para abrogar, sin embargo de ordinario - lo mismo que la ley humana- se escribe para que conste con mayor certeza, para que dure más, y por las otras ventajas de escribirse. Esta última revocación puede hacerse de distinta manera. Lo primero abrogando la ley sin más, es decir quitando su obligación y no imponiendo otra; esta abrogación es la más fácil de todas, pues es preciso hacerla manifestando una voluntad contraria y requiere menos causa, dado que no impone una carga sino que la quita. Esta posición puede ser sólo negativa y como contradictoria, es decir, obligando a no hacer lo que antes estaba mandado. Algunas veces la oposición entre la primera y la segunda ley es positiva y como contraria; se da propiamente entre leyes afirmativas que mandan actos contrarios y de los cuales la segunda no hace mención de la primera abrogándola formalmente. Puede esta llamarse una abrogación implícita y virtual y tiene lugar no sólo cuando ambos preceptos son afirmativos, sino también cuando uno de los dos es negativo, pero no opuesto de una manera inmediata y formal sino sólo de alguna manera más general.

Cuando en una ley nueva opuesta a la anterior se añade una cláusula formalmente de revocación, lo único que hay que hacer es examinar las palabras de ésta, a saber si son particulares o al menos lo suficientemente generales para que alcancen a la primera ley; una de estas dos cosas es necesaria para que se entienda que se ha hecho una revocación formal. En otro caso será sólo una revocación implícita y casi igual a la otra en que no se añade ninguna cláusula expresa de derogación.

La ley posterior a veces abroga a la ley anterior aunque no haga mención de ella. La razón es que la voluntad posterior, suponiendo que se tenga poder, vence a la primera y la revoca. Y cuando no se ve modo de que la segunda ley concuerde con la primera, ello indica suficientemente una voluntad contraria a la primera, al menos virtual, que equivale a formal; luego basta para la abrogación.

La abrogación debe entenderse en sentido estricto,  porque por sí no es conveniente para el estado si la necesidad no fuerza a ella; luego en cuanto se pueda  se ha de restringir su alcance. Por esta causa la abrogación de la ley debe hacerse con gran prudencia. Una ley posterior abroga del todo a una ley anterior, aunque esta sea general. La razón es que entonces la ley posterior no puede subsistir juntamente con la anterior; ni puede tampoco ser inválida en parte, y en parte derogar a la otra; lo primero, porque habla en general y lo segundo, porque la razón no es mayor para una de las partes que para la otra. Se sigue que, lo mismo, se ha de decir cuando ambas leyes son particulares y contradictoriamente opuestas; entonces por idéntica razón la posterior abroga la anterior.

Cuando la primera ley es general y la segunda particular y contraria, la segunda aunque no abrogue, sí deroga a la primera. Abrogarla no puede porque no es totalmente contraria a ella, pero lo de la derogación se sigue de lo dicho, puesto que la segunda ley, en cuanto a su disposición particular, no puede subsistir con la primera; luego es preciso que la revoque en parte, que es derogarla: de no ser así sería inútil. Si la primera ley es particular y la segunda general, ésta, aunque sea contraria a la primera, no la abroga sino que ella queda limitada o derogada en conformidad  con la primera.

Corresponde preguntarse si para que la abrogación de la ley esté completa y consiga su efecto, es necesaria su promulgación. Se debe distinguir entre la revocación pura y simple, y la revocación que va aneja a alguna obligación contraria y que es como una consecuencia de esa obligación. Para la revocación que se sigue de una obligación contraria, es necesaria la promulgación, y esto es así  tanto si la obligación es de un acto contrario a la primera ley, como  si es únicamente de no hacer uso de ella o de no cumplirla. Esa obligación se impone mediante una ley nueva; luego para esa ley se requiere su promulgación. De esto se sigue que la promulgación en nuestro caso se requiere de la misma manera y con las mismas condiciones con que es necesaria para la ley. Por consiguiente, así como antes de la promulgación, la ley no obliga aunque se la conozca en particular, así en nuestro caso, antes de la promulgación y del tiempo suficiente para que pueda obligar, tal ley no desobliga de la otra, pues no puede tener su efecto secundario antes que el primario. La revocación pura y simple de la ley, de suyo y esencialmente no requiere promulgación, porque tal revocación no se hace mediante una ley que sí requiere de aquella. La abrogación de la ley comienza a tener efecto desde que se ha publicado suficientemente.  

 

Conclusión

 

En nuestro tiempo, cotidianamente, interpretamos y aplicamos el derecho de modo casi automático como consecuencia de que hemos incorporado reglas de razonamiento para ello.  No obstante la mayoría de éstas encuentran su raíz en estructuras gestadas desde muy antiguo y que no por ello resultan vetustas, sino que al releerlas podemos hallar renovados aires a nuestras ideas, limpiando las impurezas que el propio transcurso del tiempo, siempre y por diversas razones, deposita en nuestras mentes. Este trabajo se propone ser un aliciente en tal sentido.



[1]Código y Glosa del Libro 6º. Antonio de Butrio. Imola y  Felino. Tudeschis.

[2]Digesto

[3]Digesto

[4]Baldo

[5]Bártolo. Decio.

[6]Bártolo.

[7]Abad, Decio, Felino, Covarrubias, Azpilcueta. Glosa del Libro 6º. Digesto.

[8]Decretales

[9]Glosa del Libro 6º, San Antonio, Domingo, Adrián, Córdoba y otros en Tiraqueau.

[10]Baldo, Roque Curcio, Alejandro, Plabo de Castro, citados por Tiraqueau.

[11]Pablo Castrense, Alejandro,  Roque y la Glosa  Libro 6º.

[12]Bártolo, Felino, Abad y Roque.

[13]Glosa del Libro 6º, Antonio de Butrio, Castro, Molina, Manuel Rodríguez y Sánchez.

[14]Juan de Andrés

[15]Silvestre.

[16]Silvestre.

[17]Santo Tomás.

[18]Menocchio.

[19]Digesto.

[20]Tudeschis, Juan de Andrés, el Ostiense, Felino, Bártolo, Covarrubias, Flami.

[21]Silvestre, Angel, Imola, Geminiano, Tudeschis, Roque Curcio, Azpilcueta, Covarrubias, Anotnio Gómez y Gutierrez.

[22]Tudeschis, Bártolo, Digesto.

[23]Aristóteles

[24]Digesto

[25]Santo Tomás

[26]Aristóteles

[27]Santo Tomás.

[28]Santo Tomás, Conrado, Tomás de Vio, Medina y Soto.

[29]San Agustín.

[30]Tudeschis, Inocencio, San Antonino, Ledesma, Covarrubias, Fortuny, Castro, Tomás de Vio y comentaristas de Santo Tomás.

[31]Durando, Ricardo, Escoto, Gabriel, Soto, Ledesma, Torquemada,  Rebuffe, Covarrubias, Azpilcueta.

[32]Paludiano, San Antonino, Azpilcueta, Azor, Tudschis.

[33]Santo Tomás, Tomas de Vio, Soto.

[34]Santo Tomás.

[35]Santo Tomás, Platón.